(Carta para Ana Frank, Lolo e Isabela.)
Antes de ayer estuve leyendo tu diario y me gustó mucho. Leí poco, en verdad, pero me alcanzó para sentirme tan bien como vos te sentiste cuando encontraste a tu Kitty. En ti, dijiste, qué manera hermosa de expresarlo (...). Pensé en vos. En tu adolescencia. En los años que tenías cuando escribiste eso tan hermoso. Y en estos días, también, se me ocurrió contarte una experiencia que tuve en casa cuando intentaba tomarme unos mates.
Mates, para mí, es un decir que junta todos los significados en una sola palabra: una taza que la lleno con yerba hasta la mitad para después volcarle un poco de agua caliente y tomarla. Es una infusión. En fin, te cuento: mientras lo hacía y le agregaba una cucharada de azúcar a la taza con yerba, me senté a escribir y escribí durante algunas horas. Pero cuando terminé y volví a la mesada para guardar el mate y la yerba, vi cómo una comunidad de hormigas rojas muy chiquitas deambulaban por sobre el frasco repleto de azúcar, y cómo durante esas horas algunas se habían embriagado y otras quedado estupefactas, dormidas, sin hacer nada más que estarse quietas.
Traté de buscar el camino que habían formado hasta llegar hasta allí y ver adónde me llevaba, pero eran tan pequeñas que se perdían entre el color oscuro del mármol de la mesada y el zócalo que llegaba al patio. Así que decidí que sería mejor si llevaba el frasco junto a las hormigas al patio, porque recordé que cuando era adolescente me había dado cuenta de que era la mejor solución si quería que salieran de esos espacios tan necesarios.
Tal vez pasaron dos horas o un poco menos. Lo cierto es que cuando se hizo de noche salí a ver si seguían en el frasco. Y lo que encontré fue que ni siquiera las que se habían quedado dormidas por la borrachera que les había provocado comer el azúcar estaban adheridas a las paredes del frasco. En mi opinión, se fueron porque sintieron que ya no estaban cerca de su entorno. Algo les había permitido darse cuenta de que ése no era más su lugar. Creo que eso se debe a la presencia de sus congéneres. A las otras hormigas que les señalan el camino que deben seguir o retomar para volver al hormiguero. Sin embargo, ¿por qué solamente algunas subieron al frasco de azúcar y se quedaron ahí comiendo y otras siguieron compartiendo el mismo camino como si no importara aquello que las otras estaban haciendo y era más divertido o tentador? Eso es lo más gracioso e inquietante.
Me hiciste reír cuando hablabas de tus amigas y describiste su carácter. No me pareció un ejercicio egoísta ni mucho menos. Yo siempre me opuse a la idea de llevar un diario. Supongo que pensaba que para eso estaba mi hermana. Que ella podía hacerlo y yo ser su complemento. Era todo hacer. Yo. Quiero decir. No podía estarme quieto. Así que hubiese sido muy difícil sentarme a escribir un diario. También sonreí cuando escribiste que un compañerito ocultaba sus sentimientos. ¡Ah, eso es muy común! Mirar y mirar para no hacer nada.
A veces suelo exigir que me digan lo que ya sé, pero es un momento en el que no puedo evitar que miren para otro lado. ¿Nunca sentiste que la sinceridad podía ser aquello que vos no pensabas? Bueno, a mí me cuesta darle otro significado. Me doy cuenta cuando alguien me oculta algo. No es nada malo en sí mismo. Es solo darse cuenta y como siempre seguir adelante. Es tan común en los seres humanos. Ocultar. Quiero decir. No mentir.
Porque los teros, por ejemplo, mienten: sobrevuelan un lugar con la intención de desviar la atención de quien pueda poner en peligro a ese otro espacio que en verdad está ocupado por sus huevos. Mienten para ocultar a sus hijos de los depredadores. Sí, es gracioso. Es como si para los animales los símbolos fueran la realidad. O como si no fuera necesario diferenciarlos. Es como si unieran con el signo igual (=) una propiedad con un espacio.
Sin embargo, lo hacen, porque fijate qué raro: los teros ocultan a sus hijos de otros animales o de los seres humanos, y aquello que intentan ocultar (a sus hijos) ya permanece oculto dentro de sus huevos. Es decir, saben que sabemos que podemos matar. O apropiarnos de algo que non nos pertenece, porque solamente les pertenece a ellos. Es un metalenguaje. ¿Te das cuenta? Cómo no pensar entonces que su lenguaje es una propiedad de la realidad. O dicho de otra manera: que los símbolos son idénticos a la propiedad de su realidad.
Cada vez que nos detenemos a mirar a los animales vemos que tienen todas esas cosas que nosotros, que nos llamamos seres humanos, no tenemos. O que con solo decirlas nos damos cuenta de que tampoco alcanza.
Te voy a contar algo que se suele confundir con una certeza. Algo referido a ese signo igual (=) que para los animales representa tanto el espacio como su propiedad. Mi abuela falleció muy viejita por una enfermedad llamada Alzheimer. ¿Y sabés lo que hacía o solía repetir tantas veces? Estaba sentada desayunando, por ejemplo. Sentada a la mesa. Y mientras permanecía ahí, sentada, me hablaba a mí o a cualquier otra persona como si yo o esa otra persona fuéramos otras.
Son sus recuerdos. Nos solemos decir. Viste que se dice que están como perdidas en sus recuerdos. Pero no, no es eso lo que en verdad les pasa. Ella hacía algo que hace el tero lo escenifica sobreactuando aquello que comprendemos después de seguir la dirección de su vuelo amenazante sobre un espacio que se nos presenta como una la propiedad de la realidad.
Porque si mi abuela miraba la pared y decía que había un cuadro, y aquello que había, en verdad, era una puerta, nos demostraba, como el tero, una propiedad de la realidad. Pero aquello que ella ya no podía hacer, y el tero o nosotros sí, era discriminar. Diferenciar esa operación tan sencilla y tan antigua como el símbolo igual (=) o diferente (#). Ya sé, te estás riendo. Yo también. Aunque sé que te voy a seguir extrañando. Mucho.