El cuento según su autor

Yo tenía quince cuando fui por primera vez con una beca a los Estados Unidos (hice unos cuantos viajes más de ese tipo después de los treinta: fui profesora de Literatura de ese país en la UBA). Esa vez fui a vivir con una familia en Connecticut para practicar inglés.

Cuando subí al avión, no sabía por qué había aceptado el viaje: me arrepentí todo el vuelo. Soy tímida; no me gusta viajar sola. Me la habría pasado llorando pero íbamos en grupo con chicos de todo el país y yo odio hacer escándalo. Apenas llegamos, nos quedamos “solos” de nuevo: cada uno vivía con una familia distinta. Al único que recuerdo es al salteño. No sé por qué, no sé cómo, me contó una historia terrorífica sobre su “iniciación”. Creo que por ese terror (la adrenalina no es lo mío), me la “olvidé” durante años hasta que se me ocurrió presentar un libro de cuentos en un concurso de Córdoba y tuve que escribir uno más.

El núcleo de “Los usos del dinero” es más o menos lo que me dijo el salteño. El resto tiene que ver conmigo. Desde los diecisiete, viajo en el Roca entre Banfield y Constitución. Y trasladé lo que me contó “Raúl” (no sé su nombre verdadero) al escenario de mi vida de infancia en el almacén de ramos generales de mis abuelos en Ambrosetti, un pueblito del norte de Santa Fe.

A los quince, la historia del salteño en el viaje de ida me puso todavía más nerviosa hasta que me tranquilizaron la amabilidad de la familia anfitriona, mi seguridad creciente con el inglés y, sobre todo, el placer que siento cuando viajo a lugares que no conozco. La familia estaba muy bien elegida. En parte, se parecía a la mía: cariñosa, dulce, amante de los libros. Por lo que me dijo en el viaje de vuelta, el salteño también lo había pasado bien: lo llevaron constantemente a ver deportes; no museos y otras ciudades, como a mí.

Eso tienen de mágicos los encuentros inesperados: son puentes entre mundos profundamente distintos. A mí no me pasan muy seguido. Fuera del cuento, solo muy de vez en cuando tuve una conversación así en el tren: como la narradora, es muy raro que yo hable con personas que no conozco. Hago mal, ya sé.

Los usos del dinero


Hasta lo de Raúl, yo creía que no tenía ni un solo recuerdo malo del campo, que no me había pasado nada malo antes de las calles y el asfalto y las canillas de agua corriente.

Digo creía porque, antes de Raúl, yo era otra. Jamás me había puesto a analizar lo que sí recordaba: las señales del hambre en los chicos del pueblito; las canciones rusas de mi abuela que, cuando ella me las traducía, hablaban de frío, de miedo, de tristeza; los labios apretados de Armando, el puestero, cuando llevaba los cueros de las yararás a la comisaría para cobrar los pesos que pagaba el gobierno; la única vez que el abuelo dejó que yo lo descubriera llorando con las manos sobre la cara mientras el polvo se arremolinaba a su alrededor en la galería.

Hasta lo de Raúl, para mí, el campo era el tiempo bueno, el calor infinito que sigo amando, las alas de las palomas torcazas en los nidos desprolijos de los talas, el chillido alegre de los loros en el monte. El olor a caballo y a rienda de cuero crudo.

Mucho después, un día de mayo en que me moría de sueño, de pie en el tren repleto, un milagro: una mujer bajó en Lanús. Un segundo antes, dormía; uno después puso el bolso de plástico bajo el brazo y se levantó. Yo di un paso de costado, me dejé caer en el asiento y cerré los ojos. Pensaba dormir hasta Plaza, pero entonces, Raúl me habló del cansancio. ¡Qué cansados estamos todos!, dijo.

No sé por qué le contesté. No sé por qué lo dejé acercarse. Tal vez fue la niebla: me gusta ser otra persona en los días de niebla. En la niebla, es fácil fingir, olvidarse. Tal vez ese día quise fingir que era capaz de hablar con desconocidos, de ser sociable.

Nos vimos dos meses, todos los martes. Él iba a un curso de computación. Yo enseñaba. Hacíamos el mismo viaje de cuarenta minutos desde el Sur hasta los humos sucios de Constitución. No hubo nada más: ni teléfonos ni direcciones, solamente ese rato de charla intrascendente. Pero nos esperábamos. Por lo menos, yo esperaba los martes. Desde el vacío de mis otros días, las palabras que intercambiábamos, las pequeñas confesiones, parecían un refugio, un paraíso breve y sin consecuencias. Tal vez por eso, me contó.

El último martes creí que éramos casi amigos.

Cuando terminó la historia y llegamos a la terminal, él salió del vagón detrás de mí. Siempre caminábamos juntos hasta la bajada del subte. Pero ese día, cuando me di vuelta para decirle algo, ya no estaba. Ni siquiera traté de buscarlo: sabía que no volvería a verlo. Que habíamos ido demasiado lejos.

Ahora me pregunto si no fui yo la culpable. Si no debería haberlo cortado en seco cuando empezó a contarme. No lo digo por él. Él era un buen chico que, al principio, hasta ese martes, me había recordado un poco mi infancia. No me atraía del todo: nunca pensé en nosotros como novios, como pareja. Pero desde ese martes, si me siento en el tren, leo. Extraño las charlas menos de lo que esperaba. Pero debería haberlo parado. Debería dicho No me cuentes. Debería haberme defendido de la historia. De lo que la historia iba a hacer conmigo.

***


Se lo venían diciendo desde hacía años, desde el principio de todo. El hermano mayor y el padre le señalaban la casa de paredes rojas en la esquina ancha, descuidada, frente a las vías. Lo decían como promesa, no como amenaza, pero él tiraba de las manos grandes que lo sostenían y seguía caminando, como para atrasar el momento en que él también tendría que abrir la puerta verde de madera y entrar en ese otro mundo que, en las charlas, provocaba codazos, empujones y una risa oblicua que él no comprendía pero se sentía obligado a compartir. Se reía él también, claro, tal vez porque había aprendido que, cuando lo hacía, la sonrisa se ensanchaba en la cara del padre, en los ojos del hermano, y los dos cambiaban de tema. Era como si su risa de nene cerrara la cuestión, como si ese ruido –totalmente falso- fuera el precio que pedían para perdonarlo por el tirón en las manos, por la mirada que él siempre ponía lejos, arriba, en las copas de los plátanos, en el fondo de la calle, en el molino del almacén de ramos generales, levantado por encima de todo, como una bandera. En cualquier lugar que no fuera esa puerta, esa casa.

En realidad, me dijo en el tren, podría haber sido peor. Por lo menos no me sorprendieron. Por lo menos, me avisaron. Hasta me llevaron hasta el Salón antes, para acostumbrarme.

Lo del Salón (él decía la palabra en un tono algo distinto, como si la pusiera en mayúsculas) fue a los doce, casi al mismo tiempo en que el padre empezó a darle dinero una vez por semana. Para que te des algún gusto, le decía poniéndole un billete en la palma chiquita y abierta. Y así, para él, el dinero y la casa roja funcionaban juntos. Juntos marcaban una frontera incomprensible que él estaba tratando de no cruzar, una frontera que lo aterrorizaba. Se acordaba bien de la primera vez que pasó sobre el umbral de la ochava de esa esquina hacia el vestíbulo sombrío que hasta entonces había sido sólo imaginario.

Me acostumbraron primero, me había dicho en el tren. Mientras hablaba, tenía los ojos quietos en un afuera que no era el del campo abierto, contaminado de vías que hay antes de Temperley sino el de algún otro espacio inalcanzable en el que él había estado alguna vez y al que no quería volver.

Si no antes, yo debería haberme dado cuenta en ese momento. Debería haberme negado a escuchar. Como él, cuando tironeaba de la mano del padre o el hermano, debería haberme resistido a acompañarlo, a cruzar la frontera con él. Lo que no sé es si mi reacción habría dado resultado. Si él habría aceptado cambiar de tema. Si yo no lo habría adivinado casi todo. Porque lo cierto era que había algunas cosas que yo ya sabía: detalles que había oído en ese mismo tren, en charlas menos peligrosas, imágenes que flotaban por debajo de la corriente de la historia y la sostenían como puentes invisibles. Ahora sé que él no era el único.

El padre, por ejemplo. El padre de Raúl era El Dueño De Todo, me había dicho él un día con esa misma mirada perdida. Juez, Patrón De Estancia, Accionista Del Frigorífico. Señoría. Señor Álvez, Señor. Recitaba los títulos con la voz lerda, cargada de ironía. Pero en esas otras conversaciones anteriores, yo todavía me sentía segura, feliz, como casi siempre que alguien de mi generación hablaba de su familia. Por ejemplo, cuando él me describió al señor Álvez, pensé en mi viejo, médico de pueblo, las manos duras del arado que había empuñado antes de estudiar, un poco autoritario sí pero cariñoso, comprensivo, abierto y Raúl me dio un poco de lástima.

El cura también había aparecido antes en las pequeñeces que nos contábamos. No era difícil imaginarlo. Un cura en una capilla olvidada. Yo había vivido en un lugar así. Había mirado el mundo desde el lomo de un caballo o desde la altura de un sulky mientras alrededor pasaban los caminos de tierra y los alambrados y las vacas y llevábamos al rancho la gran barra de hielo envuelta en frazadas para conservar un poco los alimentos. Había curas en mi pueblo. Yo no los conocía pero los había visto pasar. El cura de Raúl era un hombre alto y pelirrojo, un loco. Eso me dijo él. ¿Vos no tomaste la comunión? No. Hablamos de religiones y de no religiones, de su catolicismo y mi firme no creer en nada heredado, de los dueños de los pueblos, de los gauchos judíos. Fue como si nos hubiéramos encontrado en los caminitos de la plaza del pueblo, reseca y un poco abandonada o nos hubiéramos saludado desde dos veredas diferentes, tal vez opuestas, de la misma vida. Como si nos miráramos por encima del abismo entre un recuerdo bello (el mío) y un recuerdo sucio (el suyo).

El cura era un hijo de, me había dicho Raúl. Yo me acordé de eso el último martes en el tren cuando lo nombró. En la iglesita, el cura hablaba de castigos y recompensas, del deber de los hombres en la familia. Raúl me había dicho que a veces lo oía susurrar con el padre en la casa, detrás de la gran puerta de madera de la habitación principal, y que le parecía que el tema de conversación era él. Nunca me atreví a acercarme, dijo el día de la historia. Pero el padre y el cura lo miraban fijo cuando salían y él sabía que el resultado de una de esas charlas había sido el fútbol. Como yo, él odiaba el deporte, cualquier deporte, pero cuando el padre le dijo Vas a jugar en el equipo del colegio, aceptó. Pensó que tal vez si… Pero no sirvió de nada, me dijo en el tren: acepté todo pero igual me separaron de mamá. Y estoy seguro de que el consejo fue del cura.

De la madre, me habló sólo una vez. No desvió la mirada mientras lo decía. Me miró como si nos conociéramos desde siempre (tal vez ése fue el momento en el que se dio cuenta de que podía contarme, el momento en que empezamos a separarnos) y me dijo Era linda mi mamá. Nos dejó cuando papá le dijo que dejara de ablandarme, el día que ella protestó porque me patearon feo en un partido y yo dije No voy más. Por supuesto, él me obligó a seguir. Se fue, me dijo. Se fue. Lo repitió dos veces, me acuerdo. No volvió nunca. Después, hablamos de otra cosa. Así que la madre no estaba en la historia del último martes. Pero, a veces, me parece que sí, que estaba; que ella era el centro de todo.

Por dentro, la casa roja era oscura y brillante al mismo tiempo. Oscura y brillante, repitió Raúl. Las primeras veces le pidieron que se sentara a un costado mientras el padre y el hermano jugaban un rato a las cartas y, en algún momento, desaparecían detrás de puertas quejumbrosas, con mujeres que los llevaban del brazo, y él se quedaba solo con una taza de chocolate caliente, entre las sonrisas de las otras mujeres de labios pintados y cejas finas. Descubrió muy pronto que las risas oblicuas eran cosa de hombres: las de las mujeres tenían un tono distinto, ensayado y cuidadoso, más cristalino y menos alegre. Eso, me dijo, aunque no con esas palabras.

No le había disgustado estar ahí. No al principio. Hasta que las mujeres empezaron a tocarlo de otro modo, a hacerle chistes que él entendía como una vaga amenaza, a preguntarle si tenía dinero mientras miraban al padre y el padre sonreía y decía que Claro que tiene.

Después, cumplió trece.

El tren flotaba sobre el pasto y las vías de Gerli como un fantasma. Yo pensé en mis trece. En mi mundo protegido, mi mundo que para mí era un paraíso a pesar de la angustia del abuelo el día en que lo encontré llorando.

Y sí, yo también había visto la casa (en mi pueblo era azul y estaba en el medio de una cuadra, con un jardincito un poco recargado al frente y un farol que brillaba en las noches sobre un poste de algarrobo). A mí, nadie me la había mostrado. Nadie me la prometió. No supe lo que era hasta que los susurros de las chicas de la escuela, las risitas, me obligaron a prestarle un poco de atención, e incluso entonces -aunque de vez en cuando me daba vuelta a mirar las siluetas recortadas bajo la sombra de la galería, en el verano-, la casa siguió siendo algo ajeno a mí, un lugar que no tenía nada que ver conmigo ni con mi vida.

Cumplí trece, dijo Raúl. En el fragor del cambio de vías antes de Avellaneda, la historia se espesó como el aire antes de una tormenta.

La tarde del cumpleaños escuchó al padre hablando con el cura. Ésta es la noche del chico, decían los dos y se reían. La voz del cura, dijo Raúl -y yo me la imaginé, una voz bella, entonada, cargada de práctica y autoridad- era difícil de entender detrás de la puerta pero me llegó un nombre. La Julita.

Antes de eso, Raúl no había prestado atención a los nombres de las mujeres de la casa roja. En general, eran nombres pomposos, empapados de historia y romance: Salomé, Josefina, Estefanía, Marilín. Por eso se acordaba de la Julita: era la única que usaba el nombre con el que también la llamaba el lechero cuando gritaba desde la vereda Doña Julia, ¿hoy no necesita? Era una mujer grande de enormes ojos oscuros. Tenía una mueca amarga, las manos feas y una voz dura que se convertía en furia cuando gritaba.

A Raúl, no le gustaba. No me dijo nada de las otras.

El tren flotó sobre las aguas sucias del Riachuelo y yo miré las fábricas abandonadas en la orilla de la provincia, las casillas caídas como un castillo de naipes del lado de la Capital, el puente Bosch, entre ambos lados.

Justo después del cruce, me acuerdo, Raúl me habló del dinero.

Me contó cómo, cuando salieron de la fiesta después de soplar las velitas como un chico, el padre le dio los billetes y él se lo metió en el bolsillo como una persona grande. No pensé en nada pero era como si ya supiera lo que iba a pasar, me dijo.

Tal vez sabías, dije yo.

Tal vez sabía, repitió él mientras el tren llegaba a Yrigoyen como un fantasma ruidoso sobre los techos de las casas humildes de Barracas. ¿Por qué te mandaron con ella?, pregunté. Creo que fue la única pregunta que le hice. ¿Por qué no había elegido él?

El cura, dijo Raúl mientras nuestra amistad se terminaba de a poco. La Julita era la mejor para estos casos, le había dicho al padre. Tenía experiencia. Hacía falta experiencia para ese chico raro que no peleaba, extrañaba a la madre, lloraba de noche, no quería jugar al fútbol, dejaba que los ojos se le llenaran de lágrimas cuando se golpeaba, habría dormido con la luz encendida si el padre se lo hubiera permitido. La enumeración fue de Raúl. Amarga, rápida.

Pero yo seguía sin entender del todo. Raúl me habló sin mirarme de la vergüenza de su cuerpo desnudo, de la vergüenza del cuerpo de ella, abierto, curvado y extraño. De la risa de la Julita cuando vio por primera vez lo que había debajo de los calzoncillos.

Traté, me dijo.

Yo no le pregunté. Esperé que siguiera hablando mientras el tren vagaba sobre las vías infinitas de Constitución como un pájaro largo, perdido.

Me dijo que iba a contárselo a papá. Raúl tenía las manos sobre el maletín, el cuerpo casi levantado, como si ya estuviéramos en el andén. Julita hacía ese tipo de servicios. El señor Álvez iba a saber que su hijo no había podido. Así que usé el dinero para eso.

El dinero siempre sirve, me dijo.

Cuando se lo dio, no la miró a los ojos. Tampoco me miró a mí cuando me habló de las manos húmedas de ella. De los callos que tenía en la palma. No te preocupes, pibe, le dijo la Julita. Yo no digo nada. Me guiñó el ojo. Además, agregó, no le convenía que se supiera: tenía una fama que defender. Sos el primero que no puede conmigo. Y eso que vienen todos. A mí me gustan mucho que vengan ustedes, chicos, le dijo. Ustedes todavía son dulces.

***


Cuando nos paramos para bajar, Raúl me habló en voz baja. Lo que más le dolía, dijo, era haberse gastado todo ese dinero en algo que hubiera tenido gratis. Y yo que quería comprarme una bicicleta roja.

Salió del vagón detrás de mí. Siempre caminábamos juntos hasta la bajada del subte pero, cuando me di vuelta para decirle algo, ya no estaba.

No lo busqué.

Abajo, la luz del otro andén me pareció tibia. Un refugio contra el frío del otoño. Apenas me senté en el vagón, me hundí en el libro. No sé cómo me acordé de levantarme para hacer el cambio en Diagonal Norte. El viaje fue infinito. Desembarqué en otro universo. Cuando me senté en el escritorio y miré a los estudiantes, tenía los ojos húmedos y la voz un poco ronca. Disculpen, estoy un poco resfriada, dije.