El cuento por su autor
“El esfuerzo por eliminar los aspectos ‘repulsivos’ de la existencia, que es la obsesión de los moralistas, no sólo es absurdo sino también fútil. Acaso uno logre reprimir feos pensamientos y deseos, impulsos ‘pecaminosos’, pero los resultados son patentemente catastróficos (no hay casi diferencia entre un santo y un criminal). El liberarse de sus deseos y, al hacerlo, alterar sutilmente su naturaleza constituye la aspiración de todo individuo que quiera evolucionar”, escribió Henry Miller en su libro El mundo del sexo. Y fue a partir de lecturas compartidas de este libro (por entonces yo atesoraba como una reliquia la edición de editorial Sur, publicado en 1963, que poco tiempo después perdí en alguna de mis tantas mudanzas) con una gran amiga mía que surgió el cuento “Astrid, la traficante”, en colaboración, ya que ambos somos de la idea de que la literatura, por no decir el arte en general, no es una actividad solitaria. Motivarnos una escritura escandalosa fue el punto de partida para luego ir a lo que verdaderamente nos interesaba, los cruces de lecturas, ¿o acaso aquello del criminal y el santo no puede pertenecer perfectamente a Arlt?, los guiños y homenajes secretos, para finalmente entrar en una anacrónica vorágine de significaciones como quien salta de la cuerda de la ética a la moral y pierde el equilibrio en el momento exacto en que comprende que, si hubo algo de escandaloso, fue el mero hecho de sentarse a escribir, fingiendo sentir aún el aroma de las flores de Baudelaire, una presencia ausente como una ley que le escucha decir a un hombre “Madame Bovary, soy yo”.
Astrid, la traficante
Imagino el gesto atroz de la madre de Astrid, el momento exacto en que Moreno, sonriendo, apoya sobre su escritorio toda la evidencia. Y lo que supuestamente dijo: “Bueno, señora Gutiérrez, como puede ver… Esto es lo que lo vendía su hija a los varones del curso”. Al viejo rector puedo representármelo tan seguro y orgulloso como un policía de narcóticos que acaba de desbaratar una banda luego de largos meses de investigación. O tal vez no hubo nada de eso y la posibilidad que tuvo Moreno de encerrar en el baño a sus alumnos no fue otra cosa que la consecuencia fatal de alguien que se dio vuelta esa misma mañana por puro impulso delator. Es recurrente la afirmación de que los delincuentes caen porque no pueden evitar llamar un día por teléfono a su amor o un familiar. Sólo que nosotros no éramos delincuentes, estábamos cursando el segundo año del colegio y ninguno tenía novia. Me refiero al Grupo de los Ocho que se hizo célebre cuando se filtró información sobre nuestros encuentros de masturbación grupal. A veces alcanza con una chispa de exageración para que la mentira se vuelva incontrolable. Nada de todo lo que se dijo es cierto, ni siquiera sobre mí. Por supuesto que nos pareció genial cuando uno de nosotros dijo que su padre había comprado una videocasetera y tendría disponible la casa porque su familia se iría a pasar el fin de semana al campo. En esa época no era tan fácil acceder a la pornografía como ahora, uno dependía de los hermanos mayores, un tío joven, un vecino compinche que te habilitara un par de revistas Playboy o al menos una Eroticón. El que conseguía una revista la pasaba al integrante del grupo más calificado para que la tuviera una semana entera antes de estampar su firma en una de las páginas. Hoy el Grupo de los Ocho no hubiera existido; por sus características, no hubiéramos llegado a los dieciséis años: una mañana nuestros padres se hubieran visto obligados a derribar de una patada la puerta de nuestra habitación y nos habrían encontrado secos y rígidos frente a la pantalla de la computadora. Las sesiones de masturbación grupal duraron muy poco debido al escándalo que se armó y lo lamentamos mucho porque ya habíamos pensado con Astrid en incorporar al sexo femenino, o por lo menos a ella en un principio, porque no solo le gustaba masturbarse tanto como a nosotros sino que además lo contaba sin ningún tipo de vergüenza.
¿Por qué habría de tenerla?
Astrid no era como el resto de las chicas del colegio, por muchas razones. Hay mujeres que no son de este mundo. Intentar describirlas es agotador. Llegó a principio de segundo año desde Colombia. Ella y su madre, que era peluquera, al menos eso decía. Era todo lo que sabíamos. A esa edad la historia personal, aquella que te define ante la mirada de los otros, es la de tus padres. Y nuestros padres valían tres tiras de verga, como decía mi amiga.
Un día me preguntó cómo eran esos encuentros -Astrid era frontal como una pared sin revoque y se te aparecía de pronto como los niños- y le conté casi todo; porque
nunca le dije que sucedía en medio de una tensa oscuridad y que apenas podías escuchar la respiración agitada del que estuviera recostado a tu lado, su risa iluminándolo al escuchar: “Voy a comerte el coño, guarra, mira qué polla tiene tu hombre mono”.
Una mañana, durante el recreo, se paró delante de mí para hacer un gesto con la mirada, diciendo estas palabras: “Hágale y me cuenta”. Sentí el envoltorio de tela y lo guardé en mi bolsillo. Fui al baño, pasé la traba en la puerta y saqué el pequeño envoltorio de tela blanca, le quité el hilo que lo sujetaba y la desenvolví, cayó un papelito al piso, lo levanté y leí: Lorena. Una de nuestras compañeras inalcanzables. Me excité muchísimo. Cuando salí del baño, Astrid me sonrió y dijo que podía conseguir más de quien yo quisiera. Sólo debía darle tiempo suficiente y el dinero en el momento de la entrega. Podía decirle también al resto del Grupo de los Ocho, si quería; pero a nadie más. Menos a Rolo, al resto le preocupaba la guita que pedía Astrid. Pero, bueno ¿qué pretendían? Era cuestión de dar el nombre de la compañera y a la semana tener su tanga. Algunos tardaron en entender, ¿las tangas de nuestras compañeras? Les conté mi experiencia con la intimidad de Lorena. No lo creyeron hasta el día en que Astrid vino con una libreta para hacer la lista de pedidos. Fue maravilloso mientras duró; pero no duró mucho. Todo el resto que tengo para contar prefiero que lo diga Astrid. Si esta noche me puse a escribir sobre ella es porque, gracias a una mudanza, encontré una carta suya.
***
Carrera 5900 # 63-25 Apartamento L.506. Bogotá Colombia
Lautaro:
Te escribo después de tantos años, sin saber aún cómo podría hacértela llegar. Pero ya encontraré la forma de hacerlo. Estoy aquí en un el centro, en donde doña Ceci, un bar de Bogotá tomándome unas polas junto a la ventana. No ha parado de llover. Estoy evitando llegar a mi casa por esa imposibilidad natural que tengo de afrontar ciertas circunstancias contra las que ya no quiero pelear. Hay tantas cosas que me fastidian… Me fastidia esa necesidad de mentir cuando me preguntan en cualquier registro mi profesión, me fastidia la mirada hipócrita de mis vecinos y sus preguntas llenas de cizaña ocultas en patéticas frases de amabilidad. No tengo ganas de aguantarme a nadie. Hoy enterré a mi mamá. ¿Cuántas cosas se habrá quedado sin decir? ¿Preguntas por hacer? ¿Secretos por confesar? Mi hermosa mamá, siempre huyendo, queriendo alejarse de ella misma sin aceptar que hay herencias que son imborrables, enquistadas en una sociedad donde unos construimos la vida con la mierda que desechan otros. Y lo único que terminó alejándola de ese lugar fue la inevitable realidad de volverse vieja.
La última vez que te vi, estabas por entrar en la oficina de Moreno para recibir todo el peso de su asquerosa moralidad… ¡Viejo de mierda! No quise regresar al colegio, aunque siempre tenía el impulso de buscarte a la salida y hablar contigo, así solo fuera para despedirme.
Me enamoré de ti, putamente, como nunca. Y ahora que lo pienso eres el único hombre del que me he enamorado, pero no es la razón por la cual te escribo, no soy tan lámpara ni pretendo hacer de esto una excusa para iniciar ninguna historia de amor, esas vainas no van conmigo.
Aunque aún no soy una mujer vieja, decidí que no quiero quedarme con cosas por decir. Lo hago desde el recuerdo y la nostalgia del único hallazgo de complicidad que tuve en mi vida. Nada de lo que te diré aquí lo digo con algún tipo de idea para quitar alguna culpa, ni llevada por ningún remordimiento, yo no tengo de eso, por el contrario, creo que lo que soy, eso que nadie conoce de mí es lo único que me mantiene viva, esa valentía de ser y seguir mi deseo por encima de los prejuicios sociales que tuve la suerte de conocer cuando ya tenía la suficiente edad para rechazarlos.
Que mi mamá también fuera una puta, creo que es una de las cosas que tengo por agradecer a la vida. El exceso de las culpas que se perdían unas con otras dejaron de ser importantes y la inutilidad del ejemplo me hicieron poder conocer el mundo tal cómo es desde la naturaleza de lo que somos y desde la maravilla y la porquería que nos compone y que, en igual proporción, nos pertenece.
La colombiana, la traficante de tangas, la hija de la peluquera, esa peluquera de faldas cortas y piernas largas que inevitablemente se robaba las miradas disimuladas de los hombres en las reuniones de padres y de uno que otro muchacho. ¿Sabes de qué te hablo, Lautaro?
Esa idea absolutamente loca que tuvimos esa tarde, caminando hacia tu casa. No podíamos hablar, la risa que nos ganaba ante el absurdo de la idea, pero igualmente por la incredulidad de su genialidad. Tú el infiltrado y yo la traficante, el mejor equipo, las ganancias estarían cincuenta cincuenta, como debe ser. Nunca pensamos que sería un negocio tan rentable y exitoso. Lo hice por ti, por ese amor loco que me movía. Nunca me interesó ser tu novia, el papel de la novia me parecía patético, mi amor se traducía a una idea absoluta de complicidad, esa arrechera de poder compartir tantas cosas íntimas, sin prejuicios de nada. Yo evidentemente no era una de esas muñequitas inmaculadas que al final de cuentas quebraban toda su moral y su voluntad tan fácilmente ante la naturaleza inevitable de lo que eran. Yo la hija silenciosa pero innegable de una puta, no podría haber sido amiga de ellas, no me hubiera imaginado parada en una esquina diciendo maricadas para llamar la atención de los manes, los mismos que les seguían el juego con la esperanza de algún día tirárselas así costara la promesa de no contarle a sus amigos y el juramento de un amor para toda la vida. ¡Pendejas!
A mí, me tocó renunciar a la ingenuidad desde muy pequeña, una ventaja como muchas otras cosas de mi vida.
Aquí empiezan las confesiones.
Esas primeras tangas eran mías, sabía que era imposible para alguno de ellos saber de quién realmente serían y bueno… Los manes estarían pagando por el peso de su propia imaginación, pendejos. Me reía mucho al verlos salir del baño con cara de idiotas enamorados, tu metiendo el dinero en el bolsillo y con una seña diciéndome que el negocio había sido un éxito. Tus amigos, déjame decirte, tenían aspiraciones demasiado altas, nombres de chicas imposibles para mí, les gustaban las más gomelas del puto colegio. Así que empecé a buscar excusas para ser invitada a las casas de las pocas que me hablaban o eran agradables conmigo. Amigas allí nunca tuve. Entonces llegaba a sus casas, miraba dónde estaba la tina de la ropa sucia y en un momento de descuido sacaba una o, a veces, dos tangas y las ponía en mi bolsillo, breve. Eres mi llave y entiendes, espero, porque no olvido esa sensación de satisfacción y de venganza reivindicadora con las nombradas esas del colegio. Tus amigos salían del baño pensando en su amor idealizado, después de haberse manoseado inspirados por el aroma real de una vieja que, al pasar a su lado, mirarían con esa típica repugnancia de ciertos adolescentes que se creen machitos.
El negocio iba al pelo, pero olvidé en principio decirte las tres reglas más importantes de los traficantes de cualquier cosa: 1. Los traficantes jamás prueban el producto; 2. Los traficantes jamás revelan sus fuentes; 3. Los traficantes siempre tienen una coartada para escapar.
Tal vez el resultado entonces hubiera sido diferente para nosotros.
Me sorprendió mucho el pedido tuyo. No era fácil, ¡ay Lautaro…! Me reí, no jodas, te dije. No lo creí hasta que te pusiste serio. “Ya sé que no vas a poder, no sos tan mala como decís”. Me retaste y yo te amaba. Eso llevaba inevitablemente a dos cosas. Primero, que a costa de lo que fuera iba a conseguir la tanga. Y segundo, que serían de ella, no te podía engañar como al resto de tus amigos. Contigo la vaina era de lealtad, la única que pude sostener en toda mi puta vida. Tú y yo éramos más que amigos, éramos más que novios, éramos más que amantes, éramos parceros, cómplices. Esa relación que se tiene una sola vez.
Mientras nos fuimos caminando hacía mi casa, repartimos las ganancias de ese día. Yo andaba elevada, marica, tratando de ver cómo putas iba a conseguir esa tanga. Entonces me detuve, te mire a los ojos, mierda…. Esa mirada tuya que no he podido olvidar, como en cámara lenta, llena de picardía que se perdía a veces en ensoñaciones incapaces de confesar, bueno… ¿Recuerdas lo que te dije? Te dije: ok, Lautaro, no será fácil, pero en una semana se la tengo, parce. Ya me parecía a uno de los mozos de mi mamá, cuando le contaba sobre alguna estafa para luego terminar cascado en un CAI. Ya sé, te dije esa mañana, clases particulares de inglés. Sonreíste, nada más.
La nena toda una bacana, me dijo que listo, que me esperaba en su casa y le caí como a las tres de la tarde. Recuerdo que se veía diferente que en el colegio. Estaba descalza. ¿Cuántos años tenía la profesora? Te gustaban grandes, lo recuerdo. Al fondo de la cocina se veía el patio, plantas, todo demasiado limpio y en su orden. En alguna bolsa de tela debería estar el regalo para mi queridísimo. Me senté en el sofá mientras ella preparaba café. Luego me acerqué a la cocina con la excusa de: “No soy muy buena para esperar”. Ella no me miraba, tal vez sonrió cuando le pregunté: “¿No tiene marido?” Y me respondió que no. Claro, dije, y que no todas las mujeres usamos de eso. La estrategia ya estaba: me levantaría de la mesa, me ofrecería a llevar las tazas y listo, marica. Nos sentamos a una mesa en el comedor, saqué mi libro de texto de inglés, mis notas y le dije: “Mira, esto es lo que no entiendo”. Comenzó a explicarme varias cosas, yo realmente no le estaba parando bolas, toda mi atención estaba en cómo llevar a término mi plan. En un momento, le dije: “Voy a llevar las tazas a la cocina, ¿está bien?” Entre otras prendas, allí estaban, unas lindas y sexis tangas negras de encaje. Y lo mejor, estaban evidentemente usadas, no pude evitar olerlas. Sí pa qué, la vieja olía rico. Ya iba a guardarla en el bolsillo cuando volteo y la profe mirándome. Me pilló esta nena, qué boleta, pensé. “Estaba buscando la basura”, le dije. Ella me señaló la caneca junto a la nevera. Se acercó a mí muy lentamente y me miró de frente, quitó el cabello de mi cara y me dijo: “Si necesitás algo me pedís, aquí no tenés necesidad de robar”.
Creo que si te hubieras tomado ese café que yo me tomé con ella, si hubieras hablado con ella tan solo cinco minutos, estoy segura de que hubiera perdido ante ti todo su encanto, no más allá de unas buenas tetas que te hubiera gustado probar. Una mujer en fotocopia dibujada con carbón en el ideal de lo que es políticamente correcto, extasiada por una reivindicación de discurso. La mujer modelo de una sociedad deconstruida, y yo la verdad no entiendo cómo se puede deconstruir un mundo que de construcción no tiene una mierda. La profe no pasaba de ser una de esas mujeres que creen tener la verdad detrás del desprecio, adictas a una idea reivindicadora y vengativa y dueñas de la verdad llena de mentiras y fuera de la realidad. Realidad que a las mujeres cómo yo nos toca cada día limpiarnos el semen seco que queda encima después de una tarde de trabajo. Y que mujeres así no ven desde una casa linda y perfectamente decorada, creen poder entender desde su mirada lastimera la vida de mujeres realmente vulneradas, a las cuáles nos importa un bledo, cada una de sus arengas y teorías conspirativas. Yo a veces me conformo con un poco de ternura de cualquier hombre que pueda ver en mí un pedazo más profundo de lo que tengo por naturaleza que ofrecerles.
Solo espero que el man de rulitos te las haya entregado porque no tuve oportunidad de decirte que las había dejado con él.
Te mando un beso,
Astrid