“Debo decir que es una actriz nata, de una inteligencia espontánea y con una presencia absolutamente excepcional… Una de las actrices que menos problemas de dirección me han planteado a lo largo de toda mi obra”. Las palabras de Pier Paolo Pasolini a Jean Duflot en la mítica entrevista de 1970 editada en el libro Conversaciones con Pier Paolo Pasolini resumen un nuevo hallazgo del poeta italiano sobre el arte de Maria Callas. No solo había sido la soprano más importante de su época, presencia inigualable en la escena de la ópera, y la habitante de un drama perpetuo fuera de las tablas, sino que la Callas también daría vida eterna a Medea en la obra pasoliniana. Sería la carne de un mito, la actriz de una sola película, la encarnación inmortal de la tragedia de Eurípides. Y allí, en ese desierto de Corinto, no entonaría su voz en el bel canto sino que desplegaría la barbarie que Pasolini vio emerger en sus rasgos de una manera única, vital, arrolladora. Sin el halo virginal o maternal de las otras mujeres del director de Accatone, como Ana Magnani en Mamma Roma, o la Mangano en Edipo Rey. Maria Callas sería la fuerza implacable de la tierra, la furia de los dioses, el origen del mundo y del más allá.
Esa es la búsqueda que persigue incansablemente Pablo Larraín en Maria Callas, su nueva película y arriesgada disección de una figura femenina signada por la fama y la tragedia. Persigue el hallazgo del mito más allá de la mujer y la diva. Como lo hizo con Jackie (2016), ambientada en la jornada de horror de la vida de Jackie Kennedy, vestida para siempre de rosa y sangre tras el disparo mortal en la cabeza de su marido. Lo hizo también con Spencer (2021), en el encuentro con Lady Di durante la visita de Navidad a la casa de los Windsor para despedir el sueño de ser reina. Y ahora le llega el turno a la Callas, no una mujer consagrada a la fama por casamiento, aunque un hombre famoso también la hiciera sufrir. Ella fue mito y tragedia mucho antes que Aristóteles Onassis la cortejara, la convirtiera en su amante y luego la abandonara para desposar a la viuda de Kennedy. Maria era la cantante de ópera más famosa de su tiempo, la mimada de un regisseur como Luchino Visconti, la Medea de Luigi Cherubini, La Divina. Y para Larraín no podía ser otra que Angelina Jolie.
DAMAS DE TACOS ALTOS
Maria Callas cierra un tríptico de mujeres-personajes y mujeres-actrices que el chileno Pablo Larraín ha confeccionado con paciencia y genuina pasión en los últimos años, los de su pasaje de Santiago a Hollywood. Después de haber filmado el pasado de su país, de haber explorado hitos históricos como el ‘No’ a Augusto Pinochet en No (2012), de revelar el trasfondo de la protección a los curas pedófilos por parte de la iglesia chilena en El club (2015), de seguir el misterio del Neruda comunista en Neruda (2016), Larraín cambió de ciudad y de idioma para abordar tres historias de mujeres, figuras célebres en su tiempo, signadas por un remolino de fama y tragedia. Y también eligió tres tiempos y tres actrices. Para la primera, Jacqueline Kennedy, eligió una jornada histórica, el día del magnicidio en Dallas, y a una actriz de fragilidad y fortaleza por partes iguales como Natalie Portman. Para la segunda, un día austero y simbólico, la bisagra en el matrimonio de los Príncipes de Gales y la decisión de Diana Spencer de abandonar esa vida de ensueño y desilusión. El rostro sería el de Kristen Stewart, radiante y enigmático. Esta vez, para Maria Callas, el director eligió el día de su muerte, el 16 de septiembre de 1977, en su departamento de París. Un día para entender una vida, una historia, un mundo contenido en ese vacío que dejaba su ausencia. Y la elegida fue Angelina Jolie, y su regreso al cine, el gesto perfecto para habitar esa resurrección.
Larraín comienza su película con una cámara lejana, pudorosa, que no se atreve a enfocar a la mujer que yace en el suelo. Los oficiales de policía conversan, los camilleros atraviesan el encuadre, el psiquiatra y los paramédicos desvían la mirada. Maria ya no está, no está su voz ni su presencia, solo un cuerpo inánime tendido en el suelo. Solo Ferruccio (Pierfrancesco Favino) y Bruna (Alba Rohrwacher), el mayordomo y el ama de llaves, los únicos que la acompañaron y la quisieron en sus últimos días, se miran en silencio. Lo que queda es la congoja sin palabras, la memoria de su paso por la vida y el arte, y un viaje hacia ese pasado inmediato que abre Larraín apenas con un fundido a negro y la tímida corrección del encuadre. Maria canta ante nosotros, para nosotros. La imagen en blanco y negro es la de Angelina Jolie, encendida con una emoción inusual para la actriz, dando carne a esos rasgos salvajes que Pasolini había elogiado en su amiga Callas. Los destellos de su vida pública se arremolinan en una secuencia de montaje: imágenes icónicas en conciertos, firmando autógrafos en aeropuertos, recibiendo ramos de flores de importantes mandatarios. La canción es el Ave María del Otello de Verdi. El cuerpo de una actriz, la voz de otra. Jolie y la Callas. Un nuevo encuentro para el cine de Larraín.
“No quería hacer una película sobre Callas sin la música de Callas”, explicaba el director en una entrevista con el sitio The Playlist en noviembre pasado. “Sería una locura. Pero al mismo tiempo, tenía que hacerla creíble, y la forma de hacerla creíble era con Angelina cantando realmente en voz alta con todo su corazón. Y esa no es solo la mejor manera de filmar una película como Maria Callas para que sea creíble y veraz, sino que también fue la mejor manera para que Angelina se acercara al personaje”. Jolie perfeccionó durante siete meses su entrenamiento vocal y parte de su registro se incluyó en las escenas finales de la película, en las que Callas comienza a sufrir la alteración de su voz. “Decidimos grabar todo lo que hizo Angelina. No solo su voz, sino también su respiración, el sonido de su ropa crujiendo, todo. Luego esos sonidos se mezclaron con las voces originales de Callas para lograr un acercamiento a la transformación del personaje tal como ocurrió, en cuerpo y voz”.
UNA SEMANA, UNA VIDA
La película de Larraín esquiva las coordenadas de las biopics convencionales: no es toda la vida de Callas, de su nacimiento a su muerte a través de los hitos de su vida y su carrera, sino el compendio de recuerdos que habitan en su mente en la última semana de su vida. Una serie de fantasmas que desfilan en sus sueños, retazos de su vida adolescente en Grecia durante la ocupación nazi, la conflictiva relación con su madre, la dependencia de la medicación, el recuerdo de los desaires de Onassis, la agonía por la pérdida de su voz en los últimos años. En esa cronología apretada, Larraín despliega el interior de su criatura como lo hiciera en Jackie y Spencer en una jornada esencial, clave en la vida de aquellas. Pero Callas es artista y en su historia se conjugan tanto el ascenso a la cima como soprano, el reinado en la escena italiana con las operas de Verdi y Donizetti, así como su costado de diva del jet set, sus aires ermitaños en las caminatas por París, el secreto anhelo de ser reconocida, la devoción de sus fans y los desplantes de la prensa. Todo persiste en su memoria ahora que está sola y en silencio, ahora que la música solo existe en los discos que giran en falso en su memoria.
Maria Callas vivió en sus años de retiro, poco antes de su muerte, junto a sus caniches, a la devota Bruna, quien siempre la escuchaba por las mañanas y celebraba esa rasgada voz que todavía quería seguir cantando, y bajo la custodia leal de Ferruccio, su mayordomo, estricto en el registro de las citas médicas, los consumos de ansiolíticos y antidepresivos, los rescates de última hora de los bares. En la película de Larraín forman una familia unida e inusual, como feligreses de un santuario laico dedicado a la patrona del canto. Maria anuncia que recibirá una visita, un reportero de alguna revista famosa de Europa. O quizás un entrevistador de la televisión, no se acuerda. “¿Es real la visita?”, le pregunta Ferruccio algo renuente a la respuesta. Pero el atildado Mandrax (Kodi Smit-McPhee), nombrado como la pastilla que tanto la hace feliz, se presenta con su micrófono y su grabador. Juntos salen a recorrer las calles húmedas de París, y Maria evoca las visitas nocturnas del fantasma de Onassis, la conmoción al encarnar a Ana Bolena en La Scala, el naufragio de su matrimonio con Meneghini, el delirio del público en la Ópera Lírica de Chicago. Confesiones que no se escatiman en la recta final.
TRÁGICO ESTOICISMO
Es que Maria Callas debía comenzar por el final, con la conciencia de su tragedia a cuestas. “De alguna manera –señala Larraín–, la historia de su vida tuvo un final trágico como la mayoría de las óperas que cantó en escena. Por ello quería hacer una película donde ella, Maria, se convierta en la suma de las tragedias que interpretó sobre el escenario”. Una vocación dramática que Maria encarnó en cada una de sus heroínas, pero que también forjó en su vida. A la manera de un melodrama musical, casi sobre la estela de Vincente Minnelli, Larraín concibe un espacio desdoblado, cuya bisagra son los espejos recurrentes que reflejan a Maria en su departamento, en el salón de un bar parisino, en la casa modesta de Atenas donde su madre le exige cantar para los oficiales nazis, en el debut como Elvira en la Venecia de 1947. Siempre de a dos: la hija despreciada por su madre en Grecia, y el rencor ahogado en su voz adulta; la soprano extática en escena y la amante abandonada en un baile de despedida.
Ese juego de correspondencias es el que afirma Larraín en los capítulos, o los actos, de su representación definitiva: La Diva, Verdad importante, Ovación Final. La Diva concentra el aspecto público de la Callas, la gloria congelada en los flashes, esa voz que viene a buscar el reportero Mandrax ávido de un poco de escándalo. La Verdad Importante, el mundo escondido de la mujer que amó a la música por sobre todas las cosas, cuya agonía por la pérdida de su voz fue más dolorosa que la herida en el orgullo tras el abandono del magnate naviero. “Lo que más me sorprendió en el recorrido por la vida de Callas fue su estoicismo. Y creo que Angie (Jolie) lo vio mejor que yo mientras actuaba. Si observas la vida de Maria, ella siempre fue muy estoica y siempre protegió su vida en privado y en público. Fue capaz de recomponerse y seguir adelante y luchar y pelear. Era una luchadora, y eso se me quedó grabado”. Maria camina por las calles de París, camina y camina hacia el último acto, hacia la ovación final. “En la ópera no hay razones”, dirá en voz baja, casi al pasar.
LA NOTA FINAL
En el distrito dieciséis de París la primadonna se despide. Su atuendo final no es el vestido de su última aparición en escena, envuelto en llamas tras un arranque de furia, sino el frágil satén de un camisón de noche, el que la acompañará hasta su morada final. Antes Maria cantará entre cortinados, con una orquesta imaginaria que seguirá sus acordes innatos, esa voz prodigiosa que revolucionó la escena del siglo XX. Maria recuerda entre lágrimas, y Angelina deja escapar su voz en el registro, impregnando de un desgarro propio aquella creación. Ambas se funden en ese mítico departamento de la avenida George Mandel y, aunque no los vemos en la película, en el penthouse del edificio habitan Marcello Mastrioianni y Catherine Deneuve en sus años de romance. Y allí mismo una Chiara Mastroianni todavía niña escucha a la Callas ensayar en solitario, despedirse de su voz entre lágrimas, tal como hace poco lo reveló en la película de Christophe Honoré, Marcello Mio (2024). Ese recuerdo complementa la última imagen de Maria Callas de Pablo Larraín. Una nota final, un solo desgarrador para los espectadores escondidos, los que escuchan sin ser vistos, los que lloran en silencio para no salpicar de lágrimas el último acto de La Divina.