El cuento por su autor

Cuando escribí “La bella del leprosario” me inquietaban dos cuestiones: el misterio de la belleza y escribir en el borde de lo inverosímil.

Siempre me pregunto por qué la belleza ejerce sobre nosotros una atracción tan irresistible. Como dice el diccionario Espasa-Calpe: Belleza: Propiedad de las cosas que nos hace amarlas. Ser causa de amor no es poca cosa. Por supuesto, el misterio de la belleza sigue tan hermético como siempre, en el cuento intenté bordearlo y describir sus efectos.

Traté de forzar el verosímil partiendo de una contradicción aparente: bella y leprosa. Me parecía un modo de romper con un prejuicio, la noción intuitiva de que la belleza y la lepra no pueden ir juntas. Me guiaba la idea de generar un efecto de extrañeza en el lector.

De esta conjunción entre el enigma de la belleza y la tensión del verosímil nació “La bella del leprosario”

El cuento se publicó en mi libro Amor propio, editorial Alfaguara, Buenos Aires, 2007.

La bella del leprosario

Eugenia me dijo que quería psicoanalizarse por teléfono, prefería que no nos viéramos; yo me negué, le expliqué que de esa forma el tratamiento no iba a funcionar. Ella insistió en su insólito pedido; dijo algo raro, algo que me pareció más una amenaza que un argumento: "verme puede hacerle mal". Me mantuve firme. Al fin vino a mi consultorio, pero no me dio la mano. En ese instante interminable, parado en la puerta con la mano derecha alargada en el aire, me sentí más avergonzado que furioso, el motivo de mi turbación me resultaba obvio: Eugenia era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Rubia, sus ojos azules eran tan grandes, tan fuera de proporción, que me costaba decidir si eran bellos o monstruosos. Experimenté una dolorosa urgencia por poseer esa belleza. El ruido del arranque del motor de la heladera me rescató de la fascinación.

–Fui leprosa –dijo a modo de saludo.

Me sorprendió. Se podía suponer que su negativa a darme la mano se debía al temor de contagiarme, pero todavía resonaban en mí sus palabras: "verme puede hacerle mal". Eugenia tenía razón: verla me hacía sufrir. Me enamoré de ella en un instante y, en el mismo instante, me atormentó la pena de saber que no sería correspondido. Traté de recomponerme, de ubicarme en mi papel de psicoanalista. Su cartera parecía colgar del extremo de la manga de la camisa. De golpe me horrorizó imaginar que la sostenía con una pinza, que la lepra había mutilado sus manos.

En esa época atendía en un departamento antiguo en la calle Rodríguez Peña, una puerta corrediza de madera de nogal separaba la sala de espera del consultorio. Sin preguntarme nada, Eugenia pasó a mi lado, atravesó la sala con cierta desfachatez y se oyó un "clic" cuando depositó su cartera sobre la tapa de vidrio del escritorio. Seguramente el ruido lo habían producido las conteras metálicas de la base de la cartera, pero yo lo atribuí al cierre de una pinza ortopédica. La seguí, le dije que tomara asiento y me ubiqué con cierta ansiedad del otro lado del escritorio. Me preguntó si podía fumar y, sin esperar mi respuesta, encendió un cigarrillo. En ese momento pude observar sus manos, eran blancas, hermosas, no tenían ninguna mancha. Me dedicó una sonrisa de picardía, adivinaba lo que yo había estado pensando. Cuando sonrió tuve palpitaciones. Me ruboricé y no pude evitar mirar hacia mi pecho: creí que los latidos de mi corazón se notaban a través de la camisa.

Eugenia suspiró con resignación. Comprendía muy bien lo que me pasaba, sin duda a todos los hombres les pasaba lo mismo, tal vez hasta sentía lástima.

–Vine a verlo porque no puedo dormir. En realidad, dormir me da miedo, tengo unas pesadillas terribles. Me dijeron que la terapia me puede ayudar. –Hizo un largo silencio y, al fin, juntó aire y agregó:– Esto tiene que ver con lo que pasó con mi marido.

Me relató lo siguiente:

"A los veintidós años me diagnosticaron lepra, de tipo tuberculoide; usted es médico, ya sabe, es una forma benigna de la enfermedad. Fue espantoso. Mi novio de aquel entonces me abandonó, todos mis proyectos se arruinaron. La única que siempre me apoyó fue mamá. Me sentía tan infeliz... Un año antes había sido elegida Reina de la Vendimia, nosotras somos de Mendoza; iba a presentarme al concurso de Miss Argentina, me faltaban apenas seis meses para casarme y, en lugar de eso, tuvimos que venir a Buenos Aires para mi tratamiento. Además, ¡alguna gente fue tan mala! Cuando mi fotógrafo se enteró de la lepra no me quiso entregar mis retratos. Los había tomado antes de que me enfermara, cuando todavía era linda. Se había adueñado de mi belleza. De un día para otro pasé del Paraíso al Infierno.

"Fuimos al mejor especialista en lepra, un profesor de la facultad. Me habían salido manchas en las manos, en la cara y en las orejas, eran como una pulpa violácea, realmente asquerosas. Ustedes las describen como placas suculentas. No se asombre, viví dos años en un leprosario y mi marido era médico, conozco la jerga. Se me habían inflamado los nervios, me los podía tocar a través de la piel, duros como cables. Pero lo peor de todo era la anestesia. No sentía las manos, me las golpeaba y me las quemaba. El profesor me recomendó que las mantuviera vendadas todo el tiempo, me dio una medicación y me derivó a Roberto. Lo llamo por su nombre de pila porque es el médico que después se convirtió en mi esposo. Además, este nombre tiene una historia, en su pasaporte figura de otra manera. Se lo cambió antes de la guerra. Se puso Roberto por el Eje: Roma, Berlín, Tokio. Venía de una familia fascista, su padre había sido amigo de Benito Mussolini. Llegaron a la Argentina en el '46, Roberto ya estaba recibido de médico. La familia tenía muchísimo dinero. El padre de Roberto importó los primeros televisores que hubo en el país, le regaló uno a Perón. Una cosa ridícula, en esa época lo debía de tener de adorno; me acuerdo de que mi suegro lo usaba para apoyar el vaso de whisky.

“Roberto se enamoró de mí y empezamos a salir. No me gustaba; era un hombre nervioso, brusco, con el cuello lleno de tendones. Pero yo estaba muy triste, había perdido las esperanzas de volver a ser amada, y ahí estaba él, completamente loco por mí. ¡Y era tan atento! Me pasaba a buscar en una limousine, me abrumaba con ramos de rosas rojas y orquídeas, todos los días me llevaba a comprar ropa. De tan tierno resultaba baboso, no me dejaba hacer nada sola, su galantería me hacía sentir como una inválida.

"Roberto decía que le daba miedo que fuera tan linda. De entrada, no le di importancia a sus celos, después fue demasiado tarde. Cuando nos encontrábamos, Roberto me interrogaba minuciosamente, quería controlar todos mis pasos, verificaba mis horarios, llamaba varias veces por día para ver si yo estaba en el hotel. En la calle tenía que mirar fijamente para adelante, si giraba la cabeza hacia los costados o me daba vuelta se enojaba; decía que estaba mirando a otros hombres. Al principio yo tomaba estas actitudes como signos de amor. Fui muy tonta.

"Para colmo Roberto justificaba sus celos con distintos argumentos. Le gustaba repetir hasta el cansancio una especie de silogismo: `Si te tengo no te amo. Necesito sentir que nunca terminás de ser del todo mía, que nunca estoy seguro de vos, esto mantiene vivo mi amor; pero si nunca puedo estar seguro de vos te odio'.

"Era un hombre muy fogoso. A pesar de mis creencias me sometí a tener relaciones prematrimoniales. Él decía que no quería, pero parece que no se pudo contener. La tarde que me desfloró estaba fuera de sí; me apretaba la cara, me besaba, jadeaba, gritaba insultos en italiano; fue casi una violación. Esa tarde lloró, yo lo miraba; no le iba a dar el gusto de llorar delante de él. En lo sucesivo, cuando teníamos relaciones no aceptaba que yo hiciera el menor movimiento. Aunque la anestesia de mis manos ya había pasado, a veces Roberto me las vendaba para que no pudiera tocarlo. Si yo gemía o suspiraba se enfurecía, decía que si gozaba debía ser medio puta, que si el sexo me gustaba iba a querer hacerlo con otros hombres. La verdad, me da un poco de vergüenza contarle estos detalles, pero me dijeron que al psicoanalista hay que contarle todo. ¿Es cierto eso?

–Sí.

"Bueno. Su potencia sexual era insufrible; tenía un miembro enorme y doloroso, con venas abultadas como várices y un tatuaje muy raro, con la figura del Diablo desnudo y con tridente. Lo habían tatuado con el pene en erección, el tatuaje sólo se apreciaba por completo en ese estado. Únicamente me permitía hacerle sexo oral, bah... me forzaba a hacérselo. Decía que la mujer debe calentar el miembro de su marido al calor de la boca y cuidarlo como se cuida una brasa para que no se apague.”

La flauta de pan del afilador de cuchillos sonó en la calle. Eugenia se distrajo un segundo, me miró como si recién se diera cuenta de dónde y con quién estaba. Con sólo levantar los ojos desplegó toda su belleza. Pensé que el problema con las mujeres hermosas es que nos cuesta prestarles atención cuando hablan: uno se queda idiotizado mirándolas y se pierde lo que dicen.

"Como le iba diciendo, Roberto era muy fogoso; en el leprosario tenía que dormir boca arriba, si le daba la espalda de inmediato me montaba. Por suerte era estéril, se había hecho vasectomizar. Solía citar una máxima latina que dice que la paternidad siempre es incierta. Él había suprimido esa incertidumbre de cuajo: si yo hubiera tenido un hijo, Roberto habría estado seguro de que no era suyo.

                                                                                 ***

"Al cabo de un tiempo Roberto se hartó de la Argentina y del Patronato de los leprosos. Decía que quería investigar. Se carteaba con un doctor de Lima. Lo había conocido en el '48, en el Congreso de Piel y Sífilis de Tucumán. Por fin consiguió un puesto en el leprosario de San Pablo, en el amazonas peruano. Creo que viajamos al Perú por sus celos, quería aislarme del resto de los hombres. Yo estuve de acuerdo; razoné que, si no tenía de quien ponerse celoso, me dejaría tranquila y volvería a ser el novio cariñoso de los comienzos.

"Navegamos durante una semana en un lanchón por el río Ucayali hasta su desembocadura en el Amazonas. Íbamos amontonados con una carga maloliente de bolas de caucho virgen, pieles de mono y carne de chivito secada al sol; las indias se levantaban las polleras y orinaban sobre la cubierta. Yo vomité a todo lo largo del río. Por ese motivo, Roberto cada tanto hacía una escena de celos y me abofeteaba convencido de que estaba embarazada.

"Al fin llegamos a la colonia San Pablo. En los leprosarios los médicos viven separados de los enfermos. La zona sana de la colonia era un montón de cabañas alzadas sobre pilotes, unidas entre sí por caminos de tablones. El suelo era puro barro. Por todos lados había tirados algodones ensangrentados, batas de curaciones y guantes de cirugía. A pesar de la lepra aceptaron que viviera con los médicos porque era esposa de uno de ellos y ya no estaba en la fase contagiosa. No hubiera soportado vivir en la zona enferma, es el lugar más horrible del mundo. Quedaba a dos kilómetros río arriba; a simple vista parecía un pueblito ribereño cualquiera, con sus casas de madera, sus comercios y sus canoas, pero la pobreza era atroz. Los leprosos dormían sobre jergones de caña brava, les curaban las llagas con D.D.T. y los vendaban con tiras de ropa vieja. Los que aún podían valerse cultivaban cebollas y mandioca; cada tanto completaban su dieta vegetal con el aporte de proteínas animales: se robaban los cobayos del laboratorio.

"Sin embargo, la pobreza no era lo peor. Muchos pacientes tenían los pies y las manos mutiladas, ¡y unas caras! Nunca vi caras tan desfiguradas como las de San Pablo. Precisamente, Roberto había pedido que lo destinaran a esa colonia porque pensaba investigar los síndromes de destrucción ósea. De inmediato se dio cuenta de que algunas de las deformaciones no eran propias de la lepra. Mientras paseábamos entre las cabañas me las iba señalando: 'gomas de sífilis terminal', 'énfigos ampollosos gigantes', `epiteliomas malignos'. 'Esto es una caja de Pandora', me decía excitado. Era evidente que hallar todo ese material de estudio lo hacía feliz. El director nos confirmó que muchos no eran leprosos, internaban en el lazareto a personas cuya fealdad resultaba demasiado repugnante para sus vecinos; en general la internación se producía por denuncias anónimas y la policía los traía a la fuerza.

"Algunos internos de San Pablo explotaban una montaña de oro selvático, aunque en realidad más que una montaña era un enorme socavón de fango. Lavaban polvo de oro, rara vez encontraban una pepita, el rendimiento era mísero. Nadie competía con ellos, los enfermos amenazaban con salpicar a los intrusos con sangre infectada. Excavar era un trabajo muy peligroso, las lluvias causaban derrumbes que sepultaban a los buscadores bajo mareas de barro. En verano, con la sequía, la tierra se contraía, se rajaba en grietas y de ellas brotaba el hedor de la carne descompuesta de los hombres que habían quedado atrapados bajo el barro en el invierno. Nadie quería comprar el oro de los leprosos, incluso fundido en lingotes. Lo tenían que contrabandear a Colombia para disimular su origen.

"La selva era terrible, había millones de bichos espantosos. Los indios de la región estaban anémicos por la cantidad de sangre que les chupaban los mosquitos. Hasta las mariposas nos chupaban. En ese territorio hay poca sal; cierta especie de mariposas, de alas pesadas como terciopelo, con dibujos grises parecidos a huellas digitales, se posaban sobre nuestros brazos o sobre el mango de una pala recién usada y sorbían nuestra transpiración. Ahora que estoy en Buenos Aires me pregunto cómo hice para soportar la selva tanto tiempo. Además, no encontraba mi lugar. Entre el personal de la zona sana no tenía nada que hacer, tampoco entre los monstruos de la colonia y, en lo posible, rehuía el contacto con Roberto. Aunque estaba un poco menos violento, todavía tenía arrebatos de rabia y me pegaba. Llegué a pensar que mi marido era el Diablo; estaba sugestionada, me figuraba que la temperatura de la habitación subía cuando él entraba, era como un calor maligno. A veces, cuando estaba sentada cosiendo o escuchando la radio, se acercaba y me daba una cachetada; decía que me veía pensativa, seguramente estaría acordándome de algún hombre de mi pasado.

"A un kilómetro río abajo, en la orilla opuesta del Amazonas, había una tribu de indios yaguas; comencé a visitarlos. Son gente pacífica, no mienten, suelen estar de buen humor y además tienen muchos chicos. No podía cuidar a los hijos de los leprosos por el peligro de reinfectarme, pero sí a los chiquitos yaguas. Eran decenas, todos vestidos con taparrabos de fibras de palmera. La tribu funcionaba como una familia única, dormían todos juntos en una gran casa comunal. Los médicos de la colonia decían que eran promiscuos, no sé, por lo menos nunca estaban solos.

"Me costó mucho acostumbrarme a los indios. Los yaguas pescan con arpones y cazan monos con cerbatanas con dardos envenenados. Los monos son impresionantes, pasan corriendo por los árboles a gran altura, chillando y ladrando como perros. Cuando los hieren caen paralizados, sólo les bailan locamente las pupilas. Los indios los asan y los sirven acostados sobre hojas de plátano, parecen bebés recién nacidos. Toman una bebida alcohólica que elaboran de la yuca. La preparación es inmunda. Las viejas de la tribu mastican la yuca y la van escupiendo en un recipiente donde la dejan fermentar; se ofenden si una no toma con ellos. Al principio los yaguas me daban bastante asco, pero conseguí adaptarme; estaba dispuesta a aguantar cualquier cosa con tal de no estar con Roberto.

"Al contrario, los yaguas me aceptaron bien desde el primer día, en verdad fueron mucho más lejos: me adoraban como una diosa. Les fascinaba mi cabello rubio, como a los nativos de las películas de Hollywood. Llamaban a mi pelo "Saliva del sol". Decían que el sol brilla porque está feliz, porque tiene mucho para comer, y que los rayos son la saliva que va escupiendo mientras mastica a toda velocidad. A la mañana yo remaba hasta la tribu, me entretenía cuidando a los chicos y ayudando a las mujeres en sus tareas, al atardecer regresaba a la zona sana. Roberto estaba muy ocupado estudiando las deformaciones de los leprosos. Tomaba fotos y dibujaba. Solía volver a nuestra cabaña de noche, yo lo esperaba con la cena. Durante un período esta rutina resultó tolerable. Se podría decir que Roberto estaba contento, en ese tiempo todavía no sentía celos de los indios; como era racista los despreciaba, como si perteneciesen a una especie subhumana. Sin embargo, le gustaba exhibirse frente a ellos; cada tanto venía a buscarme a la tribu cruzando el Amazonas a nado, en Italia Roberto había sido campeón de natación de aguas abiertas. Era una locura; a esa altura el Amazonas mide más de mil metros de ancho, si se lastimaba con alguno de los troncos que flotan en el río, las pirañas, que tienen un olfato muy sensible para la sangre, lo habrían atacado en cuestión de segundos.

Eugenia se quedó un rato en silencio, fumando pensativa, parecía agotada, al fin continuó.

"Transcurrieron alrededor de seis meses, me había resignado a que mi vida fuera atender niños yaguas y soportar los asaltos sexuales de mi marido. Lo aceptaba con cierta filosofía. El equilibrio se rompió después del Congreso de Lepra de Río de Janeiro del '50. Roberto presentó los resultados de sus estudios acerca de las deformaciones corporales. Lo trataron mal. Calificaron sus descripciones de gratuitamente morbosas, le dijeron que confundía los estudios científicos con desvaríos artísticos.

"De vuelta en la colonia empezó a emborracharse todas las noches. No se afeitaba, dibujaba en su cuaderno croquis de técnica quirúrgica, en ocasiones hablaba solo. Al principio no le di importancia, subía el volumen de la radio para no oírlo; él iba y venía por la cabaña, con sus papeles en la mano, murmurando palabras en italiano, insultando a sus colegas. Los médicos se daban cuenta de que estaba trastornado. Intentó una cirugía plástica con injertos de hueso, la paciente se infectó y la cara le quedó peor que antes. Nadie operaba a los leprosos. Aunque el director de la colonia lo había autorizado, luego se enojó con él, Roberto le contestó a los gritos y el director amenazó con rescindirle el contrato.

"Algunas noches regresaba a la cabaña desanimado, cuando pasaba por esos estados de angustia reclamaba mi amor; me hablaba con ternura, me hacía regalos. Como yo le tenía miedo trataba de corresponderle, pero no conseguía ser muy convincente. Entonces me hacía reproches, decía que mis besos sonaban como chasquidos de fastidio. Un día me dejó una carta, era su manera de comunicarme algo sin que la ira se lo impidiera. Decía que los caníbales del río Xingú saben que el corazón es mucho más duro que el cerebro, lo saben porque le hincan el diente. Se quejaba de que mi corazón era duro como una piedra. Decía que su cerebro había sido fuerte y lógico hasta que yo lo desmenucé entre mis dedos. La carta me pareció tan extraña que desde entonces tomé la costumbre de revisar sus papeles. Muchas veces pensé en dejarlo y regresar a Buenos Aires, pero me daba miedo; si me encontraba probablemente me habría matado. Cuando se dio cuenta de que no iba a conseguir que nos amigáramos comenzó a pegarme de nuevo. Me pegaba en la cara con el puño cerrado, antes jamás lo había hecho. Una tarde leí una nota en su cuaderno de croquis, la recuerdo de memoria. Decía que él se parecía al bacilo de la lepra: 'Al Hansen y a mí nos gustan los tejidos fríos: a él la piel, la nariz, los nervios cutáneos; a mí las mujeres frígidas. El Hansen se apodera de la belleza humana destruyéndola; yo sigo preguntándome cómo poseerla. ¿De qué manera atraparla? ¿A través de qué órgano? Al desfigurar los rostros, el Hansen nos recuerda que poseer la belleza es imposible. Deformar la belleza es corregir la obra de Dios'.

"Entendí por qué me pegaba en la cara. Decidí no regresar a la colonia, me instalé en la tribu, por supuesto dormía fuera de la habitación comunal. Los yaguas levantaron una choza para mí, montaban guardia toda la noche. Roberto vino a buscarme varias veces. Sus reacciones eran imprevisibles. En ocasiones se ponía a llorar y me pedía perdón, en otras trataba de pegarme, pero los yaguas me protegían. Lo inmovilizaban sin contestar a sus provocaciones; Roberto era blanco y médico, sabían que si lo tocaban los gendarmes tomarían represalias.

"El final sobrevino de manera inesperada. El hijo del jefe de la tribu me seguía a todas partes, era un muchacho de veinte años, muy fuerte e impulsivo. En una oportunidad Roberto lo insultó y empezó a golpearlo; el muchacho le devolvió los golpes y lo dejó en el piso sangrando por la nariz. Entonces Roberto sufrió una especie de crisis nerviosa. Sacó un bisturí del bolsillo, pero en lugar de atacar al indio, comenzó a tajearse la cara y a gritarme sin parar: `te odio, te odio', así me gritaba mientras que con el bisturí se abría líneas de sangre en la piel. Los cazadores alistaron sus cerbatanas; al verlos, Roberto corrió hacia el muelle, entretanto seguía cortándose y gritando. Los yaguas no trataron de detenerlo, fue todo muy confuso. Roberto se tiró al río completamente ensangrentado, enseguida desapareció arrastrado por la corriente. Al otro día, a la altura del puesto fronterizo de Chimbote, los gendarmes pescaron su cuerpo con ganchos, sólo quedaba el esqueleto descarnado. Desde entonces no puedo dormir."