Dos jóvenes hombres y una mujer hablan promediando la película Rock hasta que se ponga el sol. El primer registro cinematográfico oficial del naciente rock argentino fue dirigido por Aníbal Uset durante la tercera edición del festival B.A.Rock, en noviembre 1972. El Festival de la Música Progresiva de Buenos Aires era organizado por el impulso de Daniel Ripoll, entonces director de la Revista Pelo, y allí confluían las bandas más representativas de un movimiento que apenas si acababa de nacer y convocaba a sus primeras multitudes.

Parecía una buena idea, entonces, hacer un repaso del corto camino histórico cuyos comienzos siempre fueron situados por el relato oficial promediando la década del sesenta. La polémica entorno a las fechas exactas quedará para otra ocasión. Esa memoria viva quedó a cargo de esos testimonios que en el film que también ideó Jorge Álvarez y se estrenó en 1973 se conjugan con sonidos e imágenes de bandas y artistas que en ese momento están ausentes de la convocatoria. Esas voces también sirven como una particular foto de época respecto a una juventud que se abría camino en medio de la opresión, refugiándose en colectivos alternativos que encontraban en la música un factor común.

Los Gatos, Manal, Almendra, Vox Dei, Moris y hasta Sandro aparecen en esa conversación que se presenta a partir un formato de mini-entrevista. Sobre el final de la escena, el periodista pregunta por Ramses VII, Tanguito. “Creo que él y Miguel Abuelo son los dos solistas más hermosos que hubo acá y creo que los dos pagaron por eso. Uno se fue y el otro también, se murió”, es una de las respuestas que emergen ante la consulta.

Tanguito había muerto en las vías Ferrocarril General San Martín y Abuelo, que había nacido en Munro, se había convertido en un ciudadano del mundo y andaba girando por Europa. A ambos los unía una particular sensibilidad para observar el mundo y decir las cosas.

Cuando se filmó la película, todavía no se conocían las canciones que Jorge Álvarez y Javier Martínez habían registrado en una sesión en la que Tanguito había aprovechado algunas horas en los estudios TNT en 1970. Nadie tenía idea tampoco que Miguel iba a parir en el viejo mundo un puñado de canciones que se convertirían en éxitos arrolladores una década más tarde e iba a grabar un disco francés que durante años fue considerado una de las joyas perdidas más buscadas del rock argentino. Ya no.

Las canciones de ese primer disco póstumo de Tanguito, que se llamó Tango, reaparecen como una presencia casi ineludible a partir del reciente lanzamiento de un álbum que recoge grabaciones que el líder de Los Abuelos de la Nada registró en 1982, casi en paralelo a la explosión de su banda, en los estudios de la RCA. Solo.

Canciones para cantar en el cordón de la vereda se llama ese disco que acaba de rescatar y lanzar, 42 dos años después, Ediciones Insolubles.

Entre melómanos y coleccionistas, esas gemas habían circulado en cassettes piratas que se intercambiaban en parques y plazas. Y después se desparramaron por todo el mundo a partir de la irrupción de internet y el auge de las plataformas.

Hiperexpresivo, en estado de gracia creativa y recién llegado a una Argentina famélica de libertad, Miguel Abuelo descubre en esa grabación todo lo que traía de su travesía alrededor del mundo. Pero parte de ese repertorio también es fruto de la necesidad: se trata de un puñado de canciones pensadas para actuaciones callejeras o en pequeños locales que iban a ir quedando atrás con el éxito de su banda que en ese momento todavía parecía muy lejano.

En el mundo de la piratería se pueden encontrar también algunas de aquellas actuaciones donde aquel repertorio, que en su gran mayoría se aggiornó para el disco Buen día, día de 1984, da cuenta de la propuesta solista del artista que se había abierto camino en el mundo de la música nacional a partir de ese histrionismo que le permitía no necesitar nada más para brillar sobre el escenario. En los conciertos de Los Abuelos de la nada, algunas de esas canciones también se abrían camino en medio de la parafernalia pop de los ochenta. 

Interpelado como siempre por la música popular del continente, en el disco hay versiones gloriosas de Frutas de Caney, escrita por el poeta Félix B. Caignet e imortalizada por Compay Segundo; Canción para Vagabundos, de Raúl González Tuñón; o Se me olvidó que te olvidé, la canción que cierra el primer disco de la superbanda que completaban Cachorro López, Andrés Calamaro, Gustavo Bazterrica, Daniel Melingo y Polo Corbella

También hay versiones de los por entonces piezas de culto del primer rock argentino, como Oye niño y Mariposas de madera. Esas que compartieron tiempo, espacio y hasta sello (todas salieron editadas como simples de Mandioca) con Amor de Primavera o Natural, clásicos de Tanguito. También aparece la voz desnuda de Miguel recitando algunos de sus poemas, entonces inéditos. 

En lo concreto, se trata de canciones primigenias, desconocidas entonces casi todas, que se mezclaban con creaciones que habían quedado a medio camino y primeras maquetas de futuros hits. Hay una primera versión de Buen día, día realmente memorable. 

Como Tanguito doce años antes, Miguel habla, se confunde, pide volver a grabar, se corrige, se arrepiente y empieza otra vez. No hay un “no me hagas cantar eso”, como el de Tanguito en la previa a su versión de La Balsa, pero hay un decreto que entra en vigencia cuatro décadas más tarde. “Este poemita está propuesta para el final de un LP, cualquiera este sea. Se llama Chau”. Es precisamente, el último tema del disco.

En el texto que acompaña la edición de Insolubles, Alfredo Rosso escribe “Esa picardía revestida de sabiduría callejera, las historias de romances sin falsas filigranas, la precisión de sus versos que a menudo se me antojaban proverbios, el éxtasis poético con el que Miguel engarzaba cada estrofa, en suma: todo ese universo que Abuelo construía sin esfuerzo aparente en cada uno de los recitales, está presente en la intimidad de estas grabaciones de un soleado día de otoño de 1982”.

La historia dice que Fernando Basabru fue el encargado de llevar adelante una idea de Marcelo Morano, el director artístico de la FM de Radio Rivadavia que se había lanzado a la organización de recitales y había creado su propio sello discográfico: Kryptonita.

Se usaron espacios libres que un ciclo de música clásica que se emitía por esa radio desde los estudios RCA para grabar a potenciales artistas del sello. Miguel Abuelo era uno de ellos. De ahí la grabación.

“Poca gente en el estudio: el técnico de la compañía absorto en los controles; la leve, sabia sonrisa de aprobación en la cara de Fernando Basabru, disfrutando del devenir de la sesión; y allí adentro: Miguel Abuelo, su vos, su guitarra, un silbato, violín, palmas, percusiones improvisadas y nada más… ¿Para qué más?”, se pregunta Rosso cuando presenta el disco.

¿Para qué más?