Un cuarto compartido
Es realmente extraordinario ver cómo el estado de cosas puede cambiar abruptamente y el cuarto donde dormíamos con mi mujer ahora se parezca a otra cosa. Sé que ella sospecha de que fui yo el que tal vez dejó la ventana algo abierta o, quizá, la puerta entornada lo suficiente como para que irrumpa el caos. De todas formas, ninguno de los dos responsabiliza al otro, al contrario, durante el día cuando cruzamos miradas ambos estamos conformes con la naturaleza y sus expresiones. Porque lo que antes nos parecía orden, ahora nos parece caótico. Y este nuevo orden es el que nos permite ver otras luces y sombras sobre los objetos que el sol corrige con su lápiz acuarelable.
Solamente para inventariar el cambio antes del vendaval voy a anotar que la mesita de luz del lado izquierdo, y que antes sus cajones miraban de frente, ahora señalan inútilmente la pared; y en su lomo ya no descansan aquellos libros que me curaban el insomnio; ahora amontonados en un muladar de cremas, algodones, almohaditas de semillas y rollos de papel se acumulan como hojas secas del pasado otoño las recetas para cuidar luciérnagas.
Por el lado derecho, hemos traído una mesa plegable que podría tranquilamente provenir de una pizzería clásica de la ciudad, pero la aceptamos porque es la que nos permite, por su tamaño y funcionalidad, dejar de ir al comedor y empezar a desayunar, almorzar, merendar, cenar y matear el día entero sin desperdiciar la energía de un ambiente calefaccionado.
Por el lado del pie de cama, la cómoda con sus cajones propensos siempre al descarrilamiento ahora aprieta medias, enteritos, batitas, bodies y ranitas; y cuando apagamos la luz para simular que dormimos, las velas afiebradas de una estufa eléctrica despiertan en el sopor de los sueños la estética de los balcones del sur de Italia.
Aunque con mi mujer estemos lejos del mar y este año no escaparemos cobardemente del invierno, como en una luna de miel, sabemos que para ver los morros y los atardeceres de Buzios los soles de Géminis y Sagitario del uruguayo Páez Vilaró que cuelgan en nuestra cabecera tienen también la fuerza cenital del calor del trópico, y que cuando al soñar despiertos miramos la catrerita sin pedigrí adquirida en una casa de antigüedades, vemos resumida toda nuestra vida juntos. Los relinchos de pajarito de la noche que reclama leche materna o cambio de pañal, y sus ojos de lago de Ipacaraí que nos mira cuando a nosotros se nos cierran, nos dice que no es necesario trepar Cristos de tarjeta postal o cargar pesadas mochilas para ver las maravillas de la vida; a veces llegan solas al domicilio particular y sin anunciarse en aeropuertos.
Que crezcan corales en el fondo
Este verano lo vamos a recordar con mamá por las tareas que hicimos o no hicimos. Si bien no llegamos a pintar los caños de agua ni la medianera ni colgar las macetas del frente que venimos postergando, fue porque nos encargamos de llenar de luz, forma y color tu amodorrado inconsciente que incidirá tu mirada de mundo para que lo interpretes con los aceites luminosos de ese caleidoscopio que armaste en la infancia. Quizá los canutillos que elijas brillen como las escamas de los peces del acuario que visitamos ayer, cuando el sol estaba tan alto y las sombras duplicadas de las peceras daban más alivio que los crespones del pueblo. Los oropeles del dorado, los reflejos de luna que guardan los surubíes y los espejos del pacú llenaron de aguadulce las riveras de tus ojos. Tal vez, además coseches con tu mirada exultante las tramas del pellejo de los alebrijes que custodian las estanterías de nuestros libros y vos pretendés llevarte a la boca; o la forma de la planta de zapallos que te acerco en brazos por las mañanas cuando las flores de yemas desnudas se confiesan al sol. Quizá también te robes los contrastes azul y oro que refulgen en el cuadro de Oaxaca del taller y vos mirás balbuceando frente a él con los primeros gallos de la quinta; y yo tengo que alejarte por miedo a que lo atravieses como Alicia y perderte en la fantasía.
Mamá arma tu dieta y finge seguir al pie de la letra un libro de alimentación complementaria. Pero a mí no me engaña, combina en la bandeja de tu sillita como si fuera la paleta de sus acuarelas una ciruela remolacha con todo el verde cenote de un kiwi; y en el fondo está pensando el color con el que registrará el tiempo de tus pies. No la juzgo, porque ambos a nuestra manera buscamos que tus ojos no sean solo de video tape; y si bien el cine es deslumbrante y el mundo quiere convencerte de lo contrario, no siempre es mejor mirar a la pared.
Relicario de infancia
Entrás hija a la etapa dorada del ser humano. Si a veces no descansan tus ojos para pestañear y tu cabeza pesada no puedes sostener por largos minutos y caes rendida de sueño en el sopor de un abrazo, no te preocupes; es porque aún no decidiste qué vas a guardar en ese cofrecito que con mamá te regalamos, aquel tesoro que debés enterrar en esta isla exótica que habitarás durante algunos efímeros años.
Sé que los reflejos aguamarina de la orilla y algunos cardúmenes cosquilleros ya te alientan a pisar la arena templada, pero no puedo mentirte y decirte que el sol siempre está en el cenit. Por el contrario, hay vientos huracanados, agua de lluvia que parece tibia como la leche materna pero que al mojarnos nos dará chuchos de frío desde la espalda baja hasta el cuello. Y también relámpagos que veremos de lejos caer en la noche del mar, en aquellas luces artificiales de la otra orilla, donde habitan los mayores, sus verdades consensuadas y aceptadas. Pero no te confundas que esas brújulas solo llevan a estancos aburridos y camina tu misma la isla para escribir tus verdades. Es necesario que recorras este lugar de ensueño con lupa y bitácora de explorador porque el mundo se estrena para vos y es la única vez que lo verás todo recién pintado.
Elige con atención lo que vas a atesorar: ¿los bailes de los insectos en un reflector de verano, la sonata de los árboles, la espuma blanca de las magnolias, los textos en las nervaduras de las hojas, la música herrumbrada de un carrusel, el aroma de algún libro, arrullos, los primeros rostros, las voces que te tranquilizaban porque parecían de gigantes pero eran de personas pequeñas jugando con sus ecos como duendes en el interior de una cueva? Guarda en ese cofre semillas de nuestros paseos a la mañana, retazos de tramas de estaciones, sabores de la cocina de casa, el vestido de alguna muñeca, tu primera bisutería, objetos inútiles que te ayudarán a no perder de vista el arcoiris en las tempestades de la vida.