Con pulso de universo, la infancia de las gemólogas y las paleontólogas guarda piedras en los bolsillos. Son las piedras que las niñas encontraban a orillas de un río o en el patio de su casa y que guardaban como un tesoro de humedad. No era cualquier piedra, era la infalible señal de una habilidad para el hallazgo. Joan también tiene una infancia de piedras escondidas, piedras y conchas marinas. ¿Cuánto tiempo hubiera ganado si su padre no la hubiera sacado de la escuela porque no creía en la educación de las niñas? Esa pregunta puede repetirse varias veces mientras leemos su biografía, solo hay que cambiar el nombre propio del obstáculo porque su padre fue apenas el primer estorbo. “Firme solo con la J, firme J. Wiffen”, le aconsejó un académico muchos años después mientras le decía: “los hombres tienen más posibilidades de publicar artículos que las ancianas amas de casa”. Wiffen era el apellido de su marido y el que Joan usó desde que se casó, ella se llamaba Paderson.

Trazadora de radar y asistente médica durante la Segunda Guerra Mundial, Joan nunca olvidó las piedras escogidas que guardaba entre telas, joyas disimuladas en el cuerpo, y tampoco dejó que rozar una a una la concavidad labrada, la aspereza y la suavidad de ese fragmento encontrado con dones de ser único en un momento y unos minutos después. Y entonces fue Joan, la neozelandesa que coleccionaba fósiles, la paleontóloga diletante sin formación académica que se anotó en un curso nocturno de geología y en un club de rocas y minerales, quien encontró en 1970 (cuando nadie pensaba en dinosaurios en Nueva Zelanda) el hueso de un animal que ninguna persona supo identificar. Muchos años después fue Ralph Molnar, un paleontólogo estadounidense, curador en el Museo de Queenslands de Australia, quien confirmó que lo que Joan había descubierto era parte de la pelvis de un dinosaurio terópodo y que ese dinosaurio era el primer dinosaurio descubierto en Nueva Zelanda.

Con la confirmación científica sobre el escritorio, la gloria (con firma incluida) fue para Molnar, aunque el crédito era de Joan. Ella siguió trabajando, tanto, que sus apuntes, sus investigaciones sobre reptiles fósiles y otros descubrimientos: un dinosaurio saurópodo, mosasaurios, un anquilosaurio y un pterosaurio, irrumpieron en los siseos científicos que no dejaban de excluirla. Joan seguía siendo una extranjera, una intrusa. Mientras la ilustración entornaba la puerta (tan entornada que parecía cerrada) ella seguía cruzando territorios yermos en busca de fósiles que rápidamente identificaba.

El reconocimiento y algunos premios llegaron después, cuando su trabajo y su saber eran ya tan contundentes que hasta la puerta se abría sola. Antes de cumplir setenta años Joan, la mujer que aprendió sola a extraer los fósiles entre rocas resistentes, describir, localizar, separar y hacer moldes de esos fósiles, la que utilizó mapas de estudios geológicos y descubrió aquel hueso primordial en un arroyo de Hawkes Bay, publicó su autobiografía: El valle de los dragones: la historia de la mujer dinosaurio de Nueva Zelanda.