“En Argentina no hay racismo, porque gracias a la fiebre amarilla se murieron todos los negros”, dijo un acopiador de cereales durante el conflicto de la ley 125 en el noroeste bonaerense. Esta frase, que de principio a fin dice lo contrario, aún es sostenida con alto convencimiento por un sector de la sociedad. La blanca, la que tiene los privilegios simplemente por ser así. Hay infinidad de frases dichas al pasar que demuestran que nuestro país no ha aprendido mucho en materia de diversidad social. Por cierto, el tal señor acopiador terminó la conversa diciendo que “En Argentina no hay indios, ¡si los matamos a todos!”
El racismo se enfoca en discriminar a una persona por su etnia, la xenofobia en el rechazo a personas de diferentes nacionalidades. Aproximadamente el diez por ciento de las personas tienen alguna fobia específica, algunas con la sangre, los animales, el miedo a volar o a los espacios pequeños. Pero están las otras, que tienen como protagonista a los seres humanos, en apariencia semejantes, dentro de los cuales corre por sus venas sangre del mismo color, hay un corazón que late y todos tenemos la necesidad de tomar agua.
El color de piel es fundamental para que se produzca esa fobia y hace aflorar los prejuicios más insólitos, tales como que todo aquel que tenga la piel marrón, es chorro, sucio, retrasado mental. Si es mujer es una “negrita puta”, si es indígena y se hace la trenza seguro es personal de limpieza. O como aquel consejo que le diera una madre a su hijo blanco que le presentó una noviecita mapuche, “ojo, tené cuidado, que con una india del brazo te van a mirar mal, mejor decí que es turca”. Obviamente la relación no prosperó.
Recientemente se conoció un término nuevo para definir el rechazo al que no se iguala económicamente a uno. Un término creado por la filósofa española Adela Cortina, la “Aporofobia”, que refiere a la aversión, el temor hacia el pobre. En los años 90 le puso nombre a este tipo de rechazo ejercido en todo el mundo. Proviene del griego “aporos”, que es la forma de nombrar a los pobres, y “fobeo” que refiere al rechazo y el acto de espantarse.
Hubo personajes ilustres de la historia que fueron conocidos por sus actos xenófobos como el general Julio Argentino Roca, apodado “el zorrito” por sus maldades jodidas siendo niño y su habilidad de culpar a los demás. El hombre que propuso limpiar la patria en su avance despiadado hacia las Primeras Naciones, además de tener varias de las fobias arriba descriptas padecía también, lo que hoy se conoce como “Atazagorafobia”, el miedo a ser olvidado o reemplazado por los demás.
Para contrarrestar, eso se ocupó de que la escultora Lola Mora lo incluyera en el mural de la declaración de independencia, exhibido en la Casa de Tucumán. Roca participando de la gesta más importante, “colado” junto al resto de próceres. El bajorrelieve se hizo en homenaje al 9 de julio de 1816 y fue descubierto en 1904. El viajero del tiempo se asoma entre los próceres reunidos veintisiete años antes que él naciera, y eso fue calmante para su atazagorafobia.
El atazagorofóbico zorro tuvo otro homenaje en 1948, cuando a la línea férrea construida por empresas británicas se le puso su nombre. El decreto de época dice que las líneas ferroviarias nacionalizadas llevarán el nombre de próceres, o personajes ilustres que tuvieran algo que ver con la región servida por cada ferrocarril. Además, es deber del Gobierno mantener vivo en el pueblo el culto a la memoria de los forjadores de la nacionalidad, como tributo de gratitud a sus patrióticos afanes fortaleciendo los “sentimientos de solidaridad con nuestro pasado”. Basta revisar el pasado para saber a qué costo avanzaba “el progreso”. Desde entonces el Tren Roca viaja desde la Estación Constitución a La Plata.
Durante 2023, cuando uno se tomaba esta línea, durante el trayecto se podían escuchar una grabación por el altoparlante, que además de anunciar las estaciones, recordaba las efemérides. Todo ese año a nadie se le ocurrió cambiarla o actualizarla y quedó por varios meses una voz femenina recordando varias horas al día que “hoy 10 de enero se conmemora el día de la mujer migrante, recordando la muerte de Marcelina Meneses y su hijo, a causa del odio racial y de género”. El hecho ocurrió el 10 de enero de 2001, cuando el pueblo se estaba hartando de un gobierno que había prometido mucho pero que en la calle se veía poco.
Fernando de la Rúa era presidente, Alianzas políticas que se desintegraban, el sistema monetario pendía de un hilo y las falsas promesas de terminar con la corrupción, llevaron a que el ánimo social se caldeara en cada rincón del país. Provincias intervenidas, las tropas de gendarmería luciéndose en desplegar todo su armamento para desalojar a los maestros, desarmar las carpas blancas y cantidad de enfrentamientos que causaron heridos y muertos.
Marcelina Meneses había nacido en Cochabamba, Bolivia. Vivía desde hace varios años en Ezpeleta y como tantos, ella y su compañero Froilán Torres salían a patear la calle, él como albañil y ella como repositora en un supermercado. Habían sido padres de un hermoso niño al que llamaron Alejandro Joshua, un nombre bíblico que da cuenta del sincretismo y de la atención que pusieron en su significado. Su nombre, que significa Salvación, habla de lo que desearon para él, salvarse en un contexto social complicado para los indígenas originarios. Pero el deseo de que el pequeño tenga un futuro bueno, quedó trunco.
Vivian en un barrio de casitas bajas, humildes, a pocas cuadras de la estación de trenes. Aquel 10 de enero de 2001, madre e hijo tomaron el tren Roca para ir a al hospital Fiorito de Avellaneda. El pequeño necesitaba estudios de rutina y la madre lo cargó en su espalda, envuelto en un aguayo, la prenda aymara por excelencia.
Según un testigo, nadie le quiso dar el asiento pese a que ella lo pidiera. Y no es que haya levantado la voz, simplemente su color de piel, su pelo crespo, su niño marrón que asomaba entre los trapos, bastaron para que aflorara el racismo y la xenofobia sobre el tren en movimiento. Para colmo, era un verano sofocante de calor húmedo donde nadie aguantaba a nadie.
"Volvete a tu país, negra", dijo uno. "Boliviana de mierda", gritó otro. "Vienen a sacarnos el trabajo", dijo un cuarto. Como si ella y su hijo de repente se hubieran convertido en objetos que ocupaban mucho lugar para un tren tan pequeño o con exceso de pasajeros. Demasiado bulto para un tren atestado, con gente enardecida.
A Marcelina la llenaron de insultos y escupitajos, hasta que alguien, aprovechando la puerta abierta se deshizo del problema; Marcelina y Joshua fueron empujados, arrojados como basura social a las vías. Ocurrió llegando a la estación Avellaneda, donde luego matarían a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Cuando el tren se detuvo, todos se apuraron a irse lo más rápido del lugar y hasta el guarda del tren desapareció. Se sabe que jamás se presentó en las citaciones judiciales.
El único testigo dispuesto a declarar fue un hombre de apellido Giménez, que brindó declaración a favor de Meneses. Durante mucho tiempo fue amenazado, intentaron sobornarlo desde la empresa. El hombre murió años más tarde, sin poder lograr que se hiciera justicia. A todo esto, la versión de la empresa siempre fue que madre e hijo caminaban por el sector de vías y que habían sido rozados por la formación.
Desde diciembre de 2012, la fecha del asesinato de Marcelina Meneses y su bebé es el Día de la Mujer Migrante. No hubo justicia penal para los que la mataron ni los que encubrieron, pero sí un recuerdo oficial a este acto de injusticia.
El 17 de noviembre de 2003 fue sancionada la ley 25.871 de Política Migratoria Argentina, promoviendo la integración en la sociedad argentina de las personas que hayan sido admitidas como residentes permanentes. La ley asegura a toda persona que solicite ser admitida de manera permanente o temporaria, el goce de criterios y procedimientos de admisión no discriminatorios en términos de los derechos y garantías establecidos por la Constitución Nacional. Promoviendo la inserción e integración laboral de los inmigrantes que residan en forma legal para el mejor aprovechamiento de sus capacidades personales, y laborales a fin de contribuir al desarrollo económico y social del país.
En el diccionario aymara no existe la palabra “xenofobia”. Las naciones andinas son el conjunto de culturas que se desarrollaron y aún lo siguen haciendo desde hace doce mil años. Existe en aymara la palabra akllay, aplicado a “elegir” tal como lo emplean, refiere al trabajo con la tierra, las cosechas, elegir un lugar óptimo para sembrar papines o tomates, elegir un lugar alto donde construir una casa, un hogar donde formar una familia o simplemente elegir vivir en un determinado país, aunque este, quede lejos de la querencia.