El cuento por su autor
Cada decisión implica una renuncia. Y renunciar cuesta. Pienso entonces en lo engañosa que resulta la mente con sus separaciones o conjunciones analíticas, a sabiendas de que en la realidad tal cosa no es posible, mucho menos cuando se trata de los vínculos, de la otredad. Aun cuando forzamos ciertos hechos para que se ajusten a nuestro deseo, pareciera que el deseo mismo es el que falla, como en el caso del personaje de este cuento. Somos también eso que nos falta. Eros es un eterno deambular, parafraseando a Roland Barthes, y, en este sentido, el deseo solo puede respirar si contiene un hueco, un agujero, algo que busca ser llenado con lo imprevisible, con lo inexplicable; nunca sabemos -por más razones que podamos argüir- por qué nos enamoramos de otro.
En el cuento, la protagonista está escindida porque su enfrentamiento con el amor es inconscientemente estratégico, calculado. La dualidad siempre es mental y muchas veces nos tapa esas primeras sensaciones, en el sentido de ser las fundamentales, al punto de arrastrarnos hacia un resultado que bien podría haber sido el opuesto. Y entonces da lo mismo. Probablemente su búsqueda sea unir dos facetas propias que de momento tiene desconectadas, y entonces primero debería decirse, como escribe Susana Thénon en un poema, “Me he casado / Me he casado conmigo / me he dado el sí / y ni la muerte puede separarme”.
Jazmines para mi boda
Cuando era chica, jugaba a casarme. Jugaba sola en la inmensidad del patio. Pero siempre ocurría algo a último momento: alguien interrumpía, el novio se desmayaba, el cura no aparecía, yo no me presentaba. Después ensayaba algún tipo de final feliz y todo se recomponía. Terminaba por casarme. Una, dos, tres, ¡cuántas veces! Mis casamientos olían a jazmín. La planta ocupaba toda una pared y explotaba de flores blancas y pequeñas que solo desaparecían en invierno.
-Pero no son flores de boda -dijo la organizadora mientras recibía la aprobación de mi suegra.
Esta vez iba a casarme de verdad y había ordenado que sobre las mesas hubiera jazmines.
-Pueden ser hortensias, orquídeas, aunque por tu estilo yo usaría tulipanes -sugirió la que sabía del tema.
Asentí. Los tulipanes me parecían elegantes. Pedí que fueran anaranjados, aunque también podría haber dicho rojos.
Martín me hacía feliz. Cuando me propuso casamiento, tardé en contestar porque quería estar segura. Le dije que sí unos días después. Automáticamente, tras haberlo dicho, pensé en Martín.
Uno era todo lo que le faltaba al otro: eran la conjunción perfecta. Martín era alto, de voz grave, y daba clases de sociología en la universidad. Jugaba al squash y siempre tenía una opinión formada sobre las cosas. Cantaba muy mal, pero a mí me encantaba escuchar sus tangos desafinados mientras lo veía pelar manzanas para su licuado diario. Bailaba pésimo. Martín, en cambio, era músico de profesión. Tocaba cuanto instrumento le pusieran en la mano y componía música para películas. Entendía poco de filosofía, pero disfrutaba de escuchar mis teorías absurdas mientras me observaba, detrás de sus anteojos, con el cigarrillo prendido. A veces era como un niño. No podía tomar agua sin mojarse la remera, ni comer medialunas sin quedar enterrado bajo una pila de migas. Tenía una manera de agarrar el tenedor y fregar literalmente la comida sobre el plato que me exasperaba. Era ansioso, atolondrado, siempre ávido de conocer cosas nuevas, aunque nunca profundizaba demasiado. Nos reíamos mucho. Martín, en cambio, tenía poco sentido del humor y pasaba por antipático la mayoría de las veces, aunque a mí me gustaba ese misterio que transmitía. Yo me lucía con Martín, y con Martín, me divertía. Martín tardaba un siglo para las cosas mínimas y para los grandes objetivos optaba directamente por no cumplirlos. Se analizaba, desde hacía años, con un lacaniano de apellido casi idéntico al suyo. Le gustaba su trabajo, pero dejaba escapar oportunidades todo el tiempo. Se encerraba sobre sí mismo y se volvía impenetrable. Tomaba decisiones desde un lugar puramente racional. Todo lo contrario a Martín, que era impulsivo y cedía en muchas cosas porque, en el fondo, le daban lo mismo. Martín era práctico, veloz. Era torpe para expresar sus ideas y le costaba establecer un orden de prioridades en su vida. Su casa era desordenada y alegre, al revés de la casa de Martín, que era prolija y lúgubre.
Decidimos festejar al aire libre, de día, en una casa quinta. Yo esperaba en la habitación de arriba y daba vueltas con la excusa de retocarme. Cada tanto, me acercaba a la ventana y corría apenas la cortina: ahí estaban las alfombras sobre el césped por donde desfilaban tantos tipos de zapatos como tipos de gente; manteles blancos, flameantes, hasta el piso; una glorieta con globos dorados; mozos que iban y venían cargando bandejas; amigos de amigos de amigos, novias de primos lejanos, parientes de Martín que yo no conocía; los tulipanes anaranjados que refulgían en cada mesa. Esperaba que pasara algo. Algo tenía que estallar. Pero los juegos se habían terminado. Me miré en el espejo y dije:
-Sí. Te vas a casar.
Y entonces me invadió la felicidad y después el espanto. Recordé las tardes enteras que pasábamos con Martín durante el invierno acurrucados en el sillón escuchando vinilos. No le molestaba compartir la misma taza, el mismo cigarrillo. Los dos éramos dueños por igual del control remoto, del calefactor. No había que negociar nada.
Mi suegra tocó la puerta. Cuando me levanté para abrirle, ya estaba adentro.
-Esa pollera parece que te está asfixiando -dijo y luego miró sobre mi cabeza-, pero bueno, en el día de la boda una está incómoda. La gente está llegando.
-Ya bajo -contesté, pero ella insistió:
-¿Qué te falta?
Tres horas antes, la peluquera había estado en la habitación. Cuando llegó, abrió su valija de plástico y la magia se desplegó: fue hilando un montón de perlitas en mi pelo con la paciencia de una tejedora andina. Yo me perdía en la belleza de sus manos que enhebraban cuidadosamente esos canutillos infinitesimales. Casi estaba lista, cuando me pidió que cerrara los ojos. ¿Iba verdaderamente a casarme? Una nube me empañó la cara. Empecé a toser. Era el fijador en aerosol.
-Con esto no se te cae más -dijo ella y abrí los ojos.
El peinado era perfecto y parecía imperturbable. Por un momento, me pareció sentir aquel aroma, el de los casamientos de mentira.
Me acerqué a la ventana para seguir espiando mi boda. Reconocí algunas caras. Ana y su novio, quien le daba el brazo como a una anciana para que no se hundiera en el césped con sus tacos aguja; la tía Sol, a quien Martín adoraba porque lo prefería entre todos sus sobrinos; mi amiga Lorena, que después de tantas idas y vueltas me había dicho:
-¿Pero entonces por qué no te quedás con Martín?
Desde el espejo volé hasta la cancha de squash, donde Martín iba a jugar dos veces por semana. Yo solía acompañarlo. Me quedaba leyendo en la parte de afuera mientras tomaba una cerveza y oía los golpes de la pelota en el piso, en la pared, en el piso, en la pared. Martín tenía mejor cuerpo que Martín, pero Martín era más lindo. Martín, en cambio, me instaba a correr. Fuimos juntos un par de veces al parque, pero yo corría la primera vuelta, y las demás, paseaba fumando un cigarrillo. Martín era flaco y a mí me gustaba tocarle los omóplatos, y con Martín tenía el fetiche de apretarle el brazo derecho, duro y musculoso por el squash. Con Martín sentía que levitaba y con Martín me dejaba aplastar; tenía la impresión de estar protegida debajo de su cuerpo. Ambas sensaciones eran placenteras. Me daba bronca que Martín no supiera cantar. Con Martín, en cambio, pasábamos sábados enteros cantando con sus amigos mientras él tocaba el piano. Estábamos siempre en movimiento, pero llegaba un punto en donde toda esa libertad se volvía una exigencia. Nuestra relación tenía que ser una aventura constante para que él no se aburriera. No podía quedarse quieto y Martín, por su parte, pasaba demasiado tiempo sentado.
Algo me retenía en esa habitación demasiado linda para ser prácticamente un depósito. Me lo figuré así, como el depósito de la novia. Mientras el novio espera abajo, ella está arriba, atrapada. Él no va a subir a rescatarla porque ya lo hizo. Ya la sacó de ese entuerto entre dos.
Un día mi relación doble se volvió evidente. Martín, que era más inteligente que Martín, me escrutó con la mirada y preguntó:
-¿Quién es el otro?
No tuve más opción que contarle. Cuando le dije, sonrió con desprecio y se fue de mi casa. Al otro día no llamó. Al siguiente, tampoco. Por su parte, Martín me notaba rara. Empezó a pensar que había algo malo en él. Quiso hablar del tema varias veces. Yo solo ponía excusas.
A la semana, Martín llamó. Dijo que quería verme, y esa misma tarde nos juntamos en un bar. Lo noté desilusionado, pero no vencido. Tras cuatro sesiones de terapia en días consecutivos, Martín se había dado cuenta de que yo era falsamente feliz en la dualidad.
-En tu cabeza…-concluyó después de una explicación eterna- nosotros dos somos la misma persona. ¿No querés casarte conmigo?
Lo miré asombrada. Martín llevaba una vida tan estructurada que su propuesta repentina me resultaba un viraje inesperado. Quizás él pensaba que esa era la única forma de retenerme y entonces todo cobraba sentido: una ficha más que acomodaría en su tablero. Me quedé pensando si saber bien qué me pasaba en el cuerpo, pero de repente imaginé una vida juntos. Le dije que necesitaba unos días para pensarlo, aunque de algo estaba segura:
-Te amo -dije, y era cierto.
Al día siguiente fui a la casa de Martín y le expliqué que había estado replanteándome algunas cosas y que me sentía un poco perdida. Martín me tomó de la mano y empezamos a bailar sin música. Suspiró y entonces pensé que se habría dado cuenta de todo.
-Pensás demasiado -me susurró al oído y nos quedamos abrazados un rato largo-. Yo quiero que seas feliz. ¡Si querés, nos casamos!
No podía creer lo que acababa de escuchar. ¿Martín, que odiaba las ceremonias y los protocolos, estaba dispuesto a casarse? Quizás lo pensaba como una aventura, como un viaje que podríamos emprender juntos. Total, todo podía cambiar en cualquier momento. Hoy nos casamos, mañana nos divorciamos. Me parecía una locura y, a la vez, el corazón me empezó a latir fuerte de la emoción. Le dije que necesitaba unos días para pensarlo.
-Te amo -le dije mientras lo apretaba fuerte, y era cierto.
Golpearon la puerta de la habitación y enseguida tuve a mi suegra, de nuevo, parada frente a mí.
-¿Qué pasa que no bajás?
No supe qué decirle y me limité a hacer un gesto. Cualquier decisión que hubiese tomado me parecía incorrecta. Es que mi forma de amar quizás era incorrecta.
-Ay, pobrecita -dijo ella-, estás asustada… ¡Y es normal! Es el día más importante de tu vida. -Me abrazó-. Es un paso muy grande el que vas a dar. Estás preciosa, aunque pareciera que ese corsé te está matando, pero sos la novia más linda de todas.
Cuando aparecí en el jardín, Martín me esperaba con la frente en alto. Enseguida vino el aplauso, el beso con Martín, el “¡Vivan los novios!”. Se acercaron todos a saludarnos. Con sus trajes y vestidos estrambóticos, los invitados parecían regalos de navidad al pie de los árboles. Algunas de mis amigas incluso me resultaron irreconocibles detrás de tanto maquillaje. Entre tantas caras, me pareció verlo a Martín. No había olor a jazmín, pero los tulipanes se veían bonitos. Martín estaba feliz. Yo sé que me ama profundamente.