Mi abuela sabía decir que los días que van a ser malos deben ser hermosos.

Me secaba la transpiración de la frente cuando vi el colectivo. Venía lento, como una nube cuando acaricia el espejismo en el asfalto, como pasos que andan gastados. Estiré el brazo y lo dejé levitar hasta que el ruido de los fierros se apagó.

Subí rápido, salté el escalón y el vapor me besó los tobillos, su lengua humedeció mis pies y resbalé. Me agarré del pasamanos, lo sentí pegajoso, atractivo. Lo miré al chofer y encontré un cómplice. Tenía el pelo pegado a la cabeza y los ojos hinchados; la frente le brillaba. Al lado de la palanca de cambios, una botella transpiraba.

Me senté y la cuerina del asiento se me pegó al cuerpo. El aire acondicionado no andaba y el tipo que tenía al lado transpiraba alcohol, igual al abuelo. La nona decía que era porque se estaba limpiando y que la resaca se cura cuando se escapa del cuerpo por los poros. El tipo se estaba esterilizando. Pensé en aguantar, en veinte minutos llegaba, y busqué la frescura de Navidad en una noche añeja, en el asado del nono, en los petardos que tiró el tío en la puerta del vecino, y en Cristina, la perra que se puso a parir un rato antes de las doce. Un sacudón me hizo saltar del asiento y desparramó un poco más el olor a sanación. Me despabilé. Volví a pensar en ella, en los días claros, y en que ya estaría por meter los fideos en el agua. Sentí hambre. Me imaginé el agua burbujeando en la cacerola y en esa mezcla de laurel y estofado que tiene ese no sé qué. Bajé una parada antes para comprar un choripán.

Las cuatro cuadras que me separaban del hospital, las hice masticando al sol. Ese mismo sol que, años atrás, nos acurrucaba en el camping mientras nos enfriábamos los pies en la pileta y comíamos el vitel toné que sobró.

Entré al sanatorio y no miré a nadie, fui directo al quirófano. escuché la voz de Raquel, la enfermera, odiosa de entrada. Linda, apurate, me dijo. Hola, la saludé sin mirarla. Tenés un aneurisma de aorta. Sonrió, no sé por qué, los que viven solos son así, odian la Navidad.

Pasé por el ofifice y no entré. No tenía el tiempo, el aneurisma tampoco. Vi de refilón que estaba Gladis, un budín sobre la estantería donde guardamos la medicación y el arbolito de guantes inflados y catéteres. Había mate. Esquivé los saludos. ¡Buenos augurios para quién! Me lavé las manos.

En la sala, esquivé unas manchas del piso. Mugre del día anterior, del quirófano be. El Hombre del Limón. Así le quedó. Cosas que pasan cuando se prueba algo nuevo. La pareja le metió el limón. No salió y entró el sacacorchos. Al final quedó todo adentro. Hubo que operar.

Me dediqué a armar la mesa como siempre. Preparé la cirugía con lo que tenía y con lo que no tenía. Bien de Navidad, no había gasas grandes. El servicio de esterilización, los feriados, trabaja con guardia mínima. Preparé unas compresas de pedazos de sábanas. Sabía que cuando Guiñazú abriera la sangre iba a salir a borbotones, y mi mesa iba a ser caótica, como la mesa en un banquete sin manteles ni servilletas. Terminé de ordenar, me saqué los guantes y me fui a fumar un cigarrillo. Al cuartito, porque desde el día que Raquel incendió la sala y el paciente terminó en terapia, no se pudo fumar más en el quirófano y nos tuvimos que buscar otro rincón.

Guiñazú es metódico. Diría que, de los cirujanos, el que más. Siempre, antes de operar, se toma un trago de algo. Una vez no lo hizo y las manos le temblaron. En el sanatorio nos acostumbramos, Guiñazú tiene su ritual. Toma un trago de no sé qué, se mete una pastilla de menta en la boca, revisa el frontoluz y le da un chirlo a la enfermera. Si el ritual se cumple, el doctor entra al quirófano confiado y nosotros trabajamos tranquilos. La nona, en eso de los rituales, era igual. Todas las navidades se levantaba temprano, juntaba las botellas, los corchos, lavaba los platos y amasaba los fideos. Al mediodía, nos llamaba para comer y nos sentaba a la mesa, no sin antes putear por las cáscaras de nueces que se les habían clavado en las chancletas. La nona está convencida de que eso de ir a pasar la Navidad al camping le cortó la racha.

Los pasos de Guiñazú son distintos a los de la nona, pero tampoco se pueden saltear, porque ahí está la confianza. La familia unida, la inmortalidad de la cirrosis, el tiempo quieto, los hijos y el éxito de una cirugía dependen de los rituales, las cábalas, y para Guiñazú tienen que ser así: traguito, menta, frontoluz y chirlo. Un ritual cumplido no le hace mal a nadie.

Mabel mató las moscas que revoloteaban en la luz. Guiñazú le dio el chirlo a Raquel y le pidió el paciente. Pedime el anaurisma, así le dijo. Sin nombre.

Guiñazú, su Robin, Evans, el anestesista Gandolfo, Raquel y yo esperábamos en el quirófano. Guiñazú, parado en un rincón con una caja de mentitas en el bolsillo, de vez en cuando se metía una en la boca. Evans masticaba un chicle a su manera. Gandolfo ojeaba una revista, mientras terminaba de tomar el último trago de café y rezongaba, decía que el día era una mierda pero que estaba hermoso para estar en el río. Gandolfo contó que tenía todo planeado. Asado, vino y una colega que lo iba a acompañar a navegar. Mirá el sol. Ni una nube. El bronceador en el bolso… decía.

El doc le prometió que iba a ser rápido. Antes de que termine el mediodía, usted va a estar en la lancha, le dijo como si la muerte fuera una promesa, y le ordenó a Raquel que pidiera a mantenimiento una bolsa de hielo y un lebrillo. Deciles que es para ya.

Se abrió la puerta y lo vi. Era flaco, parecía que bailaba en la camilla, los brazos le colgaban, estaba pálido y tenía la respiración entrecortada. Lo agarramos entre todos para ponerlo en la mesa de operaciones. Pareció flotar entre la camilla que lo trajo y la de cirugía. Vi las moscas muertas, pero no dije nada. Quedaron ahí, sepultadas, como los pétalos de rosas que le mete la nona a la masa de los fideos.

Gandolfo abrazó con el borde de dos dedos el tapón de silicona y con la otra mano clavó la aguja y empujó el émbolo. Ahí va la chimichanga, susurra. Siente placer.

Guiñazú y Evans se lavaron las manos. Raquel puso iodo en una compotera y me alcanzó una pinza con una gaza en la punta. Lo pinté; la panza parecía un volcán. Lo cubrí con campos verdes. Raquel le enchufó los electrodos y ahí quedó. Anestesiado. Desnudo. Desaparecido. Igual que las moscas.

Entró a la sala con las manos juntas y levantadas. El agua todavía le chorreaba. Raquel le calzó la lupa. Él la acomodó moviendo la cabeza. Me miró por arriba del cristal. Le señalé la panza que levantaba las sábanas. Raquel puso música. Guiñazu se paró a un costado del montón verde y con las manos apoyadas en la piel hizo el cálculo. Imaginó una línea recta, un camino, un atajo para entrar. Me pidió el bisturí.

Hizo un tajo certero, firme, con esa seguridad de alguien que está a punto de cruzar una frontera con la visa al día. La piel se deslizó, se abrió abajo del filo, se abrió bajo su pulso. La piel se abrió y eso que había adentro, eso que hacía que una panza se pareciera a una montaña, salió. Guiñazú agarró el electrobisturí, y como lo hace un machete en la selva, cortó, coaguló y ligó arterias. Desde adentro, la sangre desbordó el cuerpo y se sintió el olor, eso olor indefinido, ese olor que trae la muerte. Salió con todo. Pidió que le secaran la frente. Pidió el aspirador. Lo vi temblar, lo vi acariciar la arteria que se escapaba como una lombriz de gelatina, una lombriz abierta, rajada. la pinzó, la apretó y el flujo se cortó. Pudo ver. ¡Raquel, traé el hielo! En el casillero tengo una caja de champán. Buscala y meté las botellas en el tacho.

-Pago los de miga -cantó Gandolfo.

Despachamos el cuerpo y descorchamos la primera botella.

Dicen que las cosas malas pasan en días hermosos.