Alguna vez he dicho que el Malecón de La Habana es el parque público más largo del mundo. Y es que en toda la extensión de sus varios kilómetros de recorrido, este parapeto de hormigón, que va bordeando el mar desde el interior de la bahía de La Habana, en el este, hasta la desembocadura del río Almendares, en el oeste de la ciudad, cada noche de verano se convierte en el punto de reunión más concurrido de la isla, el sitio al que parecen conducir todos los caminos.

¿Por qué el Malecón? ¿Solo por la probable brisa del mar que en las noches refresca la atmósfera tórrida de la capital cubana? ¿También porque su altura es la apropiada para utilizarlo como asiento? ¿Quizás por ser un espacio económicamente democrático al que cada cual puede llegar con su botella de ron y disfrutar, solo o acompañado, de una noche de tragos incosteable para tantos cubanos en otros sitios de la ciudad? ¿O será además porque allí la gente, en especial los más jóvenes, se sienten más libres, más dueños de sí mismos, a pesar de que el mar los limita por un flanco y, por el otro la policía los observa en sus continuas rondas?

Más que cualquier edificio, más que cualquier plaza antigua o moderna, más que cualquier parque público, el Malecón es el símbolo que mejor caracteriza a La Habana, el que la sintetiza y define como ciudad marítima para la cual esa condición costera es un alivio y una condena: en esa frontera que marca de modo tan evidente el muro del Malecón comienzan y terminan los sueños de muchos cubanos, esos anhelos múltiples –que a veces están en el interior de la isla, otras en el mundo que existe más allá del mar– sin cuyo conocimiento no es posible entender el alma profunda de una sociedad.

Si alguien quiere tener una idea de qué cosa es Cuba, un principio inevitable resulta tratar de ver qué cosa es La Habana: porque aunque La Habana no es Cuba, de muchas formas en esa ciudad radica su corazón. Y el motor que impulsa al músculo vital es precisamente ese Malecón que se desborda de olas agresivas ciertos días de invierno y de personas acaloradas y en busca de distracción en las noches veraniegas.

En una sociedad en la que el igualitarismo socialista se desvanece y que se va estratificando económicamente a una velocidad desconocida hasta hace muy pocos años, las posibilidades materiales de las gentes se van readecuando y los polos sociales se van distanciando. Una proyección evidente de esa naciente redistribución social se manifiesta en los sitios a los que acuden las personas según sus posibilidades económicas. En La Habana, una minoría favorecida se mueve entre paladares (restaurantes privados) y bares cada vez más lujosos, negocios nacidos al calor de una política más permisiva con la pequeña empresa privada, vencedora absoluta sobre la empresa estatal en la calidad de sus servicios: hoy, en La Habana, desde reyes foráneos hasta políticos (incluidos los norteamericanos), desde empresarios hasta turistas y esos cubanos financieramente favorecidos (más de los que cabría imaginar) pasan sus noches en sitios de gestión privada como La Fontana, El Patio de Liliam o La Guarida (restaurantes con años de existencia) o en El Cocinero, Estarbien o Vista al Mar (entre los de más reciente creación) o en bares de copas, sacados de revistas de diseño, ubicados en los sitios más atractivos de la ciudad.

Mientras tanto, una mayoría abultada de cubanos se mueve por lugares más discretos (o por ninguno, pues sus bolsillos no se lo permiten) y el Malecón parece ser el más recurrido, el mejor y último refugio.

Entre un pasado congelado pero visible en una ciudad que físicamente se estancó hace sesenta años y un presente en evolución hacia una sociedad de formas y relaciones extrañas, La Habana vive su presente y mira con suspicacia hacia un futuro de momento impredecible... La Habana se ofrece entre la nostalgia, con sus símbolos sobrevivientes, y sus nuevos sitios de altas exigencias económicas, aunque siempre pasando por el espacio democrático y popular del muro del Malecón, sobre el que cada noche se sienta el corazón más verdadero de Cuba.

Este es un fragmento del libro Ir a La Habana (Tusquets), que reúne todos los escritos de Padura sobre la ciudad.