Cuando Adolf Hitler llegó al poder en enero de 1933 señaló que necesitaría mil años para sacarse de encima la vieja cultura alemana y construir algo nuevo. La monumentalidad de la tarea a emprender requería, según su visión, mayores esfuerzos que los necesarios para cambiar la vida económica y política de su país. Vaya paradoja: para empezar a concebir ese nuevo modelo de hombre ario ideal buscó referencias en un pasado de presunta pureza y honor germánicos, y la "vieja cultura alemana" que pretendía destruir era en realidad la modernidad artística emblemática de la República de Weimar.
El reciente libro La cultura en la Alemania nazi, brillante ensayo de Michael H. Kater por primera vez traducido al español (por Elena Marengo) y publicado en el marco de la colección "Hacer historia" -a cargo de Lila Caimari y Roy Hora-, destaca que el Tercer Reich no logró ni siquiera esbozar una cultura "auténticamente nazi", pero en su intento de generar una impronta artística autóctona se impuso la prioridad de eliminar cualquier vestigio heredado que reconociera rasgos vanguardistas. El trabajo del catedrático alemán (investigador que ha obtenido la beca Guggenheim en los Estados Unidos y el Premio Konrad Adenauer en Alemania) ofrece un minucioso análisis de la impresionante maquinaria montada por el nazismo para limpiar ideológicamente todas las artes, desde la música hasta el cine, pasando por el teatro, la pintura y la literatura.
Esta "batalla cultural" concebida desde el Estado estaba dirigida contra "el bolchevismo artístico", una categoría difusa que la paranoia y la necesidad de purga expiatoria de Hitler extendía hasta lo insólito, como vuelve a suceder casi cien años más tarde en varios puntos del planeta. Kater señala que en esa etiqueta quedaban incluidas "todas las distorsiones estéticas de contenido y de forma. Las desviaciones sexuales, el descaro en la conducta, la música atonal, el jazz negro, las coreografías excéntricas, los proxenetas y las putas, las imágenes de lisiados y pordioseros: todo eso era una manifestación de la 'cultura del asfalto', condenada como dadaísmo, cubismo, expresionismo o arte por el arte". El nazismo tenía un problema de vida o muerte con la "atonalidad", categoría que asociaba a cualquier forma de música que le pareciera disonante.
El libro da cuenta de las muestras de "arte degenerado" que el régimen exponía para poner en evidencia a comunistas, judíos y liberales. Llegaban a ser auténticas ferias itinerantes que atraían la atención de miles de personas. Una mezcla de morbo e ironía se desprende, retrospecticamente, de esta práctica, que pretendía mostrar los supuestos horrores de una sociedad decadente, superada -en teoría- por el ideal cultural del nuevo hombre alemán. Muchas de las pinturas confiscadas para estas exhibiciones de "arte degenerado" fueron luego vendidas al extranjero por los jerarcas nazis y algunas, inclusive, fueron años más tarde encontradas en las colecciones privadas de figuras reconocidas del régimen. En público, la orden era destruir las obras que se referían a la emancipación de las mujeres, el pacifismo y la sexualidad.
El nazismo quería reimpulsar "un arte figurativo y no abstracto, una estética nítida y limpia sin elementos tortuosos, inspirada en lo que ellos consideraban las virtudes de la raza nórdica, que celebrara la belleza natural de la campiña y abominara de las ciudades industriales, que manifestara la fuerza y la confianza de la población germánica pura en contraposición a las influencias foráneas, especialmente las judías". En cuanto a la "cuestión judía", el autor rastrea los vínculos estéticos entre el modernismo y los principales artistas de ese origen, avalando un aporte del historiador y ensayista Saul Friedländer: la Cultura fue el primer ámbito de donde los judíos alemanes fueron expulsados masivamente. Después vendrían los otros horrores.
Kater hace hincapié en las diferencias de criterio y en las pujas de poder que se evidenciaban en la cúpula del nazismo. Alfred Rosenberg y Joseph Goebbels competían por ver cuál de los dos era más racista, pero este último, ministro de Propaganda, tenía gustos artísticos más sofisticados que su rival. Creía, por ejemplo, que el expresionismo podía adaptarse al espíritu nacional-socialista en tanto representaba, de algún modo, una respuesta al "arte decadente" que lo había precedido. De hecho, decía, funcionaba como antídoto contra el impresionismo, "traído a Alemania por los judíos".
Mientras tanto, los funcionarios organizaban concursos de todo tipo para encontrar talentos que insuflaran creatividad a una pretendida cultura nazi autóctona. Exigente y exquisito en sus gustos, a la vez que obsesionado por la capacidad propagandística que le atribuía a la cultura, Goebbels se desesperaba ante la mediocridad de los "nuevos" cineastas, escritores, dramaturgos y artistas plásticos. No es solo que fueran mediocres -añade Kater en su análisis-: la falta de libertad, los problemas burocráticos, las ideas contrapuestas en la propia maquinaria de interpretación de los deseos del Führer, conspiraban contra el surgimiento de una idiosicrasia artística auténticamente nazi. Ninguna cultura nueva podía surgir de una tiranía, es la conclusión de Kater.
Esto no significa, por supuesto, que durante el período nazi (el autor traza un punto de quiebre en 1938, con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, que eclipsó definitivamente cualquier intento de refundación cultural en favor de la mera propaganda belicista) no se hayan manifestado artistas de genio. Los "casos" de la cineasta Leni Riefenstahl, el arquitecto Albert Speer y el músico Richard Strauss, entre muchos otros, son expuestos con detalle. En ese universo de colaboracionistas, estrellas del Reich y propagandistas, Kater busca -y en ocasiones se interroga sin encontrar una respuesta definitiva- esa "delgada línea que separa el oportunismo de la convicción".
El libro aborda también las secuelas culturales del totalitarismo nazi. En especial el modo en que la sociedad alemana cicatrizó o limpió sus heridas a través de sus referentes culturales. El dilema ético -que asimismo tendría resonancias en el modo de discutir heroísmos y complicidades en genocidios más cercanos en tiempo y lugar- enfrentó a los exiliados regresados tras la derrota nazi con los artistas que permanecieron en Alemania. Kater es particularmente implacable con la hipocresía de quienes adujeron un falso "exilio interno", a la vez que deposita en la figura del escritor Thomas Mann el paradigma del artista ideológicamente fluctuante que asumió, sin necesidad de volver al país, el peso de la trabajosa conciencia democrática alemana.