Reuniones con amigos postergadas durante meses, balances con lo mejor y lo peor del año que se va, unas confituras por acá, un poco de pan dulce por allá, brindis al por mayor y, claro, el cine de Hollywood celebrando las bondades de la familia desde las carteleras comerciales de todo el mundo. Los rituales que culminan con el descorche y las doce pasas de uva del 31 de diciembre a la noche incluyen el estreno anual de –mínimo– una película enmarcada en los festejos navideños. Todo indica que la temporada 2017 viene con cupón de 2x1, pues a la flamante Guerras de papás 2 se le sumará dentro de tres semanas La Navidad de las madres rebeldes. Dos secuelas de películas en principio sin resquicios para continuaciones, una ambientada en el universo masculino aunque con aspiraciones ATP y unisex, y la otra en el femenino y con promesa de zarpe, según vaticina el tráiler. La primera casi que se vende sola, con Will Ferrell y Mark Wahlberg, el reaparecido Mel Gibson en plan cascarrabias y el aquí modosito John Lithgow encabezando los créditos. Y ellos son quienes cumplen y dignifican, aun cuando estén más preocupados en agradar que en actuar.
Guerras de papás 2 empieza como terminaba la uno. El buenazo de Brad (Ferrell) sigue felizmente juntado con Sara (Linda Cardellini) y criando a los hijos de ella con el rudo de Rusty (Wahlberg), quien a su vez convive con nueva novia y su nena preadolescente. Que el film de Sean Anders presente este ensamblaje con naturalidad y sin ningún tipo de juicio suma unos porotitos, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una película multitarget proveniente del núcleo de una industria de mirada históricamente conservadora y heterosexual. Pero hasta allí llegan las subversiones en una historia que rápidamente se coloca bajo el paraguas de lo probado. Empezando por la originalísima idea de juntar a los dos abuelos paternos, que son iguales a Brad y Rusty pero más grandes, para construir toooooda una película alrededor de ese encuentro y sus correspondientes chispazos, empatías, rencores del pasado y enredos de manual.
No hay nada necesariamente malo dentro de Guerra de papás 2, pero tampoco demasiado bueno. Es, pues, otro de los productos hechos con la solvencia y el profesionalismo habitual de la industria norteamericana, una comedia blanca y familiar digna de un Jim Carrey o Robin Williams de mediados de los ‘90 que avanza por un camino plagado de fórmulas con la seguridad de quien ha visto recorrerlas mil veces antes. Una película reglamentaria donde todos trabajan bien y hacen lo que les pidieron que hagan. No más, pero tampoco menos. Los componentes se alinean automáticamente detrás de un guion con poca imaginación a la hora de explotar las posibilidades humoristas de sus intérpretes. Ferrell, de probados pergaminos en el terreno del absurdo y la improvisación, se limita a golpearse con cuanta cosa tenga adelante, mientras que Wahlberg esfuma cualquier atisbo de explosividad aniñada para convertirse en un ogro con una progresiva tendencia a la ternura. Que así y todo la cosa por momentos funcione se debe a que los muchachos son comediantes puros, capaces de hacer reír aun en circunstancias adversas. Por allí anda un Mel Gibson en la piel del abuelo con menos tacto a la hora de hablar a los nietos que se recuerde, en lo que es un oasis de acidez en medio de tanto turrón azucarado.