Pasó a la historia como el mejor boxeador en la categoría peso mediano de la Argentina. Fue campeón mundial y defendió ese título en catorce oportunidades. De origen humilde, tuvo que romperse el lomo para destacar. Fuera del ring, con sus parejas, fue violento y golpeador. El pasaje al acto ocurrió en febrero de 1988, cuando asesinó a su esposa, Alicia Muñiz, madre del menor de sus hijos. A treinta años de su muerte en un accidente en la ruta, Caras y Caretas dedica su número de enero, que estará el domingo 12 en los kioscos opcional con Página/12, a Carlos Monzón, un personaje complejo y contradictorio que sigue cautivando.

En su editorial, Felipe Pigna cuenta que desde muy chico, Monzón “se ‘buscó la vida’ en lo que se podía: fue lustrabotas, albañil, canillita, sodero y lechero. Empezó a apasionarse por el boxeo y comenzó a practicarlo a fines de los años '50, bajo la atenta mirada de su eterno entrenador, Amílcar Brusa, hasta que pudo debutar profesionalmente en febrero de 1963. Ya en 1966 era campeón de peso mediano de Santa Fe y ese mismo año, mientras Juan Carlos Onganía se acomodaba a la fuerza en la Casa Rosada, debutaba en el Luna Park, donde se coronó campeón argentino en su categoría. El 7 de noviembre de 1970, ya con el general Levingston usurpando el poder, el país se paralizó para verlo ‘vía satélite’ ganar el campeonato mundial al derrotar al italiano Nino Benvenuti en Roma por nocaut en el round número 12”. Y también habla de las sombras que opacaron su existencia: “Todos sus romances fueron turbulentos y recibió denuncias de violencia de todas sus parejas, que fueron ignoradas por la Justicia de entonces y los medios hegemónicos, que incluían su carácter violento entre las ‘virtudes’ del ‘gran macho argentino’”.

Víctor Santa María, en su columna editorial, lo enuncia con claridad: “El femicidio –hoy lo nombramos así– de Alicia Muñiz fue transmitido cruelmente, sin respeto por la víctima y su hijo menor, casi en su minuto a minuto. Los argentinos pudimos verbalizar un tema casi prohibido para las mayorías: la violencia de género. El caso de Carlos Monzón visibilizó la necesidad de buscar el punto justo que limite la idolatría. El final de Monzón estaba cantado”.

Desde la nota de tapa, Pablo Llonto aporta otro aspecto de la vida del campeón: “La época de oro de Monzón transcurrió más en dictaduras que en democracia. No hubo presidente de facto o civil que entre 1970 y 1977 se privase del coqueteo con el campeón. Las famosas conexiones entre el deportista vencedor y el ocupante de la Casa Rosada eran habituales en el periodismo argentino. Aún se recuerda el diálogo aquel 25 de septiembre de 1971 entre Monzón (en el estadio) y el dictador Lanusse en la quinta de Olivos. Esa noche Monzón ganó por nocaut técnico en el 14° round a Emile Griffith y cobró 120 mil dólares. No solo crecía su fortuna, también se daba cuenta de todo el jugo que podía sacarle al poder y por eso le dedicó el triunfo al general más antiperonista de todos”.

Llonto también escribe sobre la extraordinaria carrera boxística de Monzón. Juan Carrá da cuenta de su relación con Tito Lectoure, que lo llevó a ganar el título mundial y defenderlo en catorce oportunidades a lo largo de siete años. Y Yésica Palmetta hace un panorama de los boxeadores de la época de Monzón.

Guillermo Courau retrata la faceta de actor del campeón argentino peso mediano, que tuvo su debut y pico con La Mary, de Daniel Tinayre, y participó de varias otras producciones locales e internacionales. Oscar Muñoz escribe sobre su vínculo con la farándula. Y Marina Amabile aborda la vida familiar y amorosa de Monzón, allí donde todo fue violencia.

En su habitual crónica negra, Ricardo Ragendorfer da cuenta del femicidio de Alicia Muñiz y del proceso judicial por el que Carlos Monzón fue condenado a once años de prisión. Oscar Muñoz reconstruye la cobertura mediática del crimen cometido en febrero de 1988. Y Daniel Flores cuenta en primera persona cómo fue participar de esa cobertura.

El número se completa con entrevistas con Sergio “Maravilla” Martínez (por Walter Vargas), Ernesto Cherquis Bialo (por Adrián Melo), Francisco Varone (por Luciana Rosende) y Camilo Sánchez (por Demián Verduga).

Un número imprescindible, con las ilustraciones y los diseños artesanales que caracterizan a Caras y Caretas desde su fundación a fines del siglo XIX hasta la modernidad del siglo XXI.