Este tiempo en el que estamos podría ser definido como una suerte de anonadamiento: un estado emocional de impotencia y susto frente a un hecho inesperado o un acontecimiento para el cual no estábamos preparados, de ahí su carácter sorpresivo. Aún no logramos construir una articulación política a nivel nacional en la resistencia y lucha frente a esta política cruel.
No puedo ni quiero reducir el proceso histórico-social que nos condujo a esta realidad pasmosa, criminal y de dolor, al “goce" que algunos o muchos sentirán mientras planifican, diseñan y ejecutan sus operaciones de destrucción, a través de una réplica en versión siglo XXI del fascismo del siglo XX. A lo largo de mis más de treinta años de investigación acerca de la crueldad, me he detenido en múltiples lecturas respecto a cómo se fue gestando el fascismo en Europa (en especial en Italia, Alemania y España, a lo largo de casi dos décadas). Fui encontrando incontable documentación y producción cinematográfica, no solo documental, respecto de los modos en que se fue desplegando el crecimiento del “huevo de la serpiente". Hoy quiero detenerme en algo que denominé “la acción de romper la palabra” como uno de los instrumentos claves en dicho proceso deshumanizante. Tan deshumanizante, que condujo a los líderes del levantamiento del gueto de Varsovia, cuando convocaban a la lucha, a proponer la consigna: “No vayamos como ovejas al matadero”.
Es el año 2019. Me subo a un taxi y su conductor empieza a darme conversación, despotricando contra quienes se oponen a la realidad que está aconteciendo bajo las formas del neoliberalismo macrista. Despliega, mientras yo hago silencio, un discurso de humillación hacia las poblaciones vulneradas, empobrecidas y desesperadas, que reciben algún tipo de asistencia. Es contra quienes más odio expresa. Decido decirle que no quiero hablar, que prefiero un viaje silencioso. El continúa, de todos modos, hasta que comienza a insultar a quienes habían recibido la jubilación en el marco de las políticas de universalización de tal derecho. “Tengo una propuesta --le contesto-- a ver qué le parece, armemos unos cuantos campos de concentración en el país para que ahí permanezcan los jubilados hasta su rápida muerte, ya que pronto se irán desvaneciendo de hambre y enfermedad”. Para mi esperanza de que no todo está perdido, el señor me dice, tembloroso: “Por favor, ¿cómo va a pensar eso de mí?". Jamás desearía una cosa semejante”. Lo escucho, le recomiendo que piense un poco más en su visión acerca de la realidad, si así lo desea. Llego a destino con el sentimiento de haber recobrado algo.
La actitud del conductor iba hacia romper mi acceso a la palabra, cualquier palabra que yo hubiera utilizado redoblaría su diatriba imparable, alentada por los aparatos de propaganda que la avalaban (fueron muchas las veces que experimenté el anonadamiento en esos tiempos).
El rompía con mi posibilidad de dar respuesta. Pienso que mi desesperación ante el horror de lo que escuchaba me llevó a mostrarle la radicalidad destructiva que estaba latente y naturalizada en su discurso.
2025. Este es uno de los procedimientos al que asistimos en las redes y en los medios de comunicación en su bombardeo diario: el intento de arrasar con nuestra posibilidad de encontrar palabras. Pero este no es el único mecanismo al que apela la acción cruel: la crueldad elige y diseña muy bien sus palabras, a la manera en la que los nazis al invadir Checoslovaquia difundían en su propaganda a través de los altoparlantes que habían logrado el “aplastamiento” del pueblo checo (cosa desmentida por la valiente y gloriosa resistencia checa, así como de otros lugares de Europa).
El intento sostenido en destruir nuestra palabra y el valor de la misma como condición humanizante está planificado. Cuando se ataca la posibilidad de decir, cuando se rompe el sentido que las palabras tienen, cuando se le quita su valor polisémico y metafórico, queda la palabra amordazante de la acción cruel, al servicio del aplastamiento deshumanizante y victimizante, palabra que acompaña sus políticas de hambre, desocupación y desamparo. Sabemos del valor performativo de esa mordaza, imprescindible para generar el estado de anonadamiento que todos los días estamos necesitando combatir singular y colectivamente. La conocemos desde hace mucho en la crueldad de la violencia intrafamiliar, de la pedofilia, de los regímenes laborales que reducen lo humano a la sobrevivencia. Es una máquina de terror cotidiano muy habitual, estudiada y combatida a lo largo de la historia humana.
Romper la palabra es uno de los puentes para ejercer la dominación,o diría, tal vez, que es el modo de aniquilar los puentes con los que diariamente buscamos entender, decir, pensar y compartir lo que vivimos. Es también, añado, un frágil y delicado puente el que muchos recorren sin advertirlo, cuando se pliegan y hacen suya la crueldad que nos rodea, incorporando la lengua brutal ante la que --a veces-- muchos de nosotros nos quedamos sin palabras.
Hoy la crueldad es política de Estado. Si los crueles gozan, o no, no debería ser nuestra preocupación.
La crueldad, vuelvo a decir, hoy es un plan sistemático. Del anonadamiento no saldremos sólos, ni atomizados.
Ana N. Berezin es psicoanalista.