Volver a escribir sobre la biblioteca de la casa de Mataderos, a la que una vez recordé como “una biblioteca de madera barnizada, larga y alta, como una modesta y estilizada catedral del saber”. Y si la recordaba así es porque debe haber sido algo así.

Era una biblioteca moral. Una biblioteca de libros que de abajo hacia arriba seguramente se iban volviendo prohibidos para las inspecciones de los menores de la familia y de paso algo amarillentos y progresivamente ilegibles.

Eran, la mayoría de ellos, libros viejos. Es curioso, pero cuando entraba algún libro nuevo en la casa, no sé, andaban por ahí, en los dormitorios, en alguna parte que no era la biblioteca, metidos en placares que se volvían pequeñas bibliotecas temporarias. Desde que yo tenía memoria de la atracción irresistible que me provocaba la biblioteca larga y alta del “living” (como se llamaba a la sala de estar), quizás demasiado estrecha, un mueble decoroso y austero, siempre recuerdo los mismos libros. El Espartaco, el Sacco y Vanzetti, los libros de Roberto Arlt, el Romancero gitano de Federico García Lorca. El teatro de Florencio Sánchez. Títulos así, sin cursivas, para grabarlos más bien en la retina. Mundos misteriosos, opacos, algo distantes. Creaban un misterio, tal vez, frío, pero no por eso menos fascinante porque transmitían una alta sensación de ser inaccesibles. Y de golpe entraba un Adán Buenosayres, un Flores robadas en los jardines de Quilmes, un Alguien que anda por ahí o El país del humo; una Misteriosa Buenos Aires (estos sí con sus respectivas cursivas y sus tapas sugerentes), y entonces andaban por ahí, entraban y salían de los dormitorios, compartían cocina y mesitas. Pero estos libros, tan nuevos como novedosos, que generaban una verdadera revuelta en el ambiente espiritual de la casa de Mataderos, no iban a dar a la biblioteca tan alta como el cielo. Andaban por ahí como nosotros.

Y crecimos. Pero los libros no crecían a la par nuestra, no pegaban el estirón ni se languidecían en los veranos, sino que se encogían sobre sí mismos, aparentemente se replegaban en algún recoveco del saber tímido de los autodidactas. ¿Era una biblioteca de autodidactismo? ¿Era una biblioteca socialista, comunista, pedagógica? ¿Era la biblioteca de una sola alma bella y discreta, o altruista, o era una biblioteca familiar, o aspiraba a ser una biblioteca para la posteridad de la familia, una biblioteca que iba a esperarte el tiempo que fuera necesario mientras ejercía una leve pátina de risueñas prohibiciones?

Jamás vi a mi abuelo leer un libro. Vi a mi madre y a mi padre leyendo libros, y diarios y revistas. Vi a mi abuelo leyendo el diario de la tarde y hojeando revistas. Pero no recuerdo a ninguno de ellos leyendo libros que sacaran de la biblioteca alta y estilizada del living. Biblioteca de libros inmóviles, como esos juguetes que los niños abandonan y ya no vuelven a rodar.

Y cuando quisimos darnos cuenta, nos dimos cuenta: la biblioteca había pasado a formar parte del tiempo terminado de la infancia, de las aventuras que incluían abrir libros que no iban a leerse hasta mucho tiempo después, o quizás ni siquiera iban a leerse jamás. Cuando la lectura pasó a ser otra cosa, muy diferente, ni mejor ni peor, diferente, o quizás sí algo peor, esos libros daban un poco de pudor, eran como un mudo reproche frente a las ínfulas de la nueva generación. Pero eso ya no cuenta. Mal que mal se abrió el camino. Esa biblioteca que siempre había lucido algo soberbia y algo sombría cumplió su cometido, tuvo algo que ver sea como sea con la pretenciosa “función de la literatura”, trabajó, fatigó sus horas y sus tramas en silencio (quizás, en un excesivo discreto silencio), tuvo una callada dignidad, quizás hasta exageró esa parte digna de Mataderos, pero así fue hasta el fin.

Ahora pienso en esa biblioteca perdida en los términos en que Haroldo Conti pensó en su álamo carolina: “Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”, escribió en las primeras líneas de “Balada del álamo carolina”.

Ya no quiero ni pensar en el derrumbe final de la biblioteca de la infancia en Mataderos, en su muerte dignamente vertical, aunque por supuesto ya había sido vaciada de libros cuando la casa finalmente fue vendida y la tiraron abajo para poner un súper.

Yo no sé si las bibliotecas mueren de pie o, apenas, en medio de un silencio tan único y solitario como el del acto de leer. Quizás sea cierto que un día de una vieja biblioteca sea algo así como un día del mundo, un día en la tierra o simplemente un día perdido, aunque dicen que un día con un libro no es ni remotamente un día perdido.

Quizás no todas las bibliotecas están destinadas a las hogueras, a los ímpetus purificadores o a la desidia de quienes muerto el dueño ya no saben qué hacer con tanto libro y provocan holocaustos de la indiferencia. Quizás no todos los libros estén destinados al polvo y el olvido. Pero lo único cierto, ahora, lo que sí sé, es que aquella modesta y estilizada catedral del saber, irremediablemente se convirtió en otra biblioteca perdida en el tiempo.