El cuento por su autor

Siempre me resultó curioso que una experiencia que fue vivida de una manera, cambie de parecer con los años. En primera instancia puede ser placentera y con el tiempo convertirse en traumática o viceversa. Depende de lo que sucederá y de cómo se resignifique.

Bucear en la niñez permite entender y acercarse a ideas, hábitos o creencias que llevamos encima sin darnos cuenta. En muchas oportunidades las experiencias vividas en la infancia siguen presentes hasta la adultez. La mayoría de los recuerdos entrañan sesgos de sexualidad y muerte. A veces ocultos y otros no.

La culpa, el castigo y el sacrificio arman una trilogía difícil de romper. Se encastran entre sí y perduran en el tiempo. Suelen estar de manera oculta, hasta que un día algo pasa y nos sorprende.

Lo único que sabía al momento de sentarme a escribir era que quería plasmar el instante en el que descubrimos cómo nos atraviesa la propia historia que nos contamos y que suele estar vinculada a una imagen fuera de la palabra.

En muchas oportunidades repetimos sin darnos cuenta. Es un modo de revivir placeres y sufrimientos disfrazados en diferentes escenarios. La única escapatoria de ese funcionamiento es hablar para desandar, olvidar eso que nos armamos y dejar de creer en la santísima trinidad: la culpa, el castigo y el sacrificio. Aunque, la escritura también puede ser reveladora y además permite la posibilitar de transmutar.

La santísima trinidad

Con un beso en la mejilla se despiden en la esquina de Rivadavia y Callao. Camina unos pasos y mientras una brisa tenue adelanta la primavera, se mete en la boca del subte. Baja las escaleras sin apuro. El cartel digital anuncia en números rojos que en tres minutos llega el próximo tren y ella sabe entonces que en unos veinte volverá a su vida cotidiana.

Mientras espera en el andén sus piernas se desplazan a paso lento, va hacia un lado y el otro. Ve cómo sus pies dibujan una línea horizontal paralela a las vías. Mientras sus dos manos agarran las tiras de la mochila que cuelga de la espalada, tararea Inconsciente colectivo de Charly García. Su cuerpo está liviano y su rostro encarna una sonrisa.

Se acerca el subte. En cuanto frena, se sube decidida. Sostenida del pasamano, apoya su cara sobre el brazo derecho. Quisiera que el tiempo se detuviera en ese momento y se ensanchara. Repasa algunas escenas de la tarde que pasaron juntas. Agarra el celular para ver si la encuentra en línea o si le escribió algún mensaje. Se tienta en mandarle uno a ella, pero se contiene para no darle consistencia.

En el mismo vagón en el que viaja, el rostro de un muchacho le resulta conocido. Sus facciones le recuerdan a Mariano, su mejor amigo de la infancia. De refilón lo observa para descubrir si realmente es él. Eran vecinos. Mariano vivía en el 4 B y ella en el 4 C. La ventana de su cocina daba a la habitación de él. Tenían la misma edad. En realidad, él era unos meses mayor, pero estaban en el mismo grado, aunque iban a colegios distintos. Ella a un instituto comercial de mujeres, él a un técnico de varones.

Cuando comenzaban las vacaciones se saludaban por las aberturas que daban al hueco del aire luz. Por lo general durante el año escolar se ignoraban. En parte, porque ella iba al colegio por la tarde y él por la mañana y los fines de semana que era cuando podían juntarse, él se iba con su familia a la casa quinta que tenían en Pacheco. Pero, cuando arrancaba diciembre se veían todos los días, salvo la segunda quincena de enero que ambas familias se iban de viaje. La de él a Miramar donde tenían un departamento y la de ella a Córdoba.

En esas tardes de verano, ella solía ir a su casa porque él tenía más playmobils y rastis y además tuvo, antes que ella, la primera computadora con jueguitos. Esa práctica duró hasta que la familia de Mariano tuvo que mudarse después de la muerte de su padre.

La mayoría de las veces se encerraban en la habitación de él y trataban que su hermana menor no los interrumpiera. A veces, no les quedaba otra y tenían que sumarla a los juegos. Solían dibujar o armar y desarmar autitos para después hacerlos competir en carreras. También jugaban a la guerra con balines caseros hechos por ellos. Antes de empezar cada uno se armaba su propio bunker con los almohadones, la mesita de luz o la cómoda. Aunque, el juego de la vida, el chancho va, la payana y el tutti frutti eran sus preferidos. Cuando era el horario de la cena, su papá tocaba el timbre para avisarle que volviera a su casa.

Un día, estaban jugado a que unos extraterrestres invadían la Tierra y los humanos tenían que matarlos para salvarse o aprender a convivir con esos extraños. Ella pensaba estrategias para defender a la civilización, mientras que él organizaba con los marcianos un plan de ataque. Tirados en el piso movían los muñequitos y sobresaltados armaban el conflicto. Hacía una semana que Mariano había cumplido siete años y sus abuelos le habían regalado una nave espacial. Al rato su hermana entró a la habitación para jugar con ellos. Mariano propuso jugar al doctor. Le dijo a ella que haga de paciente, a su hermana de secretaria y él haría de médico. De pronto escuchó que golpeaban la puerta. Algo raro pasaba. Lo miró a Mariano. Se subió la bombacha y enseguida el short. Mariano no alcanzó. Mientras a él le colgaba el pito entre las piernas su mamá abrió la puerta de la habitación y vio cómo él se tiraba sobre el piso con la cola al aire libre haciendo que jugaba con los playmobil. Ella, en ese momento, solo escuchó: tu papá vino a buscarte. Así como estaba salió de la habitación y vio a su padre parado debajo del marco de la puerta. Él la toma fuerte de la mano y empezaron a caminar.

Cuando llegó a su casa su padre le contó que su madre estaba recostada en la cama y al momento de levantarse se golpeó la cabeza con la punta de la ventana de la habitación que estaba abierta. Era verano. Hacía bastante calor. Una vez ahí adentro se desmayó y cayó al piso. Por suerte no estaba sola y su papá logró ayudarla. Después de reincorporarla y acostarla en la cama fue a buscarla a la casa de Mariano.

Mientras corre a la habitación en la que está recostada su mamá se da cuenta que en el mismo instante en que estaba jugando al doctor su madre se había golpeado. Enseguida pensó que Dios la había castigado. Se acuesta a su lado. La televisión está encendida con el volumen bajo. De fondo se escucha a Emilio Disi y a Dorys del Valle en el programa Stress. Durante ese tiempo su madre la abraza con uno de los brazos y con el otro sostiene un trapo con hielo sobre su cabeza. Ella agarra el control remoto que está sobre la mesita de luz para cambiar de canal. Hace zapping, pero a esa hora no pasan dibujitos. Deja puesto el noticiero de Canal 13.

El subte frena en Plaza Miserere, entra mucha gente de golpe. Ella empieza a transpirar. No puede identificar si es uno de los tantos sofocones menopáusicos que viene teniendo o que se está poniendo nerviosa. Una chica la ve y le ofrece el asiento. Ella lo acepta agradecida. Se cruza de piernas y agarra fuerte la mochila. Se siente igual de sucia que el asiento en el que está sentada. Desde ese lugar no puede ver al supuesto amigo de la infancia. En parte prefiere. No quisiera que él la reconozca y menos que se acerque a saludarla. Trata de achicarse y unificarse con la mochila para pasar desapercibida. Ruega no cruzárselo al momento de bajar. Observa a los que están parados. Piensa detrás de quién podría ponerse para que le funcione de escudo. Se levanta del asiento y se pega a la espalda de un joven muchacho corpulento. Se da cuenta de que él va a bajarse por los movimientos que hace. Ella lo sigue, parece su escolta. Aunque, en verdad, es él quien la resguarda.

El subte llega a la estación Acoyte. No sabe si bajarse o seguir arriba del vagón hasta San Pedrito y volver. En el último segundo antes de que se cierren las puertas, ella da un salto y pisa el andén. Toma distancia del muchacho que le sirvió de escondite, mira a sus costados como un radar y no lo ve al supuesto amigo de la infancia. Quisiera empezar a correr, pero tiene miedo de salir a la calle, que algo le pase. Avanza a paso lento y atraviesa el molinete. Sube las escaleras que la acercan a la avenida. Siente el peso de la mochila. Va camino a su casa, la distancian siete cuadras. Sabe que ningún lugar es un refugio. Cruza y entra al supermercado chino a comprar vino. Mientras está parada frente a la góndola mira las marcas y los precios, mueve la cabeza hacia los dos costados para olfatearse como un gato. Agarra un vino y va hacia la caja. Paga y enseguida está de vuelta en la calle. No quiere llegar, ni abrir la puerta, ni ver a su marido. Un sudor se apodera de su cuerpo. Empieza a caminar ligero, pero no para llegar antes. No entiende bien qué le pasa, unos nervios se apoderan de ella. Sus piernas avanzan para un lado y a la vez, vuelven sobre sí. Decide entrar en la farmacia de mitad de cuadra. Busca la góndola que vende productos masculinos. Pasa la vista por las cremas de afeitar, los champús, los desodorantes, las colonias y los perfumes. No se decide por nada, sigue de largo. Sale del negocio. Enfrente ve que está abierta una confitería. Piensa en llevarle unas masas. Intenta cruzar por la mitad de la avenida. No puede. A medida que cae el sol, el tránsito aumenta. Mira hacia un lado y hacia el otro. Camina hacia la esquina. En la siguiente cuadra ve que está abierta una casa de deportes. Tal vez si le lleva unas zapatillas para que juegue al fútbol nada malo le puede pasar. Entra. Se le acerca la vendedora y antes que le pregunte qué desea, ella la mira y sale del negocio como si se estuviera escapando de alguien. A metros de la puerta, piensa parada sobre la vereda qué puede hacer para evitar que alguna desgracia suceda. Hay mucho tránsito y suenan varias bocinas a la vez. De repente el cielo se pone negro y la ciudad se oscurece. Escucha un trueno. Empiezan a moverse las ramas de los árboles. Ve cómo algunas hojas se desprenden y comienzan a revolotear. Agarra el celular para llamarlo. Tiene miedo de que no la atienda. Lo vuelve a guardar en la mochila. Caen las primeras gotas. Se resguarda debajo de un balcón. Un viento fresco la despeina. Gira su cuerpo para que el aire le pegue de lleno en la cara. Cierra los ojos y levanta el mentón. Quisiera en un instante convertirse en hoja para irse volando y no volver.