Murió David Lynch. Murió un cineasta. Murió un creador de universos que no se parecen a ningún otro. Sus familiares lo anunciaron en un posteo en redes sociales: “Hay un gran agujero en el mundo ahora que ya no está con nosotros. Pero, como él lo hubiera dicho, ‘Mantené la mirada en la dona y no en el agujero’”. Con Lynch, y más allá de la enorme influencia de su cine en varias generaciones de realizadores, muere una manera única de entender el oficio y el arte cinematográficos. La más personal e idiosincrática de las prácticas, una extensión de sus propios sueños y pesadillas aplicada pacientemente a la construcción de relatos que no se parecen a ninguna otra cosa.
Falleció un creador de largometrajes inolvidables, amén de una serie televisiva que logró erigirse como cosmos autosuficiente, uno de los autores más rabiosamente independientes que haya dado el cine estadounidense durante las últimas cinco décadas. También se despide el ironista que, en sus cuentas de redes sociales, solía regalar pequeños mensajes para sus seguidores y todo aquel que se cruzara en el camino. Precisamente en esos breves videos Lynch solía bromear durante los últimos tiempos sobre su pasado de fumador y el enfisema que los médicos habían hallado en sus pulmones. Una manera de sonreírle a la muerte, que finalmente llegó para dejar un agujero en el mundo y, sobre todo, en el cine.
Una porción considerable de la filmografía de David Lynch desnuda varias tensiones creativas, entre ellas la eterna pugna entre la posibilidad de evadirse por completo de las normas y la necesidad de atarse a un tapiz narrativo que le de cohesión a la aberración. Lynch fue siempre un iconoclasta moderado, interesado en deformar ligeramente eso que entendemos como “realidad” cinematográfica, de introducirnos en universos similares al nuestro, para luego, en franco choque con certezas y conceptos, echarnos encima sin aviso la maravilla, el displacer y el horror de lo cotidiano visto a través del otro lado del espejo.
El hombre elefante, Terciopelo azul, Corazón salvaje y Twin Peaks, cada una a su manera, hacen confluir las sombras de lo fantástico y lo delirante con el más concreto de los realismos, a semejanza de esas ilusiones ópticas que, dependiendo de cómo sean observadas, delinean uno u otro dibujo más o menos oculto. Sólo en su ópera prima Eraserhead, en El camino de los sueños y en Imperio las fuerzas de lo onírico terminan empapando por completo, con su ilógica lógica, las relaciones entre causas y efectos, personajes y situaciones.
Nacido en Missoula, Montana, el 20 de enero de 1946, David Keith Lynch creció en el seno de una típica familia de clase media del noroeste estadounidense. Luego de un breve paso por un grupo de boy scouts, el joven David comenzó sus estudios artísticos, que un primer momento lo llevaron por el derrotero de las artes plásticas, aunque más temprano que tarde comenzó a experimentar con el cine de animación en una serie de cortometrajes experimentales.
Ya instalado en Los Ángeles, a comienzos de los años 70, la intención de llevar sus ideas a un largometraje con actores de carne y hueso comenzó a tomar forma, aunque pasarían casi seis años hasta que Eraserhead (1977) pudiera ver la luz de los proyectores. “Es mi película más espiritual”, escribió el realizador en su libro Catching the Big Fish. “Nadie lo entiende cuando digo eso, pero es cierto. Estaba buscando una llave para abrir el significado de lo que esas secuencias estaban diciendo”. Filmada de manera artesanal, esa ópera prima de Lynch, un extravagante sueño registrado con armas cinematográficas, fue ganando estatus de culto con el correr de los años gracias a sus funciones de trasnoche en salas de cine urbanas, y entre las filas de sus más fieles adoradores se sumó hasta el mismísimo Stanley Kubrick.
Los avatares de Hollywood quisieron que el comediante, productor y director Mel Brooks se interesara en el joven Lynch, y a pesar de alguna reticencia inicial terminó contratándolo para escribir y dirigir El hombre elefante (1980), primera incursión en el cine industrial que le valió el reconocimiento de sus pares y también el de los espectadores. La historia de un hombre deforme, rescatado de las garras de un show de fenómenos circenses por un hombre de ciencia en plena era victoriana fue nominada a ocho premios Oscar, catapultando el nombre debajo del cartel de “Dirigida por”, uno de los más “candentes” del momento, para usar una terminología popular.
El éxito fue también el puntapié inicial de las primeras fricciones con el cine de alto perfil, que se verían en acción en su siguiente proyecto, la imposible adaptación de la novela Duna (1984), del escritor Frank Herbert, que ya había sido abortada una década antes. Bajo la batuta inflexible del productor italiano Dino De Laurentiis, las presiones no fueron escasas, y el resultado final fue un largometraje que no se parece al que Lynch había configurado en su cabeza, mancillado en el montaje por manos ajenas. La eterna lucha por el corte final decidió al realizador a dejar de oír el canto de las sirenas del cine de gran presupuesto, concentrando su atención de allí en más en proyectos que estuvieran bajo su control absoluto. Irónicamente, vista hoy, la despareja versión lynchiana de Duna resulta más atractiva, a pesar de sus múltiples problemas, que la correcta y narrativamente “profesional” adaptación de Denis Villeneuve.
En Duna puede adivinarse la fascinación de Lynch por los cuentos de hadas, que en su imaginación terminan siempre siendo oscuros, invertidos de valor y sentido. No es casual que varias de sus películas hayan sido comparadas con grandes clásicos del cine de Hollywood, en particular El mago de Oz. Las zapatillas rojas son reemplazadas por una oreja amputada en Terciopelo azul (1986), primera obra maestra en pleno derecho de su carrera, una incursión psicosexual al corazón de los Estados Unidos protagonizada por Kyle MacLachlan, Isabella Rossellini, Dennis Hopper y Laura Dern que es también, de una manera peculiar e incomparable, una relectura personalísima del film noir clásico.
Mientras los capítulos de la primera temporada de Twin Peaks terminaban de transmitirse en la televisión, el cineasta estrenaba Corazón salvaje, otra manifestación extrema de su interés por la cultura del país en cuya historia vuelve a ponerse de relieve, esta vez de manera literal, la fascinación por el mundo de Oz, además de ese eterno ícono popular llamado Elvis Presley. Estrenada en el Festival de Cannes 1990, la película se terminó llevando una Palma de Oro que desató no pocas discusiones.
“Vivimos adentro de un sueño”, parece decir Lynch en cada capítulo de su celebérrima serie, que comenzó como un relato policial ligeramente teñido de extrañeza para llegar a límites antes imposibles de imaginar en la pequeña pantalla. Las dos temporadas originales pero, sobre todo, su spinoff cinematográfico, la extraordinaria Twin Peaks: Fire Walk With Me, y el regreso tardío de la saga en 2017 forman parte esencial del cosmos lynchiano, con sus propias reglas y también excepciones. El capítulo 8 de Twin Peaks: The Return fue una auténtica bomba atómica que, en contrastado blanco y negro, regresaba en parte a las fuentes seminales de Eraserhead, dejando por un instante los cortinados escarlata que marcan el paso al otro lado del espejo. Luego del neo noir Carretera perdida, que marcó de alguna forma el final de una etapa, llegaría el impasse clásico de Una historia sencilla, que reconcilió a los espectadores poco afectos a su cine gracias a un relato que, como su nombre lo indica, es tan transparente como emotivo.
Con la llegada del nuevo milenio los proyectos se irían espaciando, pero la creatividad y el talento seguirían intactos. El camino de los sueños (2001), con su estructura dual y sus disquisiciones sobre la identidad mostraban a un David Lynch en excelente forma, al tiempo que lograba exprimir de sus actrices, Laura Harring y Naomi Watts, las que probablemente sean las mejores actuaciones de sus respectivas carreras. Pero nada hacía suponer que, cinco años más tarde, aterrizaría como un ovni venido en una galaxia muy, muy lejana Imperio (2006), canto del cisne cinematográfico que el año próximo cumplirá dos décadas de existencia. Rodada a lo largo de tres años sin un guion fuerte que la antecediera, en plena carrera digital y con los nuevos soportes de video intentando emular las texturas y contrastes del centenario celuloide, Lynch hacía gala de la baja definición de los píxeles y los convertía en el núcleo estético de la propuesta, una imagen cavernosa e imperfecta que acompaña magníficamente el planteo narrativo del film.
Más que a una historia, en Imperio se asiste a múltiples y entrelazados relatos, la mayoría de ellos protagonizados por una Laura Dern que impacta y sorprende, una heroína en medio de la debacle surrealista. En Imperio conviven los relatos confesionales, los cuentos contados varias veces, una sitcom protagonizada por hombres-conejo e incluso un par de números musicales. La despedida de Lynch de la gran pantalla representa tres horas de cine puro y duro, sin concesiones a las expectativas; un viaje excitante, abusivo, irritante, sorprendente, tan novedoso, quizás, como lo fueron las primeras imágenes del Cinematógrafo de los Lumière para sus primeras plateas. Como ese inolvidable Capítulo 8 que muchos recuerdan como un momento bisagra de su vida cinéfila.
En Los Fabelman, el reciente largometraje autobiográfico de Steven Spielberg, Lynch encarna brevemente a John Ford, otro autor cinematográfico que bien podría ubicarse en sus antípodas formales. Una escena y un par de intercambios de diálogos le bastaron al gigante que hoy se despide para crear un personaje inolvidable. “En Hollywood, cada vez más seguido están haciendo películas tradicionales, películas que la gente comprende”, escribió hace bastante tiempo. “Todo la historia es comprendida. Y se preocupan si hay algún momento, por pequeño que sea, que no pueda ser comprendido por todos los espectadores”. El cine, bien lo sabía Lynch, no es solamente relato y los sueños, como sueños que son, resultan siempre extraños. A veces, incluso, parecen inasibles, y su comprensión depende de una llave que no siempre está al alcance de la mano. Muerto David Lynch, ¡viva su cine!