El cuento por su autor
Antes de inscribirme en Letras, imaginé que la biología era una ciencia ideal para estudiar. En esa época, me fascinaba una enciclopedia que se vendía en forma de revista. Se llamaba Alfatematica. El sumario era extravagante y hermoso. Anoto el de un número cualquiera: Los antropoides, la materia, la navegación espacial, la salud mental, el bismuto, protección contra incendios, bases militares y científicas, Marte, el avión, el calendario, el basalto, clasificación de los vegetales, hágalo usted mismo (acuario).
De alguna manera, esta publicación, igual a un prosaico aleph, actuó como portal para divisar el universo. La idea que me hice de él, obviamente, combinaba variedad, misterio y amplitud. Quedé deslumbrado frente a semejante caos. Sospecho, que ese estupor -ese asombro- me orientó hacia la biología. Tengo que seguir esa carrera, pensé. Como no tenía mucha idea acerca del contenido, me reuní con un profesor en la materia. Para ganarse la vida, el tipo trabajaba de lunes a sábado. Daba una clase tras otra. Me dijo que ahora, para él, la ciencia era un vaso vacío: estaba demasiado ocupado para preservar la curiosidad. Me pareció atroz ver a alguien que había hallado un justificativo vital y después, exigido por la coyuntura, lo había perdido. Era peor que no haberlo tenido nunca. Aquel hombre estaba muerto en vida.
Me quedé con esa escena. No la olvidé jamás. “Cuerpo en suspenso” tiene que ver con algo de eso: con las cosas por las que vivimos, con su espesor y con el efecto del tiempo sobre ellas.
Además, enhebré otro tema: las obsesiones. El protagonista de este relato es un biólogo que se empecina con la inmovilidad. La fijeza, considera, manifiesta mejor la vida que el movimiento. Esta opinión le abre el horizonte de la taxidermia. Y en esta posición, como es de esperar, la trama se enreda.
Algunos de los personajes de “Cuerpo en suspenso” tienen relación con los de Tres monedas, una nouvelle que escribí en 2017. Tomé nombres y profesiones, pero varié personalidades y destinos. Es un hecho: los relatos nuevos siempre, de una manera u otra, son deudores de los pasados.
Cuerpo en suspenso
Las cosas por las que vivimos son como el brillo
lejano de las alas de un insecto, a la luz de un sol
mortecino.
Raymond Chandler
Esta es la historia de Templeton. El efecto que ese apellido provocaba en la gente lo favoreció desde la niñez. Adolfo, así era su nombre, no tuvo que hacer esfuerzos para notarlo. Templeton, ascendencia inglesa, decía. El término funcionaba como blasón. Cuando alguien lo pronunciaba, el aire temblaba, se producía un liviano sobresalto. Era el efecto del encanto en el canal comunicativo: una distorsión amable, la evidencia de un respeto. Esa palabra, Templeton, tan simple y compleja al mismo tiempo, condensaba un pasado de batallas, heroísmos, migraciones y sangre; en suma, resumía una tradición, que, como no podía ser de otra manera, investía de prestigio a quien designaba. Ese, quizás, fue su mayor capital.
En la escuela, por ejemplo, en cuanto las maestras se enteraban de que él, ese chico esmirriado de pelo lacio, era Templeton, lo miraban distinto. Distinguían un refinamiento en su silencio que había pasado desapercibido hasta entonces y que, en la mayoría de los casos, terminaba por deslumbrarlas. Dicho de otro modo, en lugar de atribuir su reserva a la ignorancia o, más precisamente, al pudor que provoca la ignorancia, como era el caso, la conferían a una inteligencia superior. Esta percepción fue tan generalizada que, en poco tiempo, alteró la idea que el propio Templeton tenía de sí mismo. Idea que, sin duda, se originaba en juicios más genuinos que las impresiones de la gente. Al comienzo, semejante disparidad lo desorientó, pero en un breve lapso, un ingrediente central de su intelecto verosimilizó el malentendido. Como el resto del mundo, confundió escasez con inteligencia. Por qué desafiar la mirada de los otros, habrá pensado Adolfo, y empezó a creer en su agudeza mental. Tal actitud marcó su relación con el mundo desde la más tierna infancia.
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Sin hacer mayores esfuerzos, pasó la secundaria. Se destacó en los deportes, que le sirvieron, sobre todo, para optimizar la destreza física y consolidar su popularidad. Cumplió 18 años y la confianza en sí mismo parecía blindada. Lo notable, lo realmente notable, fue que ese equívoco que desencadenaba su apellido alteró también su cuerpo: lo condujo hacia la simetría y al vigor muscular.
Sin embargo, más allá del incentivo que supone la aceptación social, Adolfo no era expansivo en sus formas. Al contrario, disfrutaba de la soledad y, en ciertos momentos, hasta llegaba a ser huraño. Ni distante ni insociable, huraño. Escuchaba las charlas, evaluaba las opiniones y asentía con distancia. En rigor, hablaba cuando tenía algo que decir. Esta condición, en algún punto, guardaba relación con su crianza: hijo único de un matrimonio grande.
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De joven, Adolfo se entretenía con publicaciones de divulgación científica. Cada mes, puntualmente, compraba la revista Muy interesante. Al comienzo, se deslumbró con la astronomía. Leía sobre cuerpos celestes, materia oscura, formación de galaxias y universos alternativos, pero estas cuestiones terminaron por desencantarlo y, sin ser del todo consciente, desplazó su interés a los misterios de la Tierra. Fiel a esta disposición, cuando llegó el momento, se anotó en la carrera de Biología.
Tenía una idea romántica de la profesión. Hizo todo lo posible por cumplir su fantasía. Una vez graduado, ingresó al Instituto de Entomología. Se pasó un semestre en Tucumán estudiando el abejorro huanquero. Valoró el trabajo, que fue minucioso e intrincado, pero enseguida notó que su objeto de análisis no ofrecía enigmas.
Aunque resulte absurdo, la clave de aquella etapa -la mente tiene esas vueltas- fue una colección de coleópteros expuesta en una vitrina. Cada vez que la veía, pensaba lo mismo: la vida es fijeza, no movimiento. Esos escarabajos condensaban su esencia -hábitat, comportamiento, lugar en el ecosistema- debido, justamente, a su perfecto reposo. Después de largas especulaciones, Adolfo asoció movimiento con distracción. Era obvio: el dinamismo se cifraba en el cambio, y esa cuestión, en definitiva, resultaba inconveniente para captar totalidades.
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Volvió de la provincia para convertirse en investigador. Tenía un proyecto en el CONICET. Pero la vida, insólitamente, le ofreció una alternativa más rentable y Adolfo decidió tomarla. Un conocido le concertó una entrevista en un laboratorio oftalmológico. El perfil de Templeton cautivó a tres gerentes. Un día helado de agosto, ingresó al departamento de desarrollo de producto de la empresa. Sus padres sintieron un inmenso alivio y lo hicieron evidente. El destino de un investigador en Argentina, suponían, era migrar o vivir en la miseria; preferían que su hijo no tuviera que elegir entre esas opciones.
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Debido a una combinación entre aspecto físico y personalidad, Templeton encantó a varones y a mujeres, y se relacionó con varias personas de ambos géneros. Sin embargo, se enamoró solo de tres. Con las dos primeras, tuvo relaciones breves, apenas algunos meses. A causa de esta experiencia, consideró que la comunicación, en términos generales, resultaba imposible. Este juicio, opuesto a la inclinación de su ánimo, hizo que naciera en él un profundo descreimiento. Su realidad, entonces, se redujo. Creyó que tendría que soportar esa situación -el recelo es carencia y, por lo tanto, amargura- hasta la muerte. Se equivocaba: estaba por llegar la tercera relación.
Un mediodía, almorzó con una compañera de trabajo, Marina Kezelman. Era esbelta. Tenía la cara chica, perfectamente ovalada por la disposición de su cabello peinado hacia atrás. Sus facciones eran de expresión corriente, regulares y monótonas. Se conocían desde hacía tiempo, pero vivieron el encuentro como un hallazgo. El vínculo prosperó en secreto -los dos respetaban las normas corporativas-, pero de a poco, y con toda naturalidad, lo fueron blanqueando.
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Compraron un departamento frente a parque Las Heras. Miraban el atardecer sobre los árboles. También se divertían con las arias de ópera que cantaba un vecino en la ducha. El bienestar de la pareja fue inmediato. Tuvo que ver, sobre todo, con el interés con que cada uno escuchaba al otro, hablaran de lo que hablaran, pero sobre todo de dos temas: la infancia y las aficiones que tenían. Adolfo amaba la geociencia; Marina Kezelman, la pintura.
Para celebrar el año de convivencia, Templeton organizó un viaje a Europa. La idea era recorrer los museos de Italia, España y Francia. Marina Kezelman tendría contacto directo con el canon del arte universal. Ella acogió el proyecto con alegría. Pero jamás, ninguno de los dos tuvo en consideración -imposible haberlo previsto- que ciertos acontecimientos que vivirían en la travesía alterarían para siempre el curso de sus vidas.
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Debieron ir en enero, mes frío en el hemisferio norte. Compraron abrigos de duvet, bufandas y mitones. Europa les abrió las puertas. Los sitios emblemáticos les causaron una impresión enorme; sin embargo, las cosas más conmovedoras fueron los pequeños descubrimientos. En París, un patio entre edificios históricos. La tranquilidad que se respiraba en ese lugar era inigualable. En Barcelona, un mercado de frutos en la zona de Sant Pere.
Estas vivencias, más el vértigo del periplo, los afectaron de diferente manera. A Marina Kezelman la sumieron en un estado de felicidad permanente; a Templeton -acaso como el siguiente eslabón de la idea que se le ocurrió frente a los coleópteros- lo prepararon para lo que él mismo calificaría como una revelación. El hecho ocurrió un martes. El lugar fue la sala 207 del museo Reina Sofía, en Madrid. La temperatura, ese día, rompió el récord, fue una de las más bajas de aquella temporada.
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La obra fue La casa de la palmera, de Joan Miró, pero pudo haber sido cualquier otra. Es probable que la epifanía -por llamar de alguna forma a la iluminación que ensayó Templeton- haya sido fruto de la incesante exposición al arte a que la pareja se aventuró por aquello días.
Se pararon frente al óleo, uno junto al otro, rozándose los hombros. Él lo observó con particular detenimiento. Se abstrajo al punto de la ausencia, y cuando giró la cabeza para mirar a Marina Kezelman, ya estaba persuadido de que la quietud reflejaba mejor la vida que el movimiento. No necesitaba razones para sostener esta convicción -simplemente sabía que era así-, pero igual se dijo que, en la naturaleza, la mayoría de los procesos ocurrían en estado de reposo: la fotosíntesis era una muestra. Comentó el asunto con Marina Kezelman. A la noche, mientras comían. Ella dijo que sí sin darle mayor importancia.
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En Buenos Aires, el viaje se abrevió en seis anécdotas. Como eran prudentes para relacionarse, el vínculo se fue afianzando día a día. En otro orden, para esa época, refaccionaron la casa: ganaron luz y valorizaron la propiedad. Todo estaba encaminado. De hecho, el laboratorio designó a Adolfo como gerente de área. Este hecho, además de crecimiento profesional, suponía viajes constantes, actividad que él asociaba con la pérdida de tiempo. Justamente, en esas horas muertas, cayó en la cuenta de que su empleo atentaba contra su pasión, la investigación científica. Enseguida, se ocupó de alterar esa variable: debía hacer un posgrado. Lo sedujo una maestría en citogenética. Antes de anotarse, un encuentro casual con otro biólogo, un tal Otaegui, lo persuadió de que su rumbo no era el correcto. Otaegui restauraba piezas arqueológicas en un complejo museográfico de Luján. Era vanidoso y amaba las definiciones. La taxidermia, afirmó, combinaba arte y ciencia. En su taller, dijo, había aprendido que las poses inmóviles radiaban emociones más sustanciales que su contexto efímero. A Templeton se le cortó la respiración: en esas palabras reconoció su credo.
Al día siguiente, averiguó que el Instituto de Taxidermia y Conservación era adecuado a sus intereses. La formación académica previa y su predisposición para lo artístico hicieron el resto. En dos años se convirtió en un reputado embalsamador.
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En este punto, la historia se acelera. Se ordenan las prioridades y los destinos concluyen. Templeton embalsamó aves, mamíferos y reptiles. A seis meses de iniciar su formación superó a los docentes. Aplicó técnicas -la tanactopraxia y la diafanización- con magistral destreza. Recibió premios nacionales y menciones honoríficas. Al cabo, entendió que la taxidermia lo justificaba y esta certeza alteró sus prioridades. Estaba absorbido completamente por su nueva pasión. En este sentido, Marina Kezelman se transformó en una demanda; el trabajo, en un obstáculo. Templeton no dudó: pidió licencia en el laboratorio oftalmológico. Se la negaron. Arregló una suma de dinero y firmó la desvinculación.
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Estaba firmemente convencido. Sus piezas eran más auténticas que la realidad. Este juicio se asentaba en dos pilares. El primero tenía que ver con la percepción: conservar una criatura en una pose, permitía controlar la aprehensión del quid de ese organismo. En la naturaleza, los animales se movían, pero en su obra, Templeton capturaba momentos exactos. El espectador, en consecuencia, percibiría detalles inaprensibles durante la vida. El segundo pilar consistía en idealizar la forma: la conservación sublimaba las apariencias. Resaltaba lo significativo, lo inherente. De este modo, la representación, aunque no fuera completamente fiel al modelo, resonaría mejor con la estética del observador.
Templeton conocía el valor de su trabajo o, para ser más claro, entendía que su tarea encerraba una verdad borrosa hasta para él mismo. Había ganado prestigio, pero sentía que en su arte, la relevancia era menor que la irradiación. Había embalsamado nutrias, ciervos, águilas y bisontes, pero, a pesar de que cada pieza demostraba su teoría, ninguna de ellas portaba el peso simbólico para consagrarlo. Templeton estaba a la espera. Aguardaba el ejemplar que lo ubicara en el pedestal. Su fantasía, como la de la mayoría, se relacionaba con la desmesura: aquello que lo ungiera debía ser pesado y contar con una gran prosapia. Pasaron los años y no apareció nada que estuviera a la altura de sus expectativas; por tal razón, Adolfo se dio a la apatía y a la frustración. Pero un día de fines de junio, cuando ya ni él ni ninguno de sus conocidos esperaba nada, una llamada telefónica cambió las cosas.
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Lo seleccionaron por su prestigio. Y por llamarse Templeton. Lo convocó un excéntrico. Gunn, hijo de escoceses. Había heredado un astillero en Glasgow del que recibía fantásticos dividendos. Gunn era un tipo simple, como su apellido, con una habilidad exclusiva: auditar gerentes a distancia. Vivía en un predio sobre la avenida Melián. Era fanático del conservacionismo y simpatizaba con las teorías de Templeton.
Gunn quería traer el cuerpo de un elefante desde Namibia y donarlo embalsamado al Museo de Ciencias Naturales de La Plata. El animal todavía estaba vivo, pero sufría una enfermedad que lo mataría en cuestión de meses. A Templeton, la propuesta lo entusiasmó de entrada, pero hubo un dato que lo cautivó: la forma de la trompa del elefante -tenía una doble curva- y cierto matiz azulado del pelaje lo convertían en un animal sagrado, símbolo de sabiduría y de fuerza, para el pueblo ovambo, el grupo étnico más numeroso de las sabanas del norte africano. Definitivamente, el trabajo se planteaba como una consagración.
Templeton alquiló un galpón en Ezeiza y contrató dos ayudantes. El tamaño del espécimen suponía complejidad y él quería prever las dificultades. Después procuró los insumos: bórax, glicerina y alumbre de potasio. También caucho, plástico, espumas y los más refinados pigmentos.
Cuando todo estuvo acondicionado, se sentó a estudiar. Quería saber todo sobre los elefantes. Gunn le había anticipado que la espera no sería agobiante: una vez muerto el animal, el resto sería cuestión de trámites y traslado. El gobierno de Namibia estaba dispuesto a firmar la autorización de tránsito y un barco tenía reservada la bodega.
Templeton no era ansioso, pero aquella perspectiva lo alteraba en extremo. Se anotó en un curso de meditación. Fue la única experiencia sedativa. Pasó el tiempo, más del que todos suponían, y una noche de primavera llegó la ansiada noticia. No había sido una tragedia: dos horas de agonía y el desenlace. Templeton no era creyente, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. Le hubiera gustado agradecerle a Dios.
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Gunn dijo que siempre había imponderables. Los de índole administrativa eran fáciles de sortear. En este caso, la demora se relacionaba con la indolencia burocrática. Lo cierto fue que el trámite permanecía inmóvil. Aseguraban que el ejemplar estaba conservado y no sufriría daños, dato que no dejaba tranquilo a nadie.
Templeton se quejó a los gritos: no solo se trataba de la ansiedad por empezar su obra sino que había pausado todas sus fuentes de ingreso. Los abogados de Gunn -atildados, sonrientes- actuaron con celeridad. El reclamo, un escrito extraordinario, entró por cancillería. De allí fue directo a la embajada. De pronto, el asunto se convirtió en una cuestión de Estado. Namibia resolvió todo literalmente en diez minutos; sin embargo, a partir de aquel incidente, algo en la comunicación entre las partes se enrareció. Los mensajes, con la excusa del idioma, se volvieron confusos. Y esta circunstancia, como es de esperar, complicó las cosas: el país había autorizado la salida del elefante, pero el barco, que era de bandera holandesa, exigía validación del documento. Nadie del ilustre estudio jurídico de Gunn entendía quién debía timbrar el salvoconducto. Las respuestas que recibían, en el mejor de los casos, eran contradictorias.
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Templeton empezó a creer que su vida se vaciaba y perdía sentido; apenas restallaban algunos brillos, muy aislados entre sí, con los que instituía el presente. Gunn, en cambio, robustecía su rencor. Reclamaba penalizaciones ejemplares para los responsables de la tardanza. Otra vez la coacción dio resultado. Por fin se habilitó el envío.
Un camión con grúa transportó la carga hasta el barco. Fue un lunes de octubre. Le avisaron a Templeton. Hacía ya tiempo que se sentía al borde de sí mismo. Para quien está realmente vivo, la existencia a veces se vuelve difícil. Puede llegar a ser intolerable, si aquello que la motiva se difumina.
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El barco cruzó el océano y llegó a América. Antes de efectuar el trayecto final hacia Buenos Aires, el termostato de la cámara frigorífica sufrió un desperfecto, un problema menor, de resolución inmediata. Tuvieron que fondear en Centroamérica. Nadie le avisó de este percance al taxidermista, no querían aumentar su desaliento. Se enteró más tarde, cuando la nave quedó varada por un equívoco administrativo. En ese momento, creyó que un loco demiurgo había cambiado las leyes del mundo. O que alguien le estaba jugando la peor de las bromas.
A los dos días, el problema dejó de serlo. Gunn lo llamó a primera hora: el elefante llegaría a Buenos Aires en un par de días. Templeton tragó saliva, agradeció el aviso y cortó la comunicación. Después, anduvo unos pasos hasta la ventana. Su reflejo en el vidrio le devolvió el negativo de su imagen. Se desconoció por entero y ese factor, aunque cotidiano, lo sumió en un estado de absoluta turbación. Sacudió la cabeza para ordenar las ideas, pero lo único que logró clarificar, en ese momento, fue lo poco que había pasado a significar para su vida la llegada del enorme animal.