"La justicia aquí es el derecho de un sujeto político a resistir la destrucción".
Françoise Davione
De un lado y del otro de la Cordillera de los Andes se están disputando --¿una vez más? ¿desde nuestras fundaciones? ¿desde las dictaduras sangrientas que nos parten como una cicatriz insalvable desde lo más hondo de cada uno de nosotros, y entre nosotros?-- los destinos de la memoria.
Esos destinos no atañen únicamente a nuestros papeles pasados, dolorosos y aún palpables, no toca sólo a los sitios de memoria, ni apenas el incierto lugar en el que viven niños desmembrados de sus familias e injertados en otras, sonámbulos en estas calles sin saberlo, ni a los muertos que no descansan en paz porque sus huesitos o cenizas o nombres permanecen a la deriva o en el fondo del río y porque quienes los lloran y lloramos seguimos reclamando su paradero, inscribir ese particular estado desaparecido y extraerlo de la nebulosa, de ese perverso confín en el que se los ha arrojado, a ellos y a quienes los buscamos. Los destinos de la memoria también atañen a nuestros presentes y futuros.
La guerra de Malvinas (las guerras ocurren también en el lenguaje y ahora esas islas se denominan, en otras partes de este globo terráqueo, Falklands) dejó 649 muertos, un puñado de sobrevivientes, muchos de los cuales (entre 350 y 500 de acuerdo a estimaciones) fueron no pudiendo sobrevivir aunque hubieran regresado de esas islas, porque este suelo no los inscribió como sí lo hizo con los 30.000. Otros confines de espanto e inexistencia fueron y son los suyos. La inexistencia es un destino de oprobio, de desamparo radical, y las ondas expansivas de la catástrofe se han continuado sucediendo mucho más allá del retorno de la democracia. En un libro escrito por Leila Guerriero es otra la catástrofe, sin embargo su título: Los suicidas del fin del mundo, logra incorporar también esos ecos. El libro susurra algo: quien se da muerte porque la inexistencia es absoluta o irrespirable no lo hace en nombre propio únicamente, ni son sus solas manos las responsables, las huellas dactilares de la autoría son bastante mentirosas. Demasiado parciales.
Otro libro, escrito por Rodolfo Fogwill, supo ponerle nombre y espesor a las historias de esos jóvenes arrojados a la guerra. Los pichiciegos junta en su final algunos de esos pedacitos: lo irrespirable y el ahogo, el abandono, la interminable soledad. El imposible regreso.
Esa palabra, ese nombre doloroso, en Chile está adquiriendo nuevas dimensiones. Pichiciegos acorralados por el inmenso olvido y desterrados en una negación vergonzante, se acurrucan entre sus dolores hasta que no pueden más. Las políticas desaparicionistas o negacionistas perforan o mutilan el tejido social entero y nos asfixian y enceguecen a todos.
En Chile la guerra fue declarada por el Presidente en plena revuelta popular, en Octubre de 2019. A los pocos días de esta gesta, que aún no ha sido dicha en todas sus dimensiones, puesto que sus efectos están tan a la vuelta de la esquina y hoy no alcanzan las palabras para nombrarla, se instauró un clima bélico contra un “enemigo peligroso”.
Los jóvenes escuderos de la primera línea, línea de fuego, dieron una batalla librada con bravura y coraje. Esa batalla se armó con retazos de material artesanal, a cuerpo descubierto, a capucha, a escudos de lata, a cascos de bicicleta, a piedras de asfalto, para enfrentar las balas, las botas y la perversión de los agentes del Estado. Ese grupo heterogéneo, contraatacó para frenar la acción de la policía sobre los manifestantes. En ese contexto, el Instituto Nacional de Derechos Humanos recibió 6.807 denuncias. El organismo pudo representar a 3.777 víctimas de violencia por parte de agentes del Estado. 2.814 eran hombres y 959 mujeres. La edad promedio fue 26 años. De ellas, 591 eran menores de edad. Siete personas fallecieron a manos de agentes del Estado. Sufrieron lesiones físicas 3.581 personas; 298 hombres y 194 mujeres denunciaron violencia sexual en su contra. De las lesiones, 220 personas sufrieron trauma ocular. Cincuenta sufrieron estallido ocular, 82 perdieron la vista permanentemente y 88 víctimas percibieron lesiones. La represión por parte de las fuerzas policiales dejó 34 personas asesinadas. Según el mismo INDH, 3.216 querellas fueron interpuestas entre el 17 de octubre de 2019 y el 18 de marzo de 2020, pero apenas 33 tienen condenas firmes y ejecutoriadas.
Hasta la fecha, siete jóvenes con trauma ocular se han quitado la vida.
Han pasado 5 años. Las calles de la plaza Baquedano, re-fundada Plaza Dignidad, han sido esmaltadas con pintura fresca. Los murales y frases inscritas, memoria de un pueblo que se levanta, han quedado silenciadas bajo la restructuración de la fachada. La “revuelta popular” late como un corazón ahogado, como un territorio cercado por discursos excluyentes y la estigmatización del movimiento social, uno de los más grandes, luego de la Dictadura Militar en Chile.
Ese sujeto arrojado a la guerra --dice Françoise Davoine-- cuando se encuentra con la escucha comprometida de un otro como testigo: arman juntos la posibilidad de un decir, de palabras que intentan bordear el árido terreno de la zona mortifera. Ambos advienen sujetos políticos en ese recorrido que une fragmentos desestimados de la historia, construyendo un puente entre la pequeña y la gran historia. Ese puente es la memoria.
Juan Carlos Volnovich, en el texto homenaje a los trabajadores de la salud en la dictadura en Argentina dice: “Debemos recordar que la esperanza es una de las formas de la memoria, pues nos habla de nuestros logros y fracasos, nuestros límites y posibilidades, nuestros sueños y realidades, nuestros deseos y fantasías. Cuando se acepta la posibilidad de olvidar, deviene no sólo la repetición sino el acto de resignar valores que hacen a nuestra condición humana. Recordar no es una actividad que nos lleve meramente al recuerdo fáctico, sino al recuerdo de las razones por las cuales esos valores no forman parte de nuestra cultura”.
Ante tantas y ominosas cegueras escribir, narrar, combatir el olvido y el silencio, es una política de la memoria.
Lila María Feldman y Michelle Kordovero Laynez son psicoanalistas.