Hace un manojo de días, a través de alguno de los incesantes estímulos digitales a los que estamos expuestos, accedí a una reflexión de Mario Pergolini sobre los consumos informativos de personas "menores de treinta años". Rápidamente, con la lucidez que me caracteriza, inferí que esa taxonomía se explica por una razón muy simple: Pergolini tiene 60 años y la cifra le sirve para organizar en dos mitades perfectas las variables de su análisis, y de su vida. Enseguida, con el narcisismo que me caracteriza, recordé que yo tengo esa edad, y me sentí en el centro de la reflexión aludida. Al ratito nomás, con la contradicción que me caracteriza, yo, que minutos antes había cuestionado el análisis de Mario por apresurado y vago… terminé escribiendo este artículo.
Veamos: hasta mis treinta años yo no tenía computadora, y mi querido tío Alberto me regaló una para celebrar mi matrimonio –sí, también tengo exactamente treinta años como soltero y treinta como casado-. No se me ocurre mejor emblema para decir que, efectivamente, mi vida está partida en dos mitades, una analógica y otra digital, y que fue ese regalo el Rubicón que dividió en dos mi tecno-biografía.
Creo que las neurociencias no se están ocupando debidamente de los estragos que esta bipolaridad tecnológica produjo –y sigue produciendo- en los hombres de mi edad. No pretendo con esto –en realidad, sí- justificar la amplia gama de patologías psicológicas de las que hago gala, pero en principio pensemos piadosamente que este tipo que hoy, si tuviera dinero –cosa que en mi caso no hay ningún riesgo de que ocurra- podría vivir en una casa "inteligente", debió lidiar durante décadas con ventiladores entre cuyas "rejillas de protección" cabían las manos del Dibu Martínez. Que quienes hoy estamos a un click de recibir en nuestro celular una dieta personalizada por un algoritmo, ayer nomás creíamos que, si nos tragábamos un chicle o comíamos sandía con vino, moriríamos inexorablemente entre espasmos inconcebibles. Que quienes hoy lamentamos ser estafados por las más futuristas de las estratagemas –salvo las piramidales que, como su nombre lo indica, remiten a tecnologías del tiempo de Keops- fuimos los mismos que compramos, con el aval de nuestros adultos responsables, "sea monkeys". Que quienes hoy podemos concertar una noche de erotismo explícito a través de una app, fuimos protagonistas de ese hito en la historia universal de la infamia que fue el "pub de los teléfonos". Que quienes puteábamos al juez de línea colgados de un alambrado, hoy debemos esperar cinco minutos para gritar un gol –y también, nobleza obliga, para putear a un juez de línea, aunque sea un bot, porque ciertas cosas, solo mutan en su forma tecnológica, pero no en su matriz emocional-. El ejemplo por antonomasia de esto último es, por supuesto, el reloj: su función es tan dramática que poco difiere, en términos bolerianos, si el que marca las horas es un reloj digital, analógico, de arena o una clepsidra.
En suma: uno de los problemas medulares de los tipos como yo es cómo equilibrar la tendencia a celebrar por nostálgico ese pasado que casi nunca fue mejor con este exceso de tecnofilia que supone que el telepase es un invento equivalente a la rueda o a la hamaca paraguaya.
Examinemos exhaustivamente, si son tan amables, un fenómeno que cifra todas las variables posibles de este drama en dos actos: los dispositivos para escuchar música. Es cierto que el libro, el matrimonio, la bicicleta, el Renault 12 y las galletitas de agua son fenómenos culturales que increíblemente han superado la prueba del vértigo futurista, pero con la música ocurre algo por demás extraño. Cuando yo, por caso, le digo a un sobrino de veinte años que me gusta leer libros, sabe a qué me refiero, porque él obviamente los lee; cuando le hablo de mi matrimonio, sabe a qué me refiero, porque aun con las variables amatorias actuales, la gente joven increíblemente se sigue casando; pero cuando intento explicarle qué eran los magazines y cómo el exceso de los mismos en un auto obligaba a que se bajara alguno de los pasajeros por falta de espacio, la cosa se complica. Y sin embargo… ¡él tiene ahora más vinilos que yo! ¿Qué ha pasado?
Es interesante, porque esto nos alerta sobre la cautela que deben tener quienes celebran el último chip por encima del piano de cola; ojo porque mañana tal vez los diarieros vuelvan a ocupan su viejo lugar de súbitos GPS –y de vendedores de diarios, por cierto-, cuidado porque en un parpadeo de ojos asistiremos al renovado culto al sifón Drago. Aquí se abre, por cierto, otra línea de análisis, que plantea cómo momentos posteriores –esto es, tecnológicamente más "avanzados"- no obstante, perecen con cruda rapidez, porque en verdad no son una mejora respecto de lo anterior, sino una mera novedad desesperada; ¿ejemplos? El videoclub era más viejo que el dvdclub, pero éste último duró lo que una promesa en un ministro de economía; el referido pub de los teléfonos no pudo superar al poema escrito y enviado por un mozo de una mesa a otra.
Ya que hemos hablado de diarios –y que ustedes están leyendo este texto en uno de ellos- las dos mitades de las que estoy hecho se preguntan: ¿en qué formato me están leyendo? Imagino a algún señor de barba canosa degustando un café con el obstinado papel rugoso todavía triunfando ente sus manos, imagino a alguien en el subte ponchando la pantalla de su celular; ambos leyendo… ¿lo mismo? Caramba, pocas cosas ponen de manifiesto tan crudamente el abismo entre analógico-digital como esto. En primer lugar, porque divide las aguas de la madre de todas las batallas: la semántica. ¿Cómo hacemos hoy para sostener esas metáforas que han calado tan hondo en nuestra alma? “Vas a salir en los diarios”, “Es fácil hablar con el diario del lunes”, “No hay nada más viejo que un diario de ayer”, “Más berreta que papel de diario”. El papel de diario era –es… ¿seguirá siendo?- una verdadera obra maestra de transversalidad cultural: con él se pueden ocultar occisos, hacer barriletes, detonar pánicos sociales, suplantar vidrios, debilitar gobiernos, impedir que el piso se manche de pintura, envolver media docena de huevos, envolver peces con mensajes sicilianos. ¿Qué clase de valor equivalente tienen los ejércitos de trolls frente a las tapas y contratapas, a los titulares o a las páginas impares? El diario de papel, además, "decía" mucho de nosotros; bastaba ver a un hombre leyendo La Nación para saber que con sólo susurrarle "Viva Perón" su pulso se aceleraría.
Como podrán imaginarse, los imperativos de la extensión editorial me obligan a ir soltando este artículo, cuando “todavía queda tanto por decir”, como susurraba Cerati en un disco que tengo en CD, en vinilo y al que me entrego hoy, por supuesto, en "Spoty". Este imperativo me exige, también, que deba elegir algún ejemplo modélico que ponga de manifiesto mi desesperada tesis. No es fácil… Pensé como ejemplo perfecto de este tránsito de lo analógico a lo digital algo que siempre será, para un hombre, complejo y sagrado: la logística del fulbito con los muchachos –que hoy incluye, hablando de cambios disruptivos, a las muchachas-; digo: ¿cómo hacíamos para conjugar horarios, voluntades, azares, topografías; sin una maldita app que viniera en nuestro auxilio?
Pero, como infalible melancólico que soy, declaro emblema ganador del abismo que separa los universos digitales y analógicos a… (¡¡¡fuerte ese aplauso o esa lluvia de likes!!!): que te dejen plantado. Año: 1985; yo, 20 años; ella, 19. Bailamos una noche en Mar del Plata. Enero, Pino Colbert, toda la vida por delante, bucles donde ahora hay nada, besos ansiosos cerca de ese mar en que se unen los multiversos: Olivos y Lomas de Zamora. Íbamos a vernos al otro día, en el mismo lugar, a la tarde. ¿Bloqueo, ghosteo, lluvia de haters, trolls, clavar el "visto", cancelación? No niego la potencia humillante, ominosa, de estas formas del ninguneo digital, pero ella, simplemente, nunca vino.
Y créanme, nativos digitales: "nunca", analógicamente, es nunca.