Madre e hijo se alternan para salir a la superficie a respirar: una vez arriba, el chorro de vapor sale disparado y toda la embarcación es puro “ooohhhhh”. Madre, oscura y enorme. Hijo, ballenato blanco. Estamos varios kilómetros adentro del Golfo Nuevo, hasta donde hay que venir ahora para darles los últimos saludos a las ballenas de este año. La profundidad por acá ronda los 80 metros por encima de la plataforma continental, y es una tarde de viento frío. Madre e hijo van hasta el fondo y vuelven durante un largo rato hasta que deciden desaparecer. La coreografía llega a su fin mientras buscan lentamente el mar abierto. Esta temporada de ballenas en la Península Valdés se va agotando, pero el mar –este mar, que hoy está turquesa y regala vida y opciones– se queda. 

HASTA LA PRÓXIMA “Fijate que está abajo tuyo”, me grita desde arriba uno de los tripulantes del gomón en el que vamos entre holandeses, españoles, salvavidas y celulares. Estoy en la parte izquierda, atrás. “Parece que le llamó la atención el motor”, sigue gritando. Me asomo por la borda y la imagen vale el viaje: el ballenato blanco –parte de un pequeñísimo porcentaje que nace así, y que con el tiempo irá trocando su color hacia un gris plomo– es una mancha clara y verdosa a algunos metros de profundidad. Un brillo submarino enorme que serpentea bajo nuestros pies. Y sube. Sube hasta salir del agua y rozar la popa. Y no se va; no pasa nunca por debajo de la embarcación. Se queda y nos acompaña ahí por un rato. Después, la mancha blanca se achica y aparece la gran madre –franca austral, dicen los datos, hasta 16 metros de largo y 40 toneladas de peso– que levanta su cola entre las gaviotas hasta perderse juntos en el fondo oscuro del mar.

Esta madre y este hijo son algunos de las que van marcando el fin del momento de esplendor del avistaje, de una temporada que empezó en pleno invierno. Hasta fines de este mes, embarcándose hasta una buena distancia dentro del golfo aún se las puede ver, pero van armando las valijas para regresar en mayo o junio del próximo año. Ahí comenzará nuevamente la temporada fuerte en la que se las puede ver desde la costa, y son el atractivo central. 

Los datos duros del año pasado nos sirven de marco: durante aquellos 365 días pasaron por Puerto Madryn más de 200.000 turistas, y a la Península Valdés (para la que hay que pagar un bono para entrar, es reserva protegida), alrededor de 310.000. Y el avistaje de ballenas  los hicieron casi 90.000 personas. Un volumen que crece y decrece con las olas económicas del país, pero que siempre es significativo. 

 

Emanuel Pistara
La estepa de la Península Valdés es el lugar ideal para un “encuentro cercano” con guanacos.

BAJO EL AGUA Engordando ese número estamos acá, caminando ahora por la costanera de Madryn hasta encontrarnos con Mariana Carrieri, instructora de buceo que nos espera para volver a navegar un buen rato y tirarnos al agua. Vamos por uno de los imperdibles de la temporada, el snorkel con lobos marinos. Son las 7.45 y Mariana, mate en mano, abre las puertas de Abramar Buceo en el parador que ocupa en la playa. Entre tubos, trajes y máscaras esperamos al resto de los anotados para hoy –un día radiante, algo frío y con un poco de viento– y vamos a la parte de atrás. Las capas de neoprene nos separarán del agua fría, a las que sumamos un camperón para el viaje. Y al abordaje. En la lancha nos espera Fernando, su capitán. El destino es el Área Natural Protegida Punta Loma, a unos 15 kilómetros de navegación a toda marcha. El Golfo Nuevo es el escenario, y la ciudad empieza a quedar atrás. 

Al girar por la punta que tenemos a nuestra derecha (Punta Cuevas) y quedar al descubierto, el viento es otro. El frío se siente, pero no está nada mal. El lugar es increíble: en las rocas toman sol decenas de lobos marinos –machos, hembras, crías, grandes, chicos– que se van dejando caer al agua de a ratos. Acá llegamos, y acá nos tiramos. Y el resultado, un lujo: los lobos nadan a nuestro alrededor, juegan, se acercan, nos miran de cerca con sus redondos ojos negros y sus bigotes torcidos, y se dejan acariciar. A esta hora el sol entra fuerte en el agua, por lo que la visibilidad es ideal. Hasta unos cuantos metros de profundidad se ve perfecto. El tiempo en el agua es imposible de calcular: dicen que fueron unos 50 minutos, y puede ser. La vuelta entera, alrededor de dos horas y media. El temido frío del regreso se contraataca con un alfajor y café caliente. 

Otra de las posibilidades de interacción con los lobos es el kayak, que también se puede hacer acá: travesías en pareja en las que se sale con un experto, y los animales se acercan hasta nosotros. Son unos cuatro kilómetros de remada, pero con una exigencia mínima, por lo que se puede encarar sin tener experiencia: los guías van proponiendo paradas para observar y explicar el comportamiento de los lobos marinos (Otaria flavescens, aprendimos algo) en una excursión que demanda medio día. 

EN BUSCA DE LOS PINGÜINOS Bernabé es platense, vive en Madryn hace muchos años y un poco en español y un poco en inglés se pone al frente de la expedición pingüina. Es que cuando las vedettes de la región se van yendo hasta el año que viene, los que viven su esplendor en esta época son ellos. Desde Puerto Madryn nos montamos en un camión 4x4 para un recorrido que nos llevará hasta la estancia San Lorenzo, en un viaje de un par de horas: la estancia está en la zona de Punta Norte, en ese extremo superior de la Península Valdés. Esta “tierra de pingüinos” tiene una historia particular, ciertamente tocada por la fortuna: desde hace un tiempo, muchas aves decidieron “instalarse” acá, y poblaron toda la costa de nidos y cuevas.

El viaje lo hacemos por ese puente natural que es el istmo Carlos Ameghino, una lengua de tierra de seis kilómetros de ancho surcada a lo largo por una ruta; la única puerta de entrada a la reserva de la Península. Este camino es para hacerlo atentos, no solo por las explicaciones de Bernabé, sino a través las ventanillas y la pantalla montada en la parte de adelante. A nuestro alrededor corren las maras, los guanacos saltan alambrados y los grupos de choiques –o ñandúes patagónicos– se alejan escapando del ruido. 

Una vez en tierras de la estancia a Bernabé se acopla Micaela, y lo que resta es caminar. Un pequeño “trekking paleontológico” para ir descubriendo al ras del suelo ostras gigantes, entre las explicaciones de los guanacos y la historia de su labio leporino (para cortar más fácilmente el pasto duro) y las huellas en las piedras redondeadas por los primeros hombres de la zona. Zona que fue fondo del mar, y fue también  tropical. A partir de ahora hay que andar con cuidado y hacer silencio, advierte Micaela. Estamos por entrar en “tierra pingüina” por un sendero que recién se abre al público en estos días. Y estos Pingüinos de Magallanes –así dicen los datos: hasta 45 centímetros de altura, cuatro kilos de peso– aunque son animales de costumbres, no están habituados a ver hombres por acá. Con nuestros pies sin salir del caminito demarcado por las piedras blancas, ellos se acercan y toman sol a una distancia de nada. Lo cierto, y lo bueno, es que no nos dan demasiada importancia. Están ahora en plena etapa de nacimientos, así que se los puede ver dentro de sus nidos cuidando sus huevos y a los recién nacidos, unos mínimos “pollitos” grises y despeinados. Esta colonia de reproducción tiene casi 500.000 ejemplares y se pueden encontrar cuevas y nidos a más de un kilómetro de la costa.

 

Sebastián Benedetti
En 4x4 hacia la estancia San Lorenzo, donde se puede conocer una gran colonia de pingüinos.

 

La vuelta entera es de casi una hora y media, y se puede almorzar luego en la estancia. Adentro, los sándwiches de cordero patagónico y las empanadas vuelan. En la puerta, pegado tras el vidrio, un cartel con letra y diseño exactamente igual a los “wanted” del Far West –hasta con un retrato del implicado– dice: “BUSCADO. Anillo 16.107. Anillado en 1986, tiene 32 años. Fue visto del 9.10.17 caminando por el sendero de Estancia San Lorenzo”. Es el pingüino identificado por el anillo 16.107. Pero los locales, con cierta angustia, dicen que se perdió “el viejo”.

HISTORIA, SABOR Y PLAYA En el verano la temperatura en Madryn puede alcanzar los 35 grados y el agua rondar los 18, por eso también la alternativa playera es buena: desde el centro de la ciudad hasta “el Indio” (el monumento al Indio Tehuelche, en rigor) son cuatro kilómetros de playas anchas, y la rambla que bordea toda la costa se llena de bicicletas, skates, rollers y la movida de los paradores. Ahí están el Náutico Bistró de Mar –imperdibles platos–, Popeye, Coral, Sara y las clases de kitesurf, windsurf y stand up yoga: yoga sobre una tabla de “paddle surfing” o surf de remo, algo que también puede practicarse en estas playas.

Además, entre la Península (con Puerto Pirámides, su único pueblo, a la cabeza), Puerto Madryn y “la tierra adentro”, las opciones crecen. Tomando por la emblemática RN 3 hacia el sur, después de unos 65 kilómetros llegamos a Trelew, la ciudad que actúa como pivote entre el eje turístico y la capital administrativa con sede en Rawson (apenas 20 kilómetros más abajo). Trelew es un pueblo de provincia. Atravesado por la inmigración galesa, tiene atractivos que van de la ciencia a lo pintoresco. Aquí está el Museo Egidio Feruglio, uno de los más interesantes centros de investigación y exposición de restos paleontológicos del país, y donde actualmente está –aunque no expuesto, por cuestiones de espacio– el Patagotitán mayorum, el dinosaurio más grande el mundo, hallado cerca de esta zona. Entre réplicas y restos originales, una gran opción que siempre es apta e interesante para toda la familia.

 

Gentileza Emanuel Pistara
Amanece en Puerto Madryn, la ciudad que le suma playa patagónica a la temporada de verano.

 

Sobre la avenida Fontana –atención amantes de los mitos y leyendas sabrosas– frente a una pérgola enorme y una rambla que se llena de gente los fines de semana, está el antológico hotel Touring: un hotel de viajantes abierto a fines del siglo XIX, que sigue abierto y quedó en la historia por albergar a los bandoleros Butch Cassidy y Sundance Kid. En aquel momento eran dos hoteles juntos, y se llamaba El Globo, cuando los norteamericanos prófugos se instalaron acá después de vivir en la cabaña de troncos en el pueblo de Cholila. Escapados después de los robos a bancos que hicieron la Wild Bunch –así es el nombre de la banda– pasaron algunos años en la Argentina, hasta que tuvieron que retomar la huida hacia el norte, para morir luego en Bolivia en 1908. En el ahora Touring, una habitación “temática” reconstruye el paso por el hotel, con carteles de “Buscado”, bañeras de lata y armas sobre la cama. Décadas después este mismo hotel recibió Antoine de Saint Exupéry, años antes de El Principito. Una placa lo recuerda en la entrada.

Más allá de la mitología bandolera, seguimos camino al corazón de la historia de inmigración de esta zona. El puntapié data exactamente del 28 de julio de 1865. El vapor Mimosa trajo a la avanzada galesa hasta el Atlántico sur. Su motor fue una mezcla de hambre, enfrentamiento con los ingleses y hasta la prohibición de su idioma. Relatan por acá que en sus anotaciones Charles Darwin había esbozado algo así como que esta zona era parecida a Gales. Eso bastó a los galeses –cuenta Marta, nuestra guía cordobesa radicada en Madryn en 2001– para saber que bien (bien) lejos de los británicos podían encontrar algo similar a su tierra. En el corazón del valle del río Chubut fundaron el pueblo de Gaiman, y transitar este camino hace que el paisaje vaya transformándose: de la estepa vamos entrando en un valle rodeado de bardas, donde crecen frutas –como increíbles cerezas, por caso– y verduras. De Lewis Jones y los pioneros a una cultura que se mantiene viva (y mixturada) de la mano de los descendientes,  los galensos, con el cuidado del idioma y la religión. Y, claro, del ritual del té. 

Ballenas de junio a diciembre, pingüinos de septiembre a marzo y orcas que se dejan ver principalmente en otoño, cuando los lobitos marinos más jóvenes comienzan a meterse al agua. Un océano rico, único, que convive con una historia de migración que se mantiene viva, y sabores entre el mar y la tierra.