De niño vi a Torre Nilsson filmando una escena de Martín Fierro, en la Cueva de los Leones, una cañada cercana a Bahía Blanca con bardas y cauces secos apenas matizados por algún que otro monte ralo de piquillín o chañar. Para mi asombro, al arroyito junto al que sucedía la pelea final entre Fierro y el indio lo fabricaron con unos náylones por donde hacían correr agua a baldes.
Poco después asistí en Mar del Plata al rodaje de la escena de Nazareno Cruz y el Lobo en la que la chica, la efímera Marina Magalí de la que, como Marcelo Marcote en la película, me enamoré a primera vista, sale del mar en cámara lenta. Las olas eran baldazos de agua jabonosa que le tiraban unos tipos mientras Leonardo Favio les gritaba con un megáfono. Así fue como entendí, demasiado temprano, que el cine es tramoya para engañar al ojo. Debe ser mentira para ser verdad.
Al borde de la derrota, habiendo perdido a cuatro hijos en los combates contra los ejércitos realistas, Juana Azurduy peleó al día siguiente de parir una niña, sable en mano, contra una partida de cinco hombres. “Tomando a su pequeña con el brazo izquierdo y enarbolando el sable con la otra mano”, escribe Armando Piñeiro, “derribó al jefe del piquete de una tremenda estocada. Saltó a tierra mientras luchaba contra los cuatro soldados y fue llegando hasta el río, metiéndose en las aguas. Admirados, los enemigos optaron por abandonar la persecución”.
Inés Juárez, (“cuyo apellido, si se pronuncia fuerte, parece el tajo de una espada”, según escribe Alberto Salas en su Crónica florida del mestizaje de Indias) fue una guerrera española que repelió un malón en Santiago de Chile salvando la ciudad a poco de ser fundada.
Los españoles retenían a siete caciques secuestrados a cuyo rescate acudieron sus huestes; hubo matanza y quemazón de casas, lo usual. Cuando la plaza fue tomada y los atacantes estaban a punto de liberar a los cautivos, doña Inés, que era pretendida por el cacique atacante, los decapitó sin titubear. “Las cabezas de los indios arrojadas fuera de la prisión desmayaron el ímpetu del ataque”, anota Salas. El cronista Rosales refiere que doña Inés, vistiendo cota de malla y espada en mano, fue arengando a los soldados “entre las patas de los caballos” mientras repartía estocadas a diestra y siniestra. La batalla, según algunos, se ganó por la presencia del apóstol Santiago, que anduvo con su espada flamígera combatiendo junto a las tropas. Aunque es más probable que se debiera al heroísmo solitario de esa, la primera amazona chilena.
Federico Lorenz cuenta que “cuando los ingleses frenaron el avance alemán en Mons, en 1914, lo hicieron, según el mito, con la ayuda de ángeles y arqueros medievales”. Aunque se trataba de un cuento de Arthur Machen que se había publicado por entonces en los diarios, profusamente ilustrado, “eso no impidió que decenas de soldados vieran ángeles y arqueros combatir a su lado”.
El ratón musita. El verbo musitar solo se usa en el bolero Ansiedad.
Ya en 1915 Georg Simmel se lamentaba de la desaparición del silbador callejero.
Quien silba de noche atrae fantasmas.
Los indios Bororo comparten con los Karajá un lenguaje hecho de silbidos. Durante su estancia entre los Bororo, el mayor antropólogo del siglo XX, Claude Levi-Strauss, ni lo notó; es probable que, chiflando, se le burlaran en la cara sin que siquiera lo sospechase.
Durante medio siglo los franceses suponían que la inferioridad de los pueblos indígenas radicaba en el desconocimiento del pensamiento abstracto que previamente le adjudicaban. Esa tontería racista duró hasta Levi-Strauss, que, eufemístico, llamó “ciencia de lo concreto” al pensamiento salvaje: aunque esforzado y comprensivo, legitimaba aquella suposición. Hoy se cuidan de decirla, pero la piensan.
No es posible silbar ni cantar en la luna.
“Hacete hervir y tomate el caldo” era una chicana usual en mi infancia, años setenta. Bioy la anota como una rareza. Hoy nadie la dice.
Los Yanomami hacen una sopa colectiva con las cenizas de sus muertos que beben llorando durante el duelo.
Quien se come los mocos, las uñas, o los pellejitos que las rodean, practica un modesto canibalismo.
Marie Langer escribió un cuento donde recoge la leyenda antiperonista en la que una mucama, tras el golpe del ‘55, sirve a sus patrones oligarcas el bebé hecho al horno con papas. En Brasil, una vieja historia recogida por Silvia Campos en Tradições bahianas relata que una patrona celosa, ante el elogio que hiciera el amo de los ojos de una joven mucama negra, se los sirve en bandeja. Pero crudos.
El Gallego Luis Bertoa, chofer de la Biblioteca Nacional, llevó a Horacio González a un acto en el que a medio siglo de su muerte tiraban al Río de la Plata las cenizas de John William Cooke, el dirigente de la Resistencia Peronista. Describe así la situación: “Horacio se quedó atrás, tiraron las cenizas y el viento traicionero las trajo de vuelta… a los que se apuraron por ganar la primera fila se les vinieron las cenizas a la cara. Horacio se dio vuelta y me dijo: “Ahora son más peronistas que nunca”.
Los onas llamaban pájaro niño al pingüino. Que, por lo demás, formaba parte de su dieta habitual.
Dos frases memorables oídas de pasada en el mismo día: “tocale el culo que es sordo” y “más peligroso el barrio, más rica las empanadas”. Son relatos condensados que bien podrían desencadenar un cuento. Pero alcanza con solo enunciarlos, cortitos y al pie, sin despliegue. Como con cualquier buen chiste, requieren respetar su economía de recursos para no lesionar su eficacia. De hecho, vale el planteo inverso: ¿cuántas veces leemos relatos demasiado estirados en los que se nota la tentación desbocada del autor de desarrollar una simple ocurrencia, que, sola, tal vez, hubiera sido algo feliz?
La película Un hombre llamado caballo, vista en Monte Hermoso en el verano del ‘73, en particular la escena donde el protagonista, un cautivo blanco y rubio que deviene indio, es iniciado en un ritual público en el que lo cuelgan con unos ganchos de los sobacos para inducirle alucinaciones, es un momento fundamental en mi interés por la cuestión indígena. Junto con la lectura de Ishi de Thomas Merton y el Homenaje a los indios americanos de Ernesto Cardenal fueron claves en mi indigenismo adolescente.
Vago y malentretenido, mazorquero brutal, pastor elocuente o centauro pampero, el gaucho ha sido denostado y ensalzado en un movimiento conceptual que lo coloca en la cinta de Moebius donde Civilización y Barbarie son cara y ceca de una misma moneda. El gaucho es el síntoma que barra la Dialéctica de la Ilustración criolla.
Indios de papel y gauchos presuntos. Habría que escribir unos ensayos sobre (y, más que nada, contra) la idea demasiado correcta -e incorrecta- de alteridad.
Si se considera a alguien un otro deja de ser un igual. Se quiebra el horizonte de la igualdad y se hace política de la diferencia. Que no es otra cosa que indiferencia, pero revestida de un falso reconocimiento que no reconoce serlo. No debería necesariamente ser así. Pero es así.
La igualdad no implica asimilación. Solo igualdad. Es lo más difícil de pensar. Y de actuar. Nadie se banca decir igualdad sin aclarar que requiere reconocer la alteridad, unidad en la diferencia y bla bla bla. O sea, como no igualdad. Tema de Hegel. Mal resuelto, naturalmente.
La indianidad es, a la final, la humanidad. Todos somos el indio de alguien. Todos somos un indio para alguien. Si se cambia la palabra indio por negro, puto, mujer, pobre, inmigrante, etc., arroja el mismo resultado.
Hay una idea jerárquica en quien ostenta el discurso de la alteridad. Le garantiza no ser ese otro. Acude a la identidad de ese otro concebida como mismidad ajena, como mónada inasible y a la postre infranqueable para distanciarse y, por supuesto, creerse secretamente –o no tanto- mejor, superior, inconmensurablemente distinto de ese al que se mantiene como un otro. Es decir, como un no igual.
Hay que demoler el edificio de las ciencias sociales erigido sobre la idea de alguien que habla de un otro desde una exterioridad radical que lo vuelve inasimilable. Ese alguien, por lo general es blanco, occidental, de clase media, que a veces, en el mejor de los casos, hace su pasantía subsidiada entre ajenos electivos esgrimiendo la famosa observación participante sin que le importe la exasperación que esa intrusión produce en “su” otro y vuelve a su lugar para intercambiar ideas ya sabidas sobre ese ya definitivamente otro por dinero bajo la forma de clases o libros. O algo mucho peor: papers. Sin ir más lejos, yo he sido muchas veces uno de esos turistas entrometidos. Dura poco la culpa, debo admitirlo.
El discurso de la alteridad acaso no sea más que una versión remasticada del verso de las viejas vanguardias –políticas y estéticas. Que, en el fondo, se creían mejores que aquellos a los que se arrogaban representar y cuya voz decían asumir -por lo cual, previamente, debían darlos por mudos. Se trata, en definitiva, de refrendar una cuestión de privilegio. Que ya no es –solo- de clase o de raza, sino cultural. Pero privilegio al fin. Ello no quita que cuando se produce cierta alianza entre representantes ventrílocuos y representados que no solicitan serlo (básicamente, entre las clases medias vueltas populistas y los sectores subalternizados), suele ocurrir algo interesante en la historia. Aunque el precio de su fracaso lo paguen, principalmente, los últimos.
Ningún obrero se dice a sí mismo proletario.
A quien los antropólogos llaman Otro, nosotros lo llamamos Compañero.
Sin épica no hay nación. Sin nación no hay emancipación. Ni a gancho.