El cuento por su autor

Ante una realidad que a menudo se muestra monótona y previsible, soy de los que piensa que todos, a nuestra manera, esperamos que alguna vez, algún día, algo extraordinario sacuda nuestras vidas y nos haga sentir vivos.

Ahora bien (tranquilos, ya retomaré el punto), en cuanto al oficio de escribir me parece increíble que haya permanecido cinco años alejado de los cuentos. El resultado de esa decisión fueron dos novelas de mi autoría, una de las cuales, Málaga, fue publicada por Ediciones Colihue y está inspirada en la desaparición de 31 estudiantes secundarios durante la última dictadura militar, episodio que se conoce como la división perdida de Banfield. Cumplida esta etapa como escritor, regresé con desesperación a escribir cuentos. Un poco más de una veintena de relatos que fueron concebidos entre el año 2022 y la fecha. En esta serie sin pausas, el último en colarse fue “Thyssen”, inédito hasta el día de hoy. ¿De dónde sale un cuento? Es una pregunta que suele sonar con insistencia. En el caso de esta historia, no hay que dar demasiados rodeos. La génesis de “Thyssen” arranca en un hecho real, un viaje de placer por España, en cuya estadía se conjugó la emoción de regresar a una ciudad entrañable como Madrid con los miedos que a veces provoca estar lejos de casa. Sin embargo, de todas las vivencias, existió una que me quedó grabada a fuego: la visita a un hermoso museo y en su interior, una presencia por demás inquietante que acaparó toda mi atención. Es que mezclado con los turistas, descubrí a un tipo de edad indefinida, vestido con ropas tan raídas como sucias. Un gran contraste con el resto de los visitantes. Pero no era sólo su lamentable aspecto, rayano a la indigencia, lo que me hacía ruido. Había más: un rostro huesudo y de una palidez llamativa que denotaba un estado de salud precario. Era evidente que la realidad que yo esperaba encontrar dentro de la exposición, se había quebrado. El derecho de admisión en los museos es moneda corriente, sin embargo, el tipo estaba ahí, delante de mis narices, observando los cuadros con una rigurosidad propia de los que entienden de pintura. ¿Qué habría pasado? ¿Cómo se produjo la filtración? ¿Un descuido? ¿Un permiso clandestino otorgado por alguien impulsado por un atisbo de humanidad? Por largos minutos los valiosos cuadros exhibidos pasaron a formar parte de un paisaje secundario. Todos mis sentidos se posaron en los movimientos de aquel intruso.

Hasta aquí lo vivido, lo biográfico. Luego, como suele pasarme, entró a jugar la ficción, creando climas, imágenes, tejiendo una historia que intenta ofrecer una mirada distinta de lo sucedido. Y es en este punto donde vuelvo a conectarme con el primer párrafo del texto, diciendo que en ocasiones me gusta pensar a los personajes de “Thyssen” sobrevolando a gran altura el vasto llano de la realidad, montados arriba de las gloriosas alas de lo extraordinario. 

Thyssen

Algo difícil de explicar, pero fue como si el tipo hubiera salido de la nada. Es que no lo vi venir ni tampoco escuché sus pasos al acercarse. De pronto, en una de las salas ubicadas en la planta baja del museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, tenía a un sujeto cuchicheándome a mis espaldas. Hablaba español con un acento raro, en un tono tan bajo que no le entendía nada. ¿Quién sería?

Ya había perdido la cuenta de mis viajes a Madrid. Y el paso por aquel bello museo era un punto infaltable en nuestra hoja de ruta por la ciudad. Bien digo, nuestra hoja de ruta. Otros tiempos, en los que éramos dos almas inseparables. Es que mi vuelta a Madrid esta vez tenía una particularidad imposible de obviar. Se trataba de la primera vez que viajaba solo. En las anteriores ocasiones lo había hecho acompañado de mi esposa, Roxana, fallecida un año atrás, víctima de una leucemia fulminante. Después de su desaparición física, de ser por mí, ni me habría molestado en ir a la esquina de mi casa. No había terminado de elaborar el duelo y tal vez no lo lograría nunca. Sin hijos, me había quedado solo en el mundo. A duras penas cumplía con mis obligaciones laborales. Los pocos amigos que conservaba me daban ánimo, me decían que a los sesenta años aún era joven y que podría rehacer mi vida. Sin embargo, esa empresa por el momento me parecía imposible. Es que algo adentro mío se había apagado, me sentía perdido en una oscuridad que no me daba tregua.

Pero aquí me ven, de nuevo en Madrid, transitando esta primavera espléndida, otra vez en el Thyssen, cumpliéndole el último deseo a Roxana. Sabiendo que su enfermedad no tenía vuelta atrás, me había pedido que cuando ya no estuviera más en este mundo, regresara a Madrid, la ciudad donde siempre fuimos felices. El lugar del mundo donde existe el mejor sol, debajo del cual nuestro amor había brillado más que el oro. Decía que, si yo volvía algún día, ella también lo haría conmigo. Que la magia de Madrid llevaría adelante el milagro del reencuentro. Claro, en otro plano, pero reencuentro al fin. Y el Thyssen sería, como siempre, uno de los paseos obligados. Ella, una gran pintora, egresada de bellas artes, había elegido esa pinacoteca sobre el resto de los museos europeos. Tal preferencia no sólo obedecía a la fantástica colección de cuadros de los pintores más relevantes de la historia, sino también a otros atributos que lo convertían en un lugar siempre atractivo: la ausencia de larguísimas colas para ingresar al recinto y la posibilidad de sacar fotografías de las obras, algo que todavía estaba vedado en algunos museos españoles.

Sin embargo, mi estadía en Madrid, hasta el momento había sido un rotundo fracaso. Lejos del reencuentro soñado por Roxana antes de morir, mi única compañera de viaje había sido la ausencia. Todo me hacía acordar a ella, eran recuerdos que se amontonaban unos arriba de otros y me desgarraban como puñaladas.

Lo cierto es que, como venía diciendo, me encontraba observando maravillado un cuadro de Paul Gauguin que particularmente era la debilidad de Roxana, cuando escuché esa voz cavernosa, muy cerca de mi oído izquierdo, que llegó acompañada del olor desagradable típico de una boca falta de aseo. Me di vuelta y di con un tipo de edad indefinida, de una altura parecida a la mía y con un marcado desaliño en su figura. Claramente no tenía el aspecto típico del turista que frecuenta museos europeos, más bien todo lo contrario, estaba en presencia de alguien que seguramente padecía graves problemas económicos, incluso si me apuran, de un vagabundo o algo parecido.

Tenía puesto un jean gastado que le quedaba corto y dejaba al descubierto un par de zapatos viejos y sucios, con los cordones desatados. Una remera azul y arriba de ella, un pullover raído y desbocado. Su rostro alargado, poblado de una barba canosa y rala, me resultaba familiar… ¿pero de dónde lo conocía?

Sin embargo, lo que más me desconcertaba era un gorro de lana, de color gris, que cubría su cabeza hasta taparle las orejas. Lejos de hacer frío, era un día muy agradable. Tal vez, pensé, era pelado y el gorro tenía la intención de ocultar la calvicie, o vaya a saber Dios qué otra cosa. Como sea, me pregunté como habían dejado entrar al museo a semejante tipo.

–Perdón, ¿a mí me hablaba? –atiné a responder.

–Sí, claro, a usted… a quién otro –dijo con una sonrisa que dejó al descubierto unos pocos y amarillentos dientes.

¿A quién otro? Evidentemente el sujeto tenía razón. En ese momento en la sala aquella nos encontrábamos nosotros dos solos. Por su terrible aliento retrocedí dos pasos y respondí:

–Pasa que no le entendí bien lo que me dijo…

–Simplemente le preguntaba si usted no sería la clase de gente que da crédito a todo este circo…

–¿Circo? ¿A qué se refiere exactamente?

–Me refiero a esta gran estafa, a este engaño.

–¿Qué es lo que es una estafa, un engaño?

–Este museo y todo lo que hay en su interior, incluyendo a estas cosas que cuelgan de las paredes.

–¿Habla en serio? Las cosas que usted dice que cuelgan de las paredes son ni más ni menos que obras de arte valuadas en millones de euros.

–Eso es lo que usted cree.

Admito que sus dichos me tomaron por sorpresa. Dejé pasar algunos segundos para reponerme de tan drástica aseveración. Miré a mi alrededor y extrañamente seguíamos siendo los únicos habitantes de la sala. ¿Dónde se habría metido el resto de los visitantes?

–Mire señor –dije yo–… Perdón… ¿Cuál es su nombre?

–Víctor Gómez, me llamo… ¿Y usted?

–Landeiro. Hernán Landeiro. Le decía señor Víctor…

–Un gusto –me interrumpió y extendió su mano para saludarme. Se la estreché y di con unos dedos huesudos y helados. Me causó impresión, así que se la solté enseguida. Tal vez esa reacción de mi parte resultó ser un gesto de descortesía que el señor Gómez supo disimular con gran diplomacia.

–Estimo –por fin pude retomar la palabra–, que decirle circo a este lugar es al menos un poco temerario de su parte.

–No lo creo. Salvo que usted considere que decir la verdad resulte temerario.

-–Y en qué se basa para lanzar semejante acusación?

–En un montón de cosas. Por empezar, este cuadro que usted está observando tan ensimismado, no es el original, sino una réplica.

–¿Una réplica? ¿Usted dice que este Gauguin es una copia?

–Lo que escuchó. Una réplica, una copia, como usted prefiera llamarlo. En cualquier caso, un engaño.

–¿Y por qué un museo tan prestigioso como este haría una cosa así?

–La mayoría de los museos del mundo lo hacen, quiero decir, usan copias en lugar de originales.

–Le reitero, ¿cuál sería la razón para engañar a la gente de esta forma?

–Los seguros. Las empresas aseguradoras son muy estrictas. La letra chica de los contratos es poco menos que incumplible. Con este quiero significarle que en caso de producirse el daño o el robo de algún ejemplar, ellos no se harían cargo, y las pérdidas serían cuantiosas para los museos. Se fundirían en un minuto. Entonces en lugar de los originales, muchas veces exhiben réplicas, algunas buenas, no se lo voy a negar. Estos son otros tiempos. Lamentablemente la palabra arte fue reemplazada por otra: negocio.

Al margen de que esas palabras habían salido de la boca de un sujeto tan misterioso como extravagante, admito que la revelación causó cierto impacto en mí. ¿Estafa? ¿Quiere decir que con Roxana habíamos sido víctimas de un engaño durante todos estos años? ¿Sería posible? Me quedé observando como hipnotizado el cuadro en cuestión con el objetivo de encontrar algún indicio del supuesto cambiazo del que hablaba el tal Víctor Gómez. ¿Pero qué elemento técnico disponía yo para llegar a una conclusión razonable? ¿Y el tipo ese? ¿Quién corno se creía que era? ¿Qué conocimiento avalaría su terminante teoría? Giré inmediatamente para trasladarle la pregunta, pero ya no estaba más a mis espaldas. Se había hecho humo, de la misma forma que antes había aparecido. Miré a mi alrededor y tampoco había señales del él. Sólo di con un contingente de turistas, unas mujeres muy jóvenes que hablan en inglés delante de un imponente cuadro de Miró. Salí disparado para la sala contigua y allí me lo encontré, a mitad del salón, mirando una obra de Henri Matisse. Qué raro, salvo él, de nuevo no había un alma en la sala. Me acerqué con diligencia, como si tuviera temor que se me evaporara en el aire. Esta vez el que le habló a sus espaldas fui yo:

–Oiga, Gómez, cómo sabe todo eso, quiero decir… ¿Cómo sabe que son copias y no originales?

Pero no me respondió. Estaba en otro mundo. Tenía inclinada la cabeza, con los ojos muy cerca del cuadro, como si estuviera estudiándolo. Por instantes era tal la concentración que parecía no respirar. Se mantuvo inmóvil varios segundos hasta que volví a insistirle.

–Gómez, ¿me escucha? –le dije levantando la voz.

Por fin, el hombre se dio vuelta.

–Ah, Landeiro, es usted… Dígame…

-Le preguntaba como sabe que aquel cuadro es una réplica.

–Porque soy pintor o lo fui, bueno ya no sé bien qué fui y qué soy ahora, a veces me confundo, pero no se preocupe, yo me entiendo.

–Miré, le voy a confesar algo, mi esposa, con quien hemos visitado este museo en infinidad de ocasiones, jamás me contó nada acerca del asunto, y ella era pintora… Una gran pintora, y además enseñaba en …

–Landeiro, no se vaya a ofender por lo que voy a decirle, pero hay pintores y pintores. Y con esto no quiero insinuar que su esposa no fuera buena… En fin... Acá por ejemplo, en esta obra, tenemos otro caso que abona mi teoría que todo esto es un gran circo.

–Qué pasa con este Matisse… Ya sé, no me diga nada, es también una copia del original.

–Se equivoca mi querido Landeiro. En este caso estamos en presencia de un original hecho y derecho. Acá el problema es otro. La restauración.

–No le entiendo, ¿qué ocurre con la restauración?

–Había un colega mío, un gran pintor, famoso también, que decía que el paso del tiempo también pinta, pero para mal. Entonces surge la necesidad de restaurar. Pero la pregunta que siempre me hice y aún hoy me sigo formulando es: ¿qué es preferible? ¿Envejecer con dignidad, o recauchutar, intentar rejuvenecer y en ese proceso alterar el espíritu con el cual fue creado una obra?

Víctor Gómez se me quedó mirando, con la expectativa de que yo le respondiera la pregunta, pero no abrí la boca. No tenía una posición fijada sobre el punto. Es más, nunca me había puesto a pensar sobre el asunto. Entonces él continuó hablando con una mirada perdida y un rostro lleno de tristeza.

–Al parecer se prefiere lo segundo. Así, la obra original termina en ocasiones convertida en algo artificial, en una mentira, en un horrendo monstruo de cuatro cabezas. Y entonces de nuevo caemos en la misma historia, en una escena más de este espectáculo circense, un fraude más de esta gran estafa.

El tipo empezaba a fastidiarme, debo admitirlo. Sus posiciones extremas me resultaban chocantes y dudosas al mismo tiempo. Le iba a refutar con la misma argumentación de antes: mi esposa. Ella jamás había comentado nada acerca de las nocivas consecuencias que podía causar la restauración de las obras, cuando una mano se apoyó sobre mi hombro. Me sobresalté. Me di vuelta y me topé con una guardia de seguridad del museo que me miraba con severidad. Era una mujer altísima, algo regordeta, de cabellos rojizos, ojos saltones y celestes.

–Disculpe, señor, no fue mi intención asustarlo.

–No por favor, quédese tranquila que no me asustó –mentí.

–Su mochila, por favor.

–¿Qué pasa con mi mochila?

–Ya se le dijo al entrar al museo. Se lo repito. Debe llevarla adelante, en el pecho. Si la tiene colgada así, de la espalda, puede rozar alguna de las pinturas y dañarlas.

Le hice caso de inmediato y pedí las disculpas del caso. Giré para el lado donde supuestamente debía hallar a Gómez, pero oh sorpresa, o no tanta. Había vuelto a desaparecer. Maldito Gómez pensé indignado. ¿A qué estará jugando? ¿A las escondidas? ¿Acaso me toma por estúpido? ¿No para de decir pavadas y luego se escabulle como una rata? Empecé a sentir una ofuscación creciente. Aquel tipo escurridizo parecía estar tomándome el pelo. Me reproché haber dado cabida a sus cuestionables posiciones, por no decirles mentiras. De haberlo ignorado de entrada, ese hombre ya no sería un problema para mí. Como sea, estaba decidido a ponerle un punto final al intercambio. Si se aparecía de nuevo para llenarme la cabeza con su trillado rollo, lo dejaría plantado, sin más. No estaba para perder tiempo en pavadas. Era mi último día en Madrid y aún no perdía las esperanzas que, de alguna manera, pudiera saldar el último deseo de Roxana. Entonces me dirigí a la segunda planta, a contemplar esa otra obra que la había conmovido tan o más que la de Gauguin, “Molino de Agua en Gennep”, de Vicent Van Gogh. Ni habría pasado un minuto, cuando Gómez se me volvió a aparecer, a mi derecha, parado como un fantasma. En lugar del cuadro me observaba a mí con una intensidad elocuente. Le iba a decir, tal cual lo había planeado, que me dejara de joder, pero no me dio tiempo a nada. Se me adelantó con aquella pregunta.

–¿Y su esposa? Perdón que sea entrometido, pero se lo pregunto porque no la he visto y me llama la atención que siendo pintora no lo haya acompañado al museo.

–Ella está muerta –alcancé a responder con dificultad, se me había hecho un nudo en la garganta.

–Oh, cuánto lo siento, señor Landeiro. Mis condolencias. De todas maneras, si le sirve de consuelo, hay cosas peores que la muerte.

–Oiga, ¿usted me habla en serio o se volvió loco? –me enojé–. ¿Qué cosa puede ser peor que la muerte?

–La inmortalidad. Todos queremos vivir para siempre, por más que el mundo sea un agujero irrespirable. Ni hablar de los pintores, yo le diría que todo lo que hacemos es para eso, para volvernos inmortales y nuestras obras puedan ser admiradas siempre y así seguir en boca de la gente por siglos. Y sabe una cosa… A algunos se nos concede ese deseo, nos morimos y al mismo tiempo no nos morimos. Es difícil de explicar, pero de alguna forma seguimos acá. Eso más que un don, resulta ser una verdadera desgracia. Créame, no existe nada más anodino que la inmortalidad. No existe nada más tortuoso que seguir siendo testigo obligado de la decadencia humana, acá, dentro de los museos y afuera de ellos… Bueno, Landeiro, no lo quiero molestar más. Debo marcharme, por hoy ha sido suficiente. Ojalá que no, pero mañana será otro día para mí. Ah, antes de irme, le confirmo que el cuadro que tiene frente a sus ojos es un original, lo digo con pleno conocimiento de causa. También le digo que ya tiene unas cuantas restauraciones encima. Dentro de todo, no me lo arruinaron tanto, al menos por el momento. Que tenga buenas tardes. Fue un gusto conocerlo.

Me quedé observando cómo bajaba las escaleras con una lentitud exasperante. Arrastraba los pies y en cada escalón se tomaba un descanso para recuperar oxígeno. Parecía enfermo. Todo el fastidio que había acumulado se me fue en menos de un segundo. Entonces sentí por él una inmensa pena. Era un pobre diablo, un sujeto solo y delirante, tal vez vivía en la calle y se había gastado los únicos trece euros que le quedaban para pagar la entrada al museo. ¿Qué clase de hombre habría sido antes de convertirse en esa patética caricatura? ¿Cuál habría sido la causa de su derrumbe? ¿Haber perdido a la compañera de toda su vida igual que yo?

                                                                                   ***

Media hora más tarde, salía del museo con el alma por el piso. Caminé las tres cuadras que me separaban del bar de siempre, con la cabeza en blanco. Entré al local y me senté en la mesa de siempre. Esta vez, en lugar de dos cafés, pedí uno sólo. Recuerdo que me quede mirando la calle a través del gran ventanal. Era un día radiante y el sol eterno de Madrid caía generoso hasta acariciar cada rincón de la gran ciudad. Por un momento pensé que esa luz era milagrosa, que su brillo llenaba de vida todo lo que tocaba. Que aquel tipo desquiciado era en verdad el Van Gogh atormentado e inmortal que decía ser, y que mi esposa, de un momento a otro, entraría al bar para sentarse a mi lado, pedir un café y cumplir así con la promesa del reencuentro.