Ejemplares. Como adjetivo y "que sirve de ejemplo para ser imitado", eso han sido los procesos sufridos por la literatura, desde el emperador Augusto, quien desterró a Ovidio en la actual Constance, en la costa rumana del Mar Negro, por un oscuro asunto vinculado a un poema en el que se mezclaba lo erótico con lo político, hasta esta última caricatura de la vicepresidenta Villarruel, que castigó por pornográficos los textos de ficción de cuatro destacadas escritoras argentinas.
Entre los más célebres de todos, están los sufridos por Gustave Flaubert, autor de Madame Bovary, que después de un gran escándalo, formidable publicidad, mucha venta y lectura, terminó en una “blame” (reprobación) y la supresión de algunos pasajes, y de inmediato el de Charles Baudelaire, quien las pasó peor por Las flores del mal, libro al que tuvo que extirpar seis poemas (“Las alhajas”, “El Leteo”, “A la que es demasiado alegre”, “Mujeres condenadas”, “Lesbos” y “Las metamorfosis del vampiro”) y padecer condenas varias por “ultrajes a la moral pública y a las buenas costumbres”, todo bajo gobierno del emperador Napoleón III, y aún eso gracias a la gracia de la no menos célebre Eugènie (Eugenia de Montijo). Sólo recuperado y “reparado” por una Corte de Casación de los tribunales criminales ¡en 1949! Es que el Poder, los custodios de normas y reglas, los guardianes del orden, temen a un arte libre. Y la obra de arte se mueve dentro de un espacio inmune a toda complicidad, conducción, manejo. No solamente por los asuntos que invoca, los que pueden herir directamente la sensibilidad de los dignatarios, sino, parece ser, por elementos específicos que intervendrían en la propia constitución de la obra imaginativa.
Pocas democracias soportan hoy el ejercicio ilimitado de la libertad de escribir y de publicar. Pero, hasta allí, sectores importantes del poder social u oficial inhiben, perturban, atacan o impiden el conocimiento y la difusión de determinadas obras o textos. Y hay también una censura en distintos canales de exposición o de comunicación, que evita o demora el conocimiento de ciertas creaciones literarias, paraliza o coarta la libre expresión artística.
Pese a todo, en estos regímenes nos encontramos, evidentemente, lejos de fenómenos del tipo de la censura nazi o franquista, o de “casos” como los de un Boris Pasternak, un Breyten Breytenbach, un Salman Rushdie, o un Boualem Sansal, último perseguido en Argelia por su anti islamismo y sus posiciones políticas. (Sería motivo de conjeturas el hecho, históricamente probado, de que el carácter bárbaro de ciertos regímenes haya comenzado a mostrarse, casi constantemente, por su velocidad y dureza en la represión de manifestaciones estéticas, ratificando de tal modo interesantes hipótesis sobre los componentes tan peculiares de esta actividad humana.)
No hay probablemente nada que atente más contra un orden establecido, y bien o mal defendido, que la utopía: su empecinado horizonte es el de fundar nuevos mundos, nuevas reglas (o la falta de ellas), nuevos órdenes (o la falta de ellos) que hagan más feliz la vida del hombre sobre la tierra. Pero, de todas las utopías conocidas, la de fundar un nuevo lenguaje es la mayor y la más radical porque, siendo la que da origen a las otras, está también en su fin: sólo hablándose de otro modo, escuchándose y entendiéndose de otros modos, se realizará la fraternidad. Y puesto que no otra cosa es la literatura, un lenguaje nuevo, una permanente creación de lenguaje, una invención que cada escritor recrea personalmente ¿cómo no habría de ser transgresora?
Desde ópticas a menudo distintas se ha tratado siempre de establecer una suerte de acuerdo entre literatura y moral. Y la primera, se ha resistido a lo largo de los siglos. Simplemente, porque las leyes que gobiernan la actividad estética y literaria no son las mismas que rigen el comportamiento social. O, en todo caso, determinados comportamientos del presente.
En muchísimas ocasiones se ha hablado sobre el tema, pero en pocas se han explorado las razones que llevan al artista y su obra, poco menos que necesariamente, a tal encrucijada. ¿Por qué el arte y la literatura tienen que terminar revistiendo, en casos de grandes creadores, ese carácter transgresor, impío? Por el momento, parece que la única respuesta interna que puede ensayarse surge de su ejercicio mismo. Y en el núcleo más concreto: la lengua. Es como si el propio lenguaje, el trabajo con él, su exploración hasta el límite y más allá de los límites condujeran inevitablemente a la subversión, al enfrentamiento. Como si la invención de realidades verbales supusiera el obligatorio ataque a la realidad vigente, la violación de ciertos principios, la destrucción de dogmas.
Toda persona que escribe, siente, en algún momento de su vida, que las palabras conocidas no le alcanzan, que debe buscar, descubrir o inventar otras nuevas. Lo que exige la desmesura y la trascendencia no es solo “la búsqueda sollozante” de un Baudelaire o “el desorden de los sentidos” de un Rimbaud; también el racionalismo de un Rousseau, cuando emprende sus Confesiones, lo conduce a la desesperación en la empresa: "Para lo que yo tengo que decir -asienta- se necesitaría inventar un lenguaje nuevo, tan nuevo como mi proyecto".
La legalidad, los sistemas, las religiones, los y las órdenes, el pensamiento totalitario, han creído encontrar remedio para tales violaciones: éste sería el del fuego purificador. Desde que ha habido libros, vienen incendiándose las bibliotecas y quemándose textos, real o metafóricamente, hasta hacerse carne en la historia de la cultura la idea de que la amenaza específica contra la transgresión literaria es ígnea. Consciente, como no podía dejar de serlo, del carácter radicalmente transgresor de toda su obra, Franz Kafka decide, para después de su muerte, que se la destine al fuego. Sintiéndose seguramente culpable y, en todo caso, tan inmensamente irreverente como fue, pero también tan íntimamente religioso ¿qué otras sanciones, qué otros castigos a la altura de una textualidad de tan abrasadoras desproporciones, podía lucubrar? Así como Max Brod, al desobedecer el mandato de su amigo, eligió un fuego por otro (optó por salvar la obra: escritura ardiente), la propia literatura se ha hecho cargo, alegóricamente, de ese combate que debe librar para mantenerse en pie. No es casual que sea en Viena, y en pleno desarrollo del nazismo, que Elías Canetti concibe su primera novela, Auto de fe, o que, en Fahrenheit 451, Ray Bradbury ilustre el avance totalitario con su empecinamiento por quemar lo escrito. Y su fracaso. Porque no basta con borrarlo, ya que lo entrado, por la letra, en la memoria de los hombres, no sale jamás.
Herbert Read, el gran esteta del siglo XX, anarquista verdadero, advirtió hace casi cien años: “La concepción del Estado totalitario implica la subordinación de todos sus elementos a un control central y entre esos elementos, los valores estéticos de la poesía y de las artes en general no son los menos importantes”.