En un rincón penumbroso y apartado, con un moscato ya tibio, el taita Balmaceda, taciturno, repiqueteaba sus dedos toscos en la mesita cervecera de chapa. Campaneando de reojo el tránsito alegre de la milonga, procuraba con disimulado esfuerzo estirar las botamangas de su pantalón.

La noche sofocante se redimía a medias con una luna resplandeciente mientras se desvelaba el sueño de la barriada jornalera de Ludueña, arrullada por el sonido de los altavoces, que el viento dejaba oír con ráfagas esporádicas sobre el caserío.

El gentío sediento no daba respiro a los mozos, que zigzagueaban con bandejas de aluminio entre las mesas, atiborrando el piso de chapitas de cerveza, naranja Neuss y Bidú que llegaban desde los piletones del fondo, donde con barras de hielo cubiertas por arpilleras, se procuraban unos grados menos en el desparramo de botellas sumergidas.

Una brisa tibia fundía aromas de todo tipo que se entremezclaban inasibles, en un vértigo de colonias dulces, praliné, pizza, agua de azahar, choripan, jazmín de lluvia, mostaza y cerveza derramada con displicencia de jolgorio, convergiendo todo en un descontrolado alambique eólico.

Recién llegado, a la hora avanzada en que saben arribar algunos tapes pesados de runfla orillera; Balmaceda, hombre de pensamiento escaso como sus palabras, ya había determinado con claridad, su prioridad de entre la concurrencia femenina.

A metros de la escena, oteando sigilosamente desde los macetones que separan la pista de baile de la zona de cocina, Pomponio, el encargado del buffet, no le perdía pisada al taita. No pudiendo disimular su desconsuelo, con el pecho estrujado por la incertidumbre, de tanto en tanto se persignaba nerviosamente. La imposibilidad de superar esta situación, que no le era novedosa, hacía transpirar su frente a borbotones, evidenciando lastimosamente su padecimiento. Mientras deambulaba con pasos urgentes, se decía resignado que jamás tendría el coraje para impedir el ingreso del taita y que tampoco sus empleados acatarían una orden de semejante temeridad.

A continuación de la Orquesta de Jazz, luego de una breve alocución de Vargas, cantor y maestro de ceremonias; la Orquesta típica se apropió del escenario y arremetió con un tangazo.

Balmaceda, electrizado, saltó de la silla, y apurando el paso, se posicionó a una distancia sugerente, tal vez desafiante, dentro del campo visual de su objetivo perfumado.

Concitando la total atención de la naifa primera selección; se acomodó el fungi, alineó su pañuelo y estiró el saco hacia abajo. Al segundo cruce de miradas, apuró el cabezazo haciendo desplazar a la percanta por el damero del patio, como si fuese la estilizada pieza de algún juego de tablero.

Persistía en el pensamiento árido del taita, una preocupación del órden estético. Su anciana madre, quien velaba de múltiples maneras por la existencia errática de su único hijo, le había tejido amorosamente, un par de soquetes blancos, con la pericia trémula y menguada que su precaria visión lograba solo en las mañanas soleadas. El taita, tocado en su fibra más íntima e interpelado por su ineludible deber filial, decidió usar los soquetes esa misma noche, aún percibiendo la trama abierta e irregular del tejido, que en algunos tramos, tal vez en demasía, dejaban entrever la piel oscura de sus talones percudidos.

Posicionado Balmaceda para el inicio de la segunda pieza, tomó la mano de la dama que sujetaba con firmeza por la cintura. Se podía percibir en el ambiente, el estado de alerta de algunos parroquianos avisados, como así también el revuelo provocado por la rápida voz de alarma que corrió entre los empleados que seguían de cerca cada movimiento de este esperpento anómalo de la naturaleza. Con premura Pomponio ordenó traer una caña larga con un garfio de metal amarrado en un extremo, que había preparado, previendo lo que ya era inminente.

El bandoneón inició un ronroneo de líneas blandas y extensas que al Taita le cayeron como un arrullo cálido, como no podía ser de otra manera con los 38 grados impíos a que condenaba la noche. Entrecerró sus ojos, no por el sudor de su frente esta vez, en tanto se balanceaba imperceptiblemente como queriendo captar el sentimiento que le dictaba aquel sonido, aquella letanía de arrabal que edulcoraba tanta pobreza suburbana. El momento de inspiración se hizo algo extenso por cierto, Pomponio tragó saliva y se persignó nuevamente, también la percanta percibió algo impropio para el momento; fué entonces que levantó su mirada hacia el rostro curtido de Balmaceda... Un alarido de espanto, como un rayo, pulverizó el ánimo bullicioso de la concurrencia; rajando la noche con un silencio abismal que heló la sangre. Miradas asombradas escrutaron sin reparo a la pareja. El taita, sobre su bigotazo negro, tenía los ojos con las órbitas en blanco y ahora mostraba una mayor estatura a los ojos de su partenaire. Tras una misteriosa y breve transición, había entrado en un estado alfa galopante, llevado por esa profunda meditación tanguera de introducción a la danza, a la que su sensibilidad oculta, muy oculta, le había inducido.

A los gritos, revolcándose y pateando al aire en pleno ataque de histeria, la naifa fue testigo desde el piso, de cómo Balmaceda despegando del damero sus zapatos acharolados, comenzó a levitar, como había sucedido en otras noches de milonga que en vano quisieron ser olvidadas .

El destino del baile se desmadró por completo. El espanto y la conmoción del suceso dividió en dos al gentío; los fugitivos y los curiosos.

Al alba, con el canto de un gallo lejano, el Taita flotaba cual globo de caucho contra el viejo techo de bovedillas que cubría el buffet y la cancha de bochas. Lo había ingresado Pomponio mediante una serie de maniobras con aquel dispositivo previsto para la ocasión. Antes que tomara más altura logró engancharlo del cinturón, evitando así que en la intemperie, el viento se lo llevara con destino incierto. Lo soltó al reparo, en un rincón que le bloqueó el ascenso a unos ocho metros de altura.

Lo primero que se podía ver del Taita desde abajo, ya que se perdía en la alta penumbra, eran los soquetes blancos de calado irregular que contrastaban con sus zapatos y pantalones negros, despertando una retahíla de comentarios hilarantes que con malicia disparaban algunos borrachines desvelados que en la madrugada quedaron vagando por el club.

Más tarde la vieja se lo llevó para el rancho como remontando un barrilete.