Recuerdo, querido lector, aquellos tiempos menos lejanos de lo que yo quisiera, cuando el Sumo Maurífice, acompañado por el mejor equipo contrario de los últimos 50 años, apaleaba nuestras arcas al grito de: “¡Se dobadon un pebeí!”. En aquellos días, yo tenía para mí que el Autoritario Electo y su despótica pandilla engalanaban sus desayunos con planificaciones diversas, que apuntaban siempre a: “¿Qué maldad podríamos hacerles hoy a los argentinos?”.

Han pasado cuatro años de esa vida, con el circo recorrieron el mundo así. Y el problema es que parece que no ellos, sino nosotros, los argentinos comunes y con dientes, desarrollamos –no digo que individualmente, pero sí como sociedad– una capacidad de olvido digna de mejores causas de desmemoria.

Los dañinos seriales vuelven a la cúspide con bombos y platillos. Bueno, en realidad sin bombos y sin platilla, según el balance presentado por su responsable mayor. Su potencialidad de despliegue de maldad insolente los precede, y nadie duda de su capacidad para ejercerla. Portan una batea de diplomas, magistraturas y doctorados, anche tecnicaturas y profesorados, campeonatos y trofeos que los acreditan nacional e internacionalmente como Dañinos de Alta Gama.

Frente a esta realidad, y dadas las huellas que el cotidiano va dejando en mi personal persona, no creo ya que este gobierno desayune programando “el mal nuestro de cada día” como proyecto a cumplir. Me parece que han pasado de nivel, y su nueva cuestión es: “¿Cómo hacemos para que los argentinos y las argentinas no se den cuenta del mal que les estamos haciendo?; ¿cómo hacemos para que crean que hay que darnos tiempo para finiquitar la tarea de transformar el país en un gran terreno baldío?; ¿cómo hacemos para que crean que no les estamos sacando nada valioso, que los estamos liberando de un peso, y entonces corran a darnos tiempo sin siquiera tener que insistir en la demanda?".

Parece que saben cómo.

Parece que saben cómo cacarear fuerte en un sitio y poner el huevo en otro, entonces el colectivo bienpensante sale a repudiar cada nuevo golpe, a lamer sus heridas y a rezar por la aparición del Progresías (o sea, “el Mesías progre”, que es como el horizonte: cuanto más te acercas, más se aleja). Y mientras los bienpensantes generan marchas, abrazos, canciones y consignas diversas, los dañadores, haciendo pingües esfuerzos para evitar la carcajada, siguen en lo suyo, lanzándonos eventualmente un huesito en forma de discurso cínico, un trocito de queso sardónico o un insulto gracioso para que no creamos que se han olvidado de nosotros.

Venden, destruyen, cortan, excluyen; venden, destruyen, cortan, excluyen; venden, destruyen, cortan, destruyen... ¡y esto ya parece el ritmo de marcha de un tren, un tren fantasma que horrorizaría a los monstruos de aquel que asolaba nuestras infancias en el parque de atracciones de la ciudad!

Frente a semejante pesadilla, de la que encima no me despertaba (porque era la realidad)..., ustedes ya me conocen: activé la bati-licenciado A.-señal, esperando que él saliera raudamente de su psicocueva para espantar a los archivillanos que se están apropiando de Ciudad Psicótica. Nada. Entonces lo llamé al psicófono:

–¡Licenciado!, ¿no vio la señal que le mandé avisándole que estábamos todos en grave peligro?

–Sí, Rudy, cómo no la iba a ver.

–Y entonces, ¿por qué no salió?

–Sí que salí, Rudy, sí que salí.

–¿Acaso acabó raudamente con el mal que nos aquejaba y hemos recuperado nuestro modernismo progre?

–No sea cavernícola, Rudy… Los protocolos han cambiado. Ahora, cuando hay peligro, salgo rápidamente a comprar dólares, y vuelvo raudo a mi cueva a ver la temporada siguiente de alguna serie.

¡Ufff...! ¡Ni en los héroes edípicos se puede confiar!