La cita heroica de José de San Martín, esa que hoy se pierde en los aniversarios obligados hasta vaciarse un poco de sustancia, tiene, como todo, su contenido de verdad y su momento de falsedad, su virtud y su riesgo, su tragedia y su farsa. “En defensa de la Patria todo es lícito menos dejarla perecer”, una consigna atribuida al libertador de Perú y Chile, al héroe argentino que cruzó los Andes. El dicho, de fuentes difusas, ensalza los valores del amor a la patria. Sin embargo, estos tiempos aciagos realzan los usos un tanto más sombríos de estas palabras. El 6 de enero de 2021, durante la toma del Capitolio promovida por Donald Trump, lo que podía verse en pantalla corriendo por los mármoles de la democracia norteamericana eran miembros de sectores sociales nombrados despectivamente con el término white trash o hasta redneck, personas vinculadas a lo rural o a trabajos esporádicos, gente cuyo mundo laboral está sujeto a la eventualidad de lo agrícola o de los empleos temporales en tímidos centros urbanos. Ese mismo sector de la sociedad casi concretó un intento de (auto)golpe de Estado promovido por el recientemente elegido presidente de USA. Y la idea detrás del acto es la misma de la supuesta frase de San Martín: “hay que defender la Patria”. En esa defensa, todo estaría habilitado, hasta ir en contra de sus principios fundantes. Matar la democracia es necesario para defender la democracia. Esa paradoja está en el centro de la política occidental, una pieza teatral ejecutada constantemente en diversos escenarios: uno de ellos, la Francia de mitad del siglo XIX. Y es en el marco de esa ejecución donde Karl Marx escribió su mejor libro de análisis histórico, en donde la prosa satírica y el alegre mosaico de cada frase responde a las particularidades del objeto, uno absurdo, tristemente hilarante: el Segundo Imperio de Napoleón III, inaugurado por un autogolpe de Estado exitoso en las postrimerías de 1851. El dieciocho brumario de Luis Bonaparte puede ahora ser visitado en una nueva traducción íntegra, con una robusta introducción y un apéndice compuesto por comentarios críticos que van de Herbert Marcuse a José Paulo Netto, pasando por Milcíades Peña y Horacio González, todo a cargo de Miguel Vedda, profesor de la UBA y especialista en literatura alemana y marxismo. Dos condiciones inmejorables para pensar la tensa relación dialéctica entre forma y contenido, entre apariencia y verdad histórica, tanto en el siglo XIX como en nuestro difícil ahora.
El dieciocho brumario fue compuesto entre diciembre de 1851 y marzo de 1852 para el semanario Die Revolution, editado en New York por Joseph Weydemeyer. En la propia biografía de Marx, estamos en tiempos tumultuosos: en 1849 fue expulsado de Alemania para ya radicarse hasta el fin de sus días en Inglaterra; su hija, Franciska Marx, nacida en 1851, moriría en el mismo 1852. Sumado a esto, el período que se abre en 1852 y se cierra en 1862 sería el más fuertemente vinculado al periodismo en la vida del alemán, camino que se resignifica por las producciones de mayor desarrollo de la década del 60, que incluye la aparición del primer volumen de El capital. ¿Hay un Marx “periodista” que se opone al filósofo del último tramo de su vida? “Las distinciones entre, digamos, un Marx ‘filósofo’, otro ‘periodista’, otro ‘historiador’ pueden ser, en ciertos contextos, operativamente válidas, pero en todos los casos resultan relativas”, argumenta Vedda, retomando uno de los principales puntos de discusión en la introducción de este nuevo libro de Colihue Clásica. “Marcar las diferencias entre esas versiones de Marx puede llegar a resultar menos productivo que trabajar sobre sus conexiones. Esto sirve para entender cómo se vincula El dieciocho brumario con obras de Marx pertenecientes a otros géneros o a otras ‘disciplinas’. Esta tarea es sumamente necesaria y actual; ante todo porque algunas lecturas surgidas en las últimas décadas han insistido en contraponer la sutileza y ‘flexibilidad’ de El dieciocho brumario con otros textos de Marx entendidos como ‘rígidos’ y, ante todo, como deterministas y mecanicistas. La estrategia habitual -que no derrocha erudición ni ingenio- es enfrentar El dieciocho brumario con el Manifiesto comunista y, sobre todo, con la ‘Introducción’ de 1859. A mi modo de ver, sería mucho más productivo poner a El dieciocho brumario, el más importante de los ensayos históricos de Marx, en relación con lo que constituye el núcleo teórico y crítico más importante de la obra de este: la crítica de la economía política, tal como aparece desarrollada ante todo en los Grundrisse y en El capital”. Si hay un valor en este recorrido es, sin dudas, resaltar la faceta dialéctica y nunca dogmática del pensamiento marxista, algo que está mencionado y mostrado por el propio Marx, pero que luego sería resaltado en el siglo XX por pensadores como Antonio Gramsci, Theodor Adorno y José Carlos Mariátegui, entre muchos otros. La dialéctica, tal como lo enseñó Hegel, es tanto una metodología como la naturaleza efectiva de las cosas, un modo de pensar adecuado a lo demandante y escurridizo de la vida, mejor, de la historia en movimiento.
TODA FARSA ES POLÍTICA
“La categoría de bonapartismo ha tenido un desarrollo prolongado y productivo en la historia del pensamiento moderno”, destaca Vedda a la hora de pensar en los aportes a la terminología de las ciencias políticas llevados adelante por El dieciocho brumario. “Como suele suceder con términos de este tipo, ha ido adoptando características diversas en los diferentes autores. Trotski, Gramsci (pensemos en las reflexiones sobre el cesarismo), Benjamin, Kracauer, Milcíades Peña, entre otros, se apropiaron de ella de manera personal para interpretar sus respectivos presentes. En Marx, como también en algunos escritos de Engels, el bonapartismo designa una situación de equilibrio histórico entre las clases sociales antagónicas, en virtud de la cual el Estado crea la apariencia de situarse en una posición de relativa autonomía respecto de dichas clases. En virtud de esta estrategia, el Estado puede prestar sus servicios a la clase dominante presentando, al mismo tiempo, una apariencia de imparcialidad y contando incluso con el apoyo de un sector de las clases dominadas. Lo sugestivo es que, a través del tiempo, la categoría fue recuperada para entender realidades diferentes de la del Segundo Imperio, a la que había sido aplicada originariamente por Marx. En la medida en que el régimen de Napoleón III fue interpretado como una suerte de modelo originario para diversas dictaduras del siglo XX, la teoría del bonapartismo fue aprovechada para describir a estas. Esto sucedió, por ejemplo, a propósito del nazismo o del stalinismo”.
El escenario francés permite revitalizar la fuerza del concepto: luego de la revolución de febrero de 1848, en plena “Primavera de los Pueblos” europea, donde el mundo occidental se despertó del reflujo conservador de la Restauración, surge una nueva Asamblea Nacional con la intención de establecer una Segunda República, basada en una nueva Constitución. A finales de ese mismo año, asume como presidente el sobrino de Napoléon, Luis Napoleón Bonaparte. Marx, en el capítulo I, divide en tres la duración de esa esquiva Segunda República: “el período de febrero; luego, del 4 de mayo de 1848 hasta el 28 de mayo de 1849: el período de la constitución de la república, o de la Asamblea Nacional Constituyente; desde el 28 de mayo de 1849 hasta el 2 de diciembre de 1851: período de la república constitucional o de la Asamblea Nacional Legislativa”. Esos tres períodos de la Segunda República responden, precisamente, a una tensión histórica que marca un antes y un después en el siglo XIX: la asociación estratégica entre burgueses y proletarios en 1848 se quiebra en junio de ese mismo año cuando los intereses de ambas clases chocan abiertamente, algo que se vuelve evidente cuando los ideales de mayores libertades (laborales y, sobre todo, de opinión), por ejemplo, pasan de ser ideales liberales a peligrosas ideas socialistas desde el punto de vista de la burguesía. Luis Napoleón, líder carismático que se apoya en ciertas nociones de una Francia histórica, tradicionalista, de buenos franceses al servicio de la Patria, encuentra una rápida asociación con ciertos grupos tanto de la burguesía industrial como de la Francia rural y el lumpenproletariado, los que no tienen trabajo regular, los que viven al día y de lo que pueden, ahora transformado en brazo armado que responde al “Partido del Orden”, nombre de la unión entre los más conservadores y los burgueses asumidos como enemigos del proletariado francés. Los levantamientos de junio son fuertemente reprimidos, el presidente que responde a la Constitución burguesa asume con todo su carisma, pero pronto tomará como enemiga a la misma Asamblea que lo ungió, evidenciando un proceso dialéctico que luego volvería a encontrarse, por ejemplo, en el ascenso del nazismo: las condiciones de base del armado de una república liberal, extendidas en el tiempo, pueden convertirse en las mismas razones de su disolución. Y así pasó en 1851: Luis Napoleón hace un golpe de Estado a su propio gobierno para asegurar su permanencia y, de un sólo movimiento, cargarse también a la Asamblea Nacional, la cual había pasado de ser Constituyente a Legislativa. Los mecanismos de respuesta del Ejecutivo poco tienen que ver con la burocracia autoimpuesta del Legislativo, que sucumbe al ascenso del ahora autoproclamado Emperador, Napoleón III.
En El dieciocho brumario, Marx se convierte en cronista e intérprete de estos hechos con la rapidez y necesidad impuesta por la urgente realidad: allí, en las calles parisinas, encuentra claves que permiten entender la relación del Estado con la tan mentada lucha de clases. El Estado no es solamente representación de los intereses de la burguesía dominante: puede también convertirse en un elemento externo que parece ajeno a los hechos, y que desarrolla en paralelo, con la fanfarria correspondiente, la necesidad del establecimiento de un gobierno más rígido, un Imperio o una dictadura, que preserve las bases de la nación puestas en peligro por estas tensiones. Y que no es otra cosa que un ardid usado por un oportunista que se aprovecha del río revuelto. Con matices, la lectura de Marx ha sido invocada para pensar, por ejemplo, y para movernos de esta década, en las dos presidencias de George W. Bush, quien, al decir de Mark Fisher, pareció transformar sus dislates y tropiezos gubernamentales y hasta lingüísticos en carbón que alimentaba el fuego de su popularidad. “El nazifascismo ha puesto en evidencia que el poder de atracción de los liderazgos suele intensificarse cuando la autoestima de un pueblo se encuentra severamente dañada por reveses históricos”, señala Miguel Vedda, pensando en espejo, como tragedia, como farsa, el siglo XIX y nuestro apretado siglo XXI.
“Un elemento llamativo de la fase neoliberal del capitalismo es precisamente el surgimiento de figuras que, como Napoleón III, parecen más personajes de opereta o de farsa que líderes capaces de merecer un tratamiento serio. Como el sobrino de ‘Napoleón el grande’, toda una galería de ‘líderes’ de nuestro tiempo explotan consciente y ostensiblemente los aspectos ridículos de su personalidad o de su trayectoria de vida, y se apoyan en los medios de comunicación, en una espectacularización de la política y en herramientas de la industria cultural para despertar adhesiones”, concluye Vedda. La apelación a fake news y a una manipulación de la opinión pública orientada a que esta ya no consiga diferenciar claramente la verdad de la falsedad, e incluso ni siquiera tenga interés genuino en hacerlo, son recursos que se advierten ya en los aparatos de propaganda del Segundo Imperio. La reflexión de Marx y diversos marxistas sobre esta problemática tiene, a quién le cabe alguna duda, una indiscutible actualidad”.
>Fragmentos de la edición de Colihue de El 18 brumario de Luis Bonaparte
CARICATURA Y PICARESCA
El dieciocho brumario de Luis Bonaparte es el escrito central de Marx, un corazón teórico. Así lo reconocen Lefort, Foucault, Sartre y W. Benjamin. La idea de un mundo fingido en la superficie del presente es lo que obsesiona a Marx en ese escrito, que vendría a ser el “fetichismo de la mercancía” colocado al nivel de la relación del Estado y la Sociedad. La palabra brumario, alusiva al mes de las brumas, es el poderoso recurso atmosférico que cierra la obra. Entramos así a la idea de una historia arisca, que contiene en sí misma un movimiento para alterar la “visualización” de lo real. La historia es una conjunción fortuita de categorías de reflexión y categorías del ser práctico, social. Esa conjunción podría tener una “cuota teatral”, lo que podríamos considerar una porción de desvarío. Sin embargo, nunca debería predominar lo teatral sobre lo histórico en la percepción práctica del mundo. Marx quiere evitar ese síntoma de percepción alienada, pero antes debe definir qué es lo teatral en la historia. Una respuesta posible se encuentra en sus consideraciones sobre la permanencia del arte griego, en un escrito contemporáneo a sus reflexiones metodológicas de 1857. Es evidente que el arte griego pertenece a una época en que no existían los ferrocarriles ni el telégrafo eléctrico. Entretanto, el arte es la modelación ideativa de la realidad natural y social por parte de la fantasía de los hombres. Pero a partir de aquí, reflexiona Marx, no podemos establecer correlaciones rígidas entre arte y conjuntos sociales, pues entonces “Aquiles solo tendría sentido en la época de los trirremes y no de los transatlánticos a vapor”.
Marx resuelve la cuestión por el absurdo: no se puede ignorar que La Ilíada puede ser bien estimada por los lectores modernos. Pero esa “subsistencia” más allá del tiempo en que fue concebida, es precisamente la dificultad que hay que explicar. El problema de la historia no es explicar lo que cambia junto a todo un cuadro social que cambia, sino explicar lo que persiste dentro de relaciones que cambian. La explicación histórica es una empresa destinada a esclarecer el papel de aquello que resiste a desaparecer. El historiador es un narrador que depende tanto de capturar lo que cambia en cuanto cambia, como del descubrimiento de lo que perdura con “encanto eterno”.
Fragmento de La ética picaresca de Horacio González, incluido en el apéndice de esta edición de El 18 brumario de Luis Bonaparte.
ANATOMÍA DE LA FARSA
Bonaparte quería aparecer como el patriarcal benefactor de todas las clases. Pero no puede darle nada a una sin quitárselo a la otra. Así como, en tiempos de la Fronda, se decía del duque de Guisa que era el hombre más obligéant de Francia, ya que había transformado todos sus bienes en obligaciones de sus partidarios hacia él, así también querría Bonaparte ser el hombre más obligéant de Francia, y convertir toda la riqueza, todo el trabajo de Francia en una obligación personal hacia él. Querría robar toda Francia para regalársela a Francia, o, mejor aún, para poder volver a comprar a Francia con dinero francés, pues, en cuanto jefe de la Sociedad del 10 de Diciembre, debe comprar lo que ha de pertenecerle. Y todas las instituciones del Estado se convierten en instituciones de la compra: el Senado, el Consejo de Estado, el cuerpo legislativo, la Legión de Honor, la condecoración para el soldado, los lavaderos, los edificios públicos, los ferrocarriles, el état-major de la Guardia Nacional sin soldados rasos, los bienes confiscados a la casa de Orleans. Todos los puestos del ejército y de la maquinaria gubernamental se convierten en medios de compra. Pero, en este proceso en que Francia es tomada para devolvérsela a ella misma, lo más importante son los porcentajes que se asignan al líder y a los miembros de la Sociedad del 10 de Diciembre. En la corte, en los ministerios, en la cima de la administración y del ejército, se apiña una muchedumbre de sujetos; del mejor de ellos puede decirse que no se sabe de dónde viene; una bohemia ruidosa, de mala fama, ávida de saqueos, que, llevando sus chaquetas galonadas, se arrastra con la misma dignidad grotesca que los grandes dignatarios de Soulouque. Uno puede representarse a esta capa más elevada de la Sociedad del 10 de Diciembre si considera que Véron-Crevel es su predicador de ética y Granier de Cassagnac, su pensador. Cuando Guizot, en tiempos de su ministerio, se valía de este Granier en un periódico de poca monta en contra de la oposición dinástica, acostumbraba designarlo con el giro: “C’est le roi des drôles”, (“es el rey de los tontos”). Sería injusto recordar, a propósito de la corte y el clan de Luis Bonaparte, a la Regencia o a Luis XV. Pues “Francia ha experimentado ya a menudo un gobierno de amantes, pero todavía no un gobierno de hommes entretenus”. Acosado por las contradictorias demandas de su situación y, al mismo tiempo, constreñido a atraer hacia sí, a la manera de un prestidigitador, la atención del público a través de constantes sorpresas; es decir, compelido a realizar cada día un golpe de Estado en miniature, Bonaparte hunde toda la economía burguesa en el caos, daña todo lo que le parecía intangible a la revolución de 1848, hace que unos toleren la revolución y otros la deseen y engendra la anarquía misma en nombre del orden, a la vez que despoja del halo de santidad a toda la maquinaria estatal, profana a esta y la vuelve, al mismo tiempo, asquerosa y ridícula. Reproduce, en París, el culto al manto sagrado practicado en Tréveris, convirtiéndolo en culto al manto imperial de Napoleón. Pero si el manto imperial cae, finalmente, sobre los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se desplomará desde lo alto de la columna de Vendôme.
Fragmentos del tramo final de El 18 brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx.