Mientras se camina distraído por la costa o bien concentrado en un rollo, un trámite, una discusión, una tristeza, de pronto la atención se desvía, sin querer, hacia el mar, y se reflexiona en la relatividad de las tribulaciones. Ahí está esa imponencia que detiene en un lapso infinitesimal todo asunto y lo arroja a uno a otro plano de realidad. La belleza rugiente termina imponiéndose por encima de todo sentimiento, por grave que parezca, y el rollo se disuelve. Entonces uno se detiene y se da cuenta donde se encuentra. Y se encuentra a si mismo. La contemplación puede ser tan cautivante que después de unos minutos termina sustrayendo a uno de tiempo y espacio. Pero nada de esto significa que se le reste importancia ni se resigne al dolor, la injusticia, la tristeza del mundo. Sin embargo, esta pausa alivia, limpia, pone las cosas en su justa medida. El tiempo se sucede con las olas.

“Hombre libre, siempre has de querer al mar”, escribe Baudelaire en “Las Flores del mal”. Pero su poema, si bien empieza como canto y exhortación, admite que su espectáculo, con el poder de distracción tiene no obstante algo de tenebroso. “Nadie ha sondeado el fondo de tu abismo”, dice Baudelaire. Y si por un lado alude a lo escondido, por otro no deja de advertir que el mar puede ser amenazante, no tiene ni piedad ni remordimientos en ejecutar matanzas.

Así como la contemplación se puede volver obsesiva, de esa mirada que puede llegar a ser abstracción pura, las sensaciones que despierta resultan inspiradoras como en el caso Debussy, el compositor francés le dedicó una de sus piezas más conocidas al escribir tres secuencias que consideró bocetos sinfónicos. Impresionista, buscó reflejar la temporalidad desde el amanecer al mediodía, el movimiento fluido de las olas y la conversación entre el viento y las mareas. Pero lejos de dejarse llevar de entrada por un efectismo sonoro prefirió, desde un comienzo, orientarse a través de variaciones sutiles que incluyen una calma envolvente una melancolía profunda que, como sugería Baudelaire, logra distraer de la propia emoción. Pero también, en raptos de inquietud, la música se enerva, como dando a entender que se trata de un carácter mutante, opuesto a lo estático. Si bien Debussy se concentra en captar el carácter de la inmensidad al buscar el reflejo, en su mayor parte, escribió esta obra en Borgoña, en el campo, alejado del mar, inspirándose en la pintura y la literatura. De sensaciones hablo, sensaciones que van de la placidez a la inquietud porque, en una de esas, toda descripción no puede escapar de la adjetivación, y esta es siempre decoración subjetiva. Un crítico señaló que en su obra Debussy rechaza los recursos más previsibles asociados con el mar, el viento y la tormenta concomitante, en favor de un lenguaje absolutamente personal evitando la monotonía, recurriendo a una variedad de figuras acuáticas que evocan la ondulación de las olas.

A propósito de los motivos de inspiración de Debussy por qué no pensar, de modo asociativo, en la gran ola de Hokusai. Fue a mediados del XIX cuando la pintura francesa acusó la influencia fuerte de las artes gráficas japonesas, las estampas de intimidad doméstica y paisajes. Puede constatarse el influjo japonés, por ejemplo, en “Veleros de Saint Maries” de van Gogh que remite a los trazos ondeados de Hokusai. Lo que en el artista japonés puede ser un contrapunto entre garras de espuma, contrastes de luz y sombra mediante trazos delicados en van Gogh deviene pinceladas gruesas y dramáticas. Es decir, si los artistas contemporáneos de Debussy no permanecieron inmunes al “japonesismo”, el músico no pudo ser ajeno al fenómeno. Más de uno de sus acordes, leves o intensos, podrían remitir a la ola gigantesca de Hokusai. Entonces conviene quizás pensar estas actitudes como complementarias, como un ejemplo de las diferentes perspectivas que puede generar un mismo tema.

Más de un escritor intentó explicar el atractivo poderoso del mar y, al hacerlo, se dio cuenta que las palabras no eran suficientes. “Si nosotros necesitamos del mar, en cambio el mar no nos necesita para nada” escribe Michelet, hombre también del siglo XIX en su tratado al respecto. “El mar puede pasar muy bien sin el hombre. A la naturaleza parece no importarle gran cosa ese testigo: Dios es el único que se encuentra ahí como en su casa”, escribe Michelet. Entonces, cabe preguntarse, si no es esa indiferencia manifiesta la que impulsa la necesidad de definición. Y no se trata de mencionar sus riquezas y sus peligros, sus dones y furias. Nada de eso: se trata de encontrarle una razón de ser al misterio. Que es diferente del secreto, eso que está debajo, interés cautivante no sólo para documentalistas submarinos, y el misterio, en cambio, es aquello que permanece debajo, siempre debajo, porque en su condición está precisamente la invisibilidad.

Desde la mesa del Náutico, mientras anoto estas percepciones, como siempre, me pierdo en ideas que derivan en la marea, vienen mientras atardece y todavía permanecen algunas siluetas en la playa. Pronto este cielo rosado que tira a violáceo será noche. Me pregunto qué detonó tanto en Baudelaire como en Debussy, en Hokusai como en van Gogh, y tantos otros la intención de atrapar su visión para al menos dejar sentada la perplejidad como si, desde su perspectiva, se aproximara a una verdad y dijera: Esto es lo que vi, esto lo que pensé, esto es lo que entendí. Incitante, la visión, aunque se registre, sigue su propio movimiento y eso que el artista creyó haber fijado en una definición ya no es.

Hace casi cuarenta años que vivo en esta orilla y cuando intento revisar cuadernos viejos me doy cuenta que las preguntas siguen siendo las mismas que me formulaba cuando, recién arribado, me pasaba ratos largos contemplando el mar desde un médano. La transición al satori no siempre ocurría y cuando creía experimentarlo era más el propósito de una fantasía que otra cosa. Y lo mismo me pasa cuando quiero describirlo. Y si hay que redondear una conclusión, esta es provisoria. A pesar de su metafísica, como contradicción, en el paso de lo tormentoso a la claridad del despeje, después de un rato, sobreviene una tregua de luz que simula alivio.

 

La única certeza, creo intuirla, está en una reflexión de Camus: “Creciendo con el mar mi pobreza ha sido fastuosa, luego he perdido el mar. Y todos los lujos me han parecido grises, la pobreza intolerable. Desde entonces, espero. Me lo tomo con calma, trato de ser educado. Doy la mano, no soy yo el que habla. ¿Qué voy a hacer si tan sólo tengo memoria para una imagen? Finalmente me conminan a que diga quién soy. Todavía nada, les digo. Todavía nada”.