Hoy quiero hablarles de un encuentro que transformó mi vida: mi experiencia con Poroto, de Eduardo “Tato” Pavlosvky, y la figura inolvidable de Norman Briski. La primera vez que vi a Norman encarnar al Parroquiano en ese teatro, el Calibán, sentí que el aire se volvía denso, como si cada palabra flotara entre nosotros, cargada de significado. Era 1998, yo tenía solo veinte años y mi mundo, tan aparentemente ordenado hasta entonces, empezaba a desmoronarse.
Poroto no era solo una obra, era un grito de libertad; un recordatorio de que huir no es una debilidad, sino una ciencia. ¿Quién nos enseña a huir de la idiotez, de la conformidad, de lo que nos intoxica? Decía Poroto: "La huida no es una enfermedad, es una verdadera ciencia". Esa frase resonó y sigue resonando en mi mente como un eco. Allí estaba, aprendiendo que la libertad no se trata solo de escapar, sino de elegir el propio camino, aunque ese camino parezca extraño para quienes me rodean. Hace poco volví a buscar algunas frases de Poroto, algunas de sus ideas y hay dos de su decálogo que me interpelan profundamente. Una dice: “Cada mañana hay que inventar el día”. La otra: “La vida es maravillosa sólo si uno aprende a seleccionar momento”.
En cada función, absorbía su filosofía. En cada clase sentía que el ritmo acelerado de mi corazón era una especie de cronometro de intensidades. Así viví cinco años en donde no solo puede comprender las técnicas de la actuación sino también, abrirme a las injusticias del mundo. También, al lugar que adoptamos dentro del arte para poder cambiar aunque sea una milésima parte de aquello que nos lastima. En cada palabra del Parroquiano sentía la rabia contenida y la desesperación que tantos llevamos dentro. Ver a mi maestro dar vida a esa fragilidad me reveló que el teatro no era solo entretenimiento: era una potente herramienta de autoconocimiento. Y, a la vez, un espejo que reflejaba las injusticias del mundo. Sentí ese “¡ya no hay vuelta atrás!”. Y cuando uno empieza a ver, no hay quien te cierre los ojos.
El Parroquiano habla sobre la relación tóxica con una madre. Años después, comprendo la profundidad de aquel texto. "Hay que aprender a no aguantar a nadie, ni aun a los propios padres" decía Poroto en su decálogo. A los veinte años, uno no siempre comprende la complejidad de estas verdades. Pero yo estaba ahí, envuelto en la magia del teatro, sentado en la primera fila y absorbiendo cada palabra.
Una escenografía poco convencional, con sus estructuras de hierro y esa puerta giratoria, simbolizaba las huidas del protagonista. Era como una metáfora de mi propia vida, un recordatorio de que en medio de la toxicidad de las relaciones, la supervivencia es clave. Quería ser parte de eso, sentirlo en mi piel. Y ahí, en el calor del escenario, sentí que, por fin, había encontrado mi lugar en el mundo.
Así llegué a la escuela Calibán, donde a lo largo de cinco años formé no solo mi oficio, sino también mi vida. De ahí salió mi primer trabajo como actor, gracias al monólogo del Parroquiano. Lo memoricé y cada palabra se convirtió en un grito de rabia, frustración y esperanza. Comprendí que el teatro no era solo representación; era vida, una manera de comunicarme con el mundo. Hoy muchas veces sigo recitando ese texto. En varias audiciones lo seguí usando, apostando a esa intensidad casi única que nos da aquello por lo cual fuimos transformados.
Antes de todo esto, estaba perdido, pero una tarde, un compañero de secundaria Marcos, quien me allanó el camino con sus consejos, además me acompañó a ver mi primera obra teatral. Se llamaba A propósito del tiempo de Carlos Gorostiza. Recuerdo el apagón en el teatro: una explosión de adrenalina, y en ese momento, supe que debía estar allí, ser parte de eso.
Hoy, mirando hacia atrás, agradezco ese camino: del barrio al teatro, de la confusión a la claridad. A mis veinte años, entendí que había encontrado mi verdadero norte. Y ese viaje comenzó con un simple encuentro viendo Poroto en el teatro Calibán.
Emiliano Díaz, además de formar parte de la escuela Calibán, fue integrante del grupo de teatro popular Brazo Largo. Recibió el premio mayor en la XXl entrega de los Premios Teatro del Mundo por su trabajo en Enamorarse es hablar corto y enredado, de Leandro Airaldo y en La Sagradita, de Selva Palomino. Fue nominado como revelación masculina por los Premios ACE 2015/2016 por su trabajo en La Fundación, de Susana Torres Molina.