El argentino de oído atento, que preste atención y no se distraiga con elefantes, puede traerse una sorpresa de Sudáfrica. En medio del curioso rumor de la lengua afrikaans podrá distinguir un par de palabras que ya escuchó. Serán dichas con bronca, como insulto o con resignación por que es lo que hay, pero son fatales. Alguien, blanco, mirará a otro, negro, y dirá "swart kop". Peor todavía, dirá "swart kopje". 

Literalmente, cabecita negra.

Que estas dos palabras sean un insulto racial en los dos lados del Atlántico, en dos culturas con experiencias tan diferentes, es notable. Historiadores y politólogos podrán explicar por qué los boer y los argentinos caímos en la misma frase. Psicólogos, que no nos faltan, podrán interpretar por qué el insulto se fija en la cabeza, va al tope directo. Ya no podemos preguntarle a Evita, que la sufrió en persona, por qué la eligió para darla vuelta y hacerla bandera de resistencia. 

Pero hay algo con esto de las cabezas que se transmutó en las vastas colecciones de cráneos de los museos de ciencias naturales del mundo todo, miles de "piezas" robadas de tumbas o recogidas en los campos de batalla de la colonización. Relativamente pocos esqueletos, muchísimos cráneos. Quienes tengan cierta edad recuerdan perfectamente las siniestras vitrinas de nuestro Museo de Ciencias Naturales de La Plata, hoy cerradas al público. Son osarios detrás de vidrios que reíte de las catacumbas de París. Y son cráneos de indios, casi exclusivamente. 

Es que el indio es nuestro otro, nuestro salvaje, que la ciencia civilizada tenía que estudiar.

Cesare Lombroso era italiano, gordito y respetable, obsesionado con que la "frenología" craneal explicaba la "tendencia" al crimen de ciertos individuos. Lo suyo era un fragmento de un movimiento más grande que buscaba explicar la "evidente" superioridad blanca sobre cualquiera que se le cruzaba en términos biológicos. En esa época sabían menos de genética de lo que saben los trolls de Javier Milei, con lo que sanateaban con la misma soltura.

Lombroso era, por lo menos, un especialista, pero más era un famoso explicador de una teoría falluta que se hizo ideología. Nuestros peritos Moreno y sus cómplices robaron tumbas mapuche, tehuelche y huarpe de lo lindo para sus colecciones, sintiendo que robar las calaveras de las abuelas era lo mismo que abrir la tumba de Tutankamón. Buscaban explicar la diferencia entre un indio y un vasco, poner el dedo en la razón física de la "inferioridad" ona frente a un prusiano. Nunca la encontraron, porque no era ciencia sino una ideología masiva que contagiaba, sin mayores estudios, a cualquiera que le interesaba el tema. Un lindo botón de muestra es la memoria aventurera de un tal Clement Sykes, artillero británico que se jubiló condecorado y ascendido, pero que de joven anduvo jodiendo por lo que hoy es Zimbabwe.

En 1903, Sykes, apenas capitán, publicó Service and Sport on the Tropical Nile, De servicio y cazando en el Nilo tropical. La edición es una belleza de la Biblioteca Imperial Murray, "para ser vendida sólo en India y en las colonias". Es un libro sorprendentemente bien escrito que cubre dos años de correrías entre 1897 y 1899. Sykes arranca explicando que no sabe por qué se le ocurrió ir al Africa, aunque pensando que ya tenía 27 años y seguía de teniente uno pensaría que quería tener aventuras y ascender. La cosa es que llega a Kenia cargado de rifles de caza, munición, medicinas, champagne y latas de galletitas, algo muy standard en la época. Enseguida lo mandan al interior profundo, donde se encuentra prácticamente solo, al mando de vastos territorios y de un puñado de tropas sudanesas a las que termina adorando. En todo el libro, habla de "los sudaneses" y "los salvajes", que vienen a ser todos los demás.

Sykes es un racista paternalista, como eran los de esa época, pero es interesante leer su razonamiento sobre por qué es imposible civilizar a los nativos. "Pese a ciertas capacidades de raciocinio, infantiles como son comparadas al standard de la civilización, es imposible enseñarle a estas gentes algún conocimiento excepto el más humilde y simple. No son lo suficientemente avanzados como para apreciar virtudes civilizadas como el honor y el patriotismo. Por desgracia, cuando entran en contacto con el hombre blanco, aprenden sus vicios, que son más fáciles de comprender".

¿Por qué son asi? Porque "la misma naturaleza les juega en contra. Ella los trae al mundo brillantes e impresionables, los deja desarrollarse mentalmente por un tiempo y luego detiene de repente la expansión de sus cerebros porque frena el crecimiento de sus cráneos. Entre los blancos, el tope de la cabeza le sigue haciendo lugar al cerebro en crecimiento mucho tiempo después que el del negro ya se selló. Esto no podrá ser eliminado por muchos generaciones y es la causa inmediata de la superioridad del hombre blanco. Es posible que la civilización traiga la necesidad de pensar y eso, por el proceso de evolución, prevenga en el futuro el cierre prematuro del cráneo de los negros".

Pero hasta que llegue ese día lejano, el blanco aprovecha para sentirse superior. Sykes cuenta la anécdota de regalarle un perfumero a uno de sus soldados nativos, con el que se encuentra después de un año. El soldado le dice que la tapita del perfumero se trabó y no puede sacarla. "Por supuesto, calenté el cuello del perfumero y la tapa salió enseguida. El soldado me miró casi ferozmente y me preguntó por qué yo sabía tantas cosas y él tan pocas. No le dije que era porque su cerebro pesaba casi un cuarto kilo menos que el mío. Las comparaciones son odiosas".

La única foto conocida de Sykes lo muestra joven, de uniforme kaki, guerrera de faldón, cinturón Sam Brown, gorra corta, pantalones de montar y esas curiosas botas altas y ajustadas que le gustaban a los victorianos tardíos. Usa un bigotito de oficial y sostiene bajo el brazo un bastón extrañamente largo, curvo y de aspecto africano. Algún souvenir de sus años mozos. No parece mal tipo, y su largo libro está lleno de momentos cordiales con subordinados nativos o sudaneses. Los que no le gustaban, claramente, eran los "salvajes".

"Su ignorancia es tan colosal que parece estar más allá de cualquier remedio, por lo menos en esta generación. No veo que hayan progresado mucho desde Adán: en materia de ropa, nada, porque ni Adán puede haber usado menos ropa; en materia de construcción tampoco, porque construyen sus chozas rudimentarias con pastos largos que crecen por donde se mire. En materia de alimento, seis mil años de historia no los convirtieron en epicúreos, ya que se sostienen casi exclusivamente de sorgo, un grano que sólo requiere ser arrojado al suelo y cubierto así nomás para crecer. Es cierto que saben fundir hierro y hacer lanzas, pero ambas artes son practicadas del modo más primitivo posible y les llegaron desde la costa".

Otra coincidencia argentina es que Sykes critica a los herreros nilóticos por usar fuelles de cuero de cabra, exactamente lo mismo que criticaba Lucio V Mansilla de los plateros mapuche. ¿Qué le pasaba a esta gente con los fuelles ajenos?

Sykes se contradice alegremente, seguro en su prejuicio civilizatorio. Por ejemplo, observa que en la región tropical del Nilo es difícil conseguir sal y que la dieta casi vegetariana de los locales les crea problemas de salud. El oficial arrima la curiosa teoría de que deberían comer más carne, que "abunda en sal". Pocas páginas después, se ríe de los locales por su "irrefrenable pasión por la carne"... Cuando le muestran una complicada técnica para obtener sal de la bosta de cabras -hipercalentarla en un vaso de terracotta bien cerrado, lo que cristaliza el potasio en la superficie- hace una pausa y piensa... "Muchas veces me pregunté de dónde sacaron ese método: seguro que no lo inventaron ellos, porque nunca hubieran desarrollado algo así por cuenta propia. Probablemente les llegó de tierras más sabias".

Esto es, los nativos son salvajes, brutos e irracionales. Si muestran algún rasgo tecnológico, racional, pensado, es que alguien más se los enseñó.

Estas pavadas se repetían y en algunos rincones del mundo se siguen repitiendo como verdades. La búsqueda de "probar" científicamente la superioridad blanca amasó enormes colecciones de cráneos "primitivos" para ver a qué edad se sellaban y cómo. Por acá nos contagiamos alegremente, que también teníamos que probar nuestro derecho natural a matar indios. 

Miles de estas vergüenzas siguen apiladas en nuestros museos, esperando ser devueltos a las Primeras Naciones para ser enterradas como corresponde. Nunca fueron colecciones científicas, apenas formas de ser racistas.