Victoria estaba sentada en la sala de espera. Cómo le picaba el yeso de mierda que tenía en la pierna, quería arrancarlo con sus propias manos y rascarse a sus anchas. Pero no, tenía que aguantarse quieta hasta que el médico la llamara para hacerlo con una pequeña sierra. No quería pensar en lo que se iba a encontrar cuando se lo sacaran ni en el dolor que iba a seguir con la rehabilitación. Lo que más la asustaba eran las secuelas.
Ahora estaba aburrida y estaba sola: su madre había bajado a la recepción del sanatorio a hacer algún trámite. Colgado de la pared había un cuadrito horrible que intentaba ser un óleo campestre, en el que se podía ver un pequeño arroyo y sobre la orilla, una niña con la mirada un poco perdida. La cara de la niña era, en realidad, un manchón hecho con dos pinceladas. ¿Cuánto faltaba para que el médico la llamara? No daba más…
Sentada en esa silla incómoda y sin una revista para leer, recordó el momento en el que había decidido aceptar la invitación de Georgina a pasar el día de la primavera en el campo de su padre cerca de la ciudad. No sabía muy bien por qué había dicho que sí. Si bien Georgina era su amiga más cercana, tenía una actitud oscilante con ella: pasaba de mostrarse efusiva y alegre a maltratarla sin un motivo aparente. Siempre era peor si Victoria le daba atención a alguien más, como había pasado con Nicolás, un chico de su curso con el que salía y que no le caía bien a su amiga.
Victoria amaba el aire libre y los caballos, ambos le traían recuerdos de su abuelo que vivía en el campo. Cada vez que viajaba con su familia, la llevaba a montar y a recorrer caminos alejados en el bosque. Su amiga sabía de esa afición, por eso, había interpretado esa invitación como una especie de reconciliación silenciosa y aceptó.
El médico abrió la puerta del consultorio y llamó por su apellido a una señora que Victoria no había visto y que estaba sentada al final del pasillo. La mujer se paró con bastante esfuerzo y demoró una eternidad en llegar hasta donde la esperaba el doctor con cara de paciencia agotada. Cuando pasó frente a ella le echó una mirada que obligó a Victoria a bajar la cabeza y mirarse las manos asustada. Pensó que tal vez se estaba confundiendo con la actitud de la mujer que claramente apenas podía con su cuerpo, es que estaba harta de esperar y la pierna no dejaba de picarle.
Ese día el resto del curso había ido al parque a pasar el día. En un principio, la invitación había incluido a Nicolás pero él había desistido enseguida: quería estar con sus amigos y no se bancaba a Georgina. Victoria pensaba que, en realidad, le tenía un poco de miedo, porque una vez le había hecho una broma con eso y él se había enojado mucho.
Esa tarde, después de merendar, jugaron en los alrededores de la casa. El día estaba cálido y el aire olía a tierra seca. Georgina le propuso a Victoria ir para el lado de las caballerizas: tenía una yegua nueva para mostrarle. Eso la entusiasmó y por un momento dejó de sentir que estaba retenida y aislada en ese campo. La tierra del camino estaba ajada por partes, hacía varias semanas que no llovía y se podía ver en el paisaje. A los costados había hileras de sauces y el pasto estaba cortado al ras. A Victoria le dieron ganas de revolcarse un rato ahí, tirarse y mirar el cielo pensando en nada pero sabía que a su amiga no iba a gustarle la idea. Se cruzaron con un par de peones que iban para ese lado y se divirtieron imitando sus pasos cansinos: uno de ellos rengueaba suavemente y fue motivo de burla para ambas. Esa caminata fue relajada y era lo que parecían necesitar. El último tramo hasta las caballerizas lo hicieron corriendo y empujándose entre risas.
En ese campo criaban caballos y yeguas de carrera a los que entrenaban diariamente en un sendero cerrado por una tranquera cercano a las caballerizas. Sentada todavía en la sala de espera pensó que para mucha gente montar parece fácil, pero no lo es, el miedo juega en contra y el animal se da cuenta. Ella se había sentido bastante segura en ese momento, aunque los pingos de su abuelo, a los que estaba acostumbrada, eran viejos y dóciles como perros.
Apenas entraron a las caballerizas, Georgina se acercó a una yegua hermosa que tenía la cabeza asomada fuera del establo. Después de acariciarle el lomo, se dio vuelta y la miró a Victoria, sonrió levemente y le dijo: creo que es justo que te quedes con la más linda, vos vas a saber llevarla bien. Victoria se quedó helada: la yegua era linda pero muy alta y se veía fuerte y musculosa, sus ojos brillaban y se la notaba inquieta. Un peón se arrimó y miró a Victoria con un poco de lástima. La mirada que le dedicó a su amiga fue difícil de entender para ella: ¿era desprecio? ¿era temor?
Georgina le pidió que preparara a la yegua y a su caballo de siempre únicamente con estribos y riendas. El caballo de su amiga era más bien petiso, negro y se lo veía manso, resignado. Victoria volvió a sentir que se movía todo dentro de ella: se sentía halagada y temerosa, como si hubiera recibido un regalo muy caro que no quería en su vida pero que debía aceptar y agradecer.
El médico abrió nuevamente la puerta y la mujer salió. Ella comenzó a pararse acomodando las muletas pero el doctor le dijo que tenía que bajar a buscar los elementos para quitarle el yeso. Pensó en su pierna enyesada que había perdido musculatura y dios sabe qué más.
Después de montar, salieron del establo andando lentamente y comenzaron a bordear por un camino de tierra el campo del vecino. La llanura se abría amplia a los costados, los campos recién sembrados y el canto de algunos pájaros las acompañaban. Iban haciendo chistes y recordando las ridiculeces de algunas compañeras del sexto curso al que iban. A esa edad la inseguridad se mata hablando mal de otros, es el modo desesperado de salir a flote en un mundo en donde pareciera que nadie puede entenderte.
Hacía calor en la sala de espera. Ya era diciembre y las temperaturas rondaban los treinta y pico, el ventilador de techo no daba abasto en el espacio cerrado. Era sofocante.
A esa yegua tenía que llevarla con las riendas bien cortas y eso le molestaba, el recorrido había sido un pequeño forcejeo. Comenzaron a dolerle las muñecas, los brazos y una puntada recorría su espalda cuando pegaron la vuelta al atardecer. Georgina, por otro lado, se mostraba alegre y no paraba de hablar y bromear sobre cualquier cosa. Le dijo que, como el padre las estaba esperando para volver a la ciudad, iban a tomar un camino distinto y más corto. Victoria, en ese punto, solo quería bajarse de la yegua así que le contestó que sí. Mientras seguía preguntándose cómo la estarían pasando Nicolás y los demás.
Así anduvieron largo rato hasta que llegaron a la entrada de un bosque que se prolongaba en un camino despejado y al final, una tranquera abierta hacia las caballerizas que Victoria no había visto antes. Georgina le indicó con la cabeza el camino y le dijo: ¿no querés que corramos un poco? Llegamos enseguida al establo. Esa pequeña complicidad en el desafío le gustó y accedió, a pesar del dolor y del cansancio. Lo que todavía no sabía era que, cuando alguien te conoce, tiene en sus manos, lo sepa o no, el alma de tus pesadillas.
Giraron y al llegar a la cabecera del camino, la yegua se largó a correr con todas sus fuerzas; no era culpa del animal que solo repetía la costumbre del entrenamiento para las carreras en las que participaba.
Le costó mucho mantenerse erguida. A los pocos segundos de aferrarse con todas sus fuerzas, se deslizó hacia un costado del lomo del animal y no pudo sostenerse más. Sintió miedo, tanto que pidió a dios no morir, tanto que por un instante volvió a creer en él.