“¿La política altera el lenguaje? ¿O es el lenguaje el que cambia a la política? Uno de los documentos más extraordinarios y profundos sobre los cambios en la forma de expresarse durante ese periodo es LTI: la lengua del Tercer Reich, de Victor Klemperer, una reflexión basada en el diario que llevó minuciosamente a partir de 1933. El filólogo comparte una cosa con el Gramsci de los Cuadernos: ambos se esfuerzan por desentrañar las razones últimas de lo sucedido. Gramsci indaga en el porqué del fascismo y de la derrota del movimiento que él lideraba, y Klemperer en por qué su Alemania se había entregado en cuerpo, alma y palabra a Hitler. Personalidades, épocas y circunstancias diferentes. Es curioso, ambos eran lingüistas”. Esta caracterización a la que señala como “La filología del odio” y que cuadra perfectamente con la ambición de “desentrañar las razones últimas de lo sucedido”, es quizás el núcleo -o su corazón obsesionado no tanto por las repeticiones sino por las analogías de la historia- de Síndrome 1933, un ensayo/ crónica del periodista y escritor Siegmund Ginzberg.
Su historia familiar y personal, no es ajena a la materia del libro y a los terremotos geopolíticos: explicar cómo fue que Hitler llegó al poder cuando todos los políticos y parte del empresariado, profesionales e intelectuales de su época, se le reían en la cara y lo consideraban un muñeco manipulado por otros sectores de la coalición que finalmente terminó liderando, cuando opinaban que no le daba el cuero ni el cerebro y que, en todo caso, no iba a durar mucho. Ginzberg nació en Estambul en 1948 en una familia judía que se trasladó a Milán en los años 50. Como periodista llegó a ser uno de los corresponsales más destacados de L’Unitá. Viajó y dio testimonio desde los más diversos lugares y conflictos internacionales. Nada le es ajeno y ya nada debe sorprenderlo a esta altura, ni del presente ni el pasado. Y, sin embargo, anclado en el corazón reaccionario y conservador de la Italia de estos días, vuelve el rostro hacia el año de la desgracia: 1933. El 33 del síndrome “no va a pasar”. Hasta se permite ironizar: “Diga 33”, se titula uno de los capítulos.
Estamos en terreno conocido: las fake, las pasiones desatadas, la irracionalidad, el odio y el insulto como políticas comunicacionales deliberadas. “Desde el principio los nazis demostraron ser unos campeones del insulto, de la hipérbole polémica, de las groserías lanzadas contra los opositores, los judíos y cualquiera ajeno al ‘pueblo’ con el que se identificaban”, describe Ginzberg. “Acompañó su ascenso un a la mierda incesante, reiterado, silabeado, infinito. No se trataba de un mero desahogo plebeyo: era una representación estudiada, deliberada. Ya había mucha violencia, también verbal, en las continuas campañas electorales, los comicios y los debates políticos de los tiempos de Weimar. Una violencia teatral”.
Y pone el acento en el hilo conductor del nazismo para moverse en el laberinto de la sociedad “excedida” de modales democráticos de la República de Weimar: el arte, la literatura, lo intelectual liberal y refinado, el psicoanálisis, todo asociado, desde luego, con los judíos. “El insulto fue también el hilo conductor de la exposición artística más rica e importante organizada durante el Tercer Reich. La muestra Entartete Kunst, ‘Arte degenerado’, inaugurada en Múnich en julio de 1937, reunía 650 obras, prohibidas ya desde 1933, de Van Gogh, Cézanne, Chagall, Mondrian, Klee y Kandisnki, entre otros muchos. Estaba dividida en nueve secciones con títulos como Idiotas, cretinos y deformes, Burdeles, prostitutas y proxenetas, etcétera. Una se llamaba simplemente Judíos”.
Pero además de recorrer este andarivel es más que interesante la atención que pone Ginzberg en dos aspectos que indudablemente deberían hacer sonar campanitas de alarma cada vez que convoquemos a la palabra “analogía”. Una es el sesgo y la cantidad de campañas electorales que precedieron al ascenso del nazismo y por un lado le dieron un enorme auditorio, pero también alimentaron el agotamiento y el hartazgo del pueblo común con la democracia formal, los políticos tradicionales de izquierda, de centro y de derecha, y alimentaron el monstruo del outsider. El otro aspecto es el comunicacional, empezando por los periódicos cuando al principio los nazis no tenían mucha plata, y ya en pleno ascenso, la radio, el cine, todo lo audiovisual.
Es particularmente interesante y aleccionadora la historia de un ignoto semanario y de su director, un hombre gris, un homo Hitler hasta en el aspecto físico: la historia del Stürmer, periódico del sur que fundó en los años 20 el jefe del Partido nazi en Franconia, Julius Streicher.
“Al principio constaba de cuatro hojas sueltas, sin ilustraciones y apenas publicidad. Circulaban unos pocos miles de ejemplares por Núremberg y alrededores. Semanario de la lucha por la verdad, rezaba su lema”, según refiere Ginzberg. Y, también, que el Stürmer fue claro y contundente respecto a su objeto social desde el primer número. “’Mientras el judío ocupe nuestra casa, seremos esclavos del judío. Así que el judío tiene que irse. ¿Quién tiene que irse? ¡El judío!’. Era una fábrica de odio magistralmente gestionada. No había número que no denunciara escándalo, malversaciones, delitos, perversiones o violaciones sexuales, siempre atribuibles a los judíos o a la izquierda, que para los nazis venían a ser lo mismo. Inicialmente se centraba en objetivos políticos. Luego se añadieron ilustraciones, dibujos y fotos picantes de mujeres con poca ropa o desnudas, así como una agresividad más extrema, obscena y vulgar que la de cualquier otra publicación nacionalsocialista. A muchos nazis aquello les parecía excesivo y contraproducente para la imagen del partido. Pero Hitler intuyó que le prestaba un servicio impagable, de mayor eficacia incluso que la máscara de respetabilidad. Streicher se volvió intocable”.
Mosaico de situaciones grotescas, dramáticas, farsescas y en fin, trágicamente sangrientas, Síndrome 33 a veces se tienta con amalgamar astutamente situaciones históricas aunque nos convence de que no va más allá de las comparaciones, las analogías o los detalles repetidos en tiempos diferentes, pero es un trabajo de un valor notable cuando señala las falencias de las democracias excesivamente asentadas en la tecnocracia y la eficiencia, en las administraciones nada austeras que son una invitación a las corruptelas y los abruptos enriquecimientos, en los internismos políticos de burbuja. Y también analiza con objetividad -no es fácil meterse en este terreno- los “bajos instintos” de la sociedad que laten por debajo del odio inoculado por las fake.
Nadie es totalmente inocente ni totalmente culpable, podría ser la cautelosa, primera moraleja. Y que si bien la historia no tiende a repetirse, se va acercando a la forma perfecta de la pesadilla donde no hay memoria ni pasado. Solo un tiempo presente sin nada para mirar hacia atrás y sin ningún brillo utópico más allá del horizonte.