Nueva Zelanda es un claro ejemplo de cómo las decisiones sobre la distribución inicial de los recursos pueden marcar el destino de un país. Desde el siglo XIX, ese país entendió que la tierra debía repartirse entre muchas manos, permitiendo el surgimiento de una clase media agraria fuerte. Así, cientos de miles de inmigrantes europeos accedieron a pequeñas parcelas a bajo costo, fomentando la producción local y creando un mercado ideal para los productos británicos.
Este modelo generó un círculo virtuoso con Reino Unido, la principal potencia económica de la época. Nueva Zelanda se especializó en la producción de carne y lácteos, que eran exportados a gran escala a Inglaterra, mientras que importaba bienes industriales británicos. Este intercambio no solo fortaleció las economías de ambos países, sino que también consolidó a Nueva Zelanda como un ejemplo de cómo una distribución equitativa de los recursos puede generar prosperidad y estabilidad económica, aunque claramente Reino Unido se llevaba la mejor parte.
Sin embargo, este proceso no estuvo exento de conflictos. Gran parte de esas tierras fueron arrebatadas al pueblo indígena maorí, en un contexto de despojo y dominación que también formó parte de la historia de este país.
En contraste, Argentina, con una extensión territorial diez veces mayor, concentró la tierra en manos de unas pocas familias, contadas de a cientos, tras la Campaña del Desierto. Este modelo de latifundios limitó la innovación y el uso intensivo de la tierra, dejando al país atrapado en una estructura económica que priorizó los intereses de una élite reducida por sobre el desarrollo colectivo. Eso también condicionó los intentos futuros de industrialización local.
Acumulación
La diferencia estructural entre ambos países no fue casualidad. Responde a lo que definimos como “acumulación originaria”: el momento en que se establece la base de recursos y su distribución, condicionando el desarrollo futuro. Este punto de partida, frecuentemente ignorado en los discursos que idealizan el libre mercado, muestra cómo las condiciones preexistentes determinan el éxito o no de las distintas economías.
En Nueva Zelanda, esa acumulación inicial se distribuyó de manera más equitativa, favoreciendo un modelo de pequeños propietarios que impulsaron la productividad a través de la cooperación. Los productores compartieron y comparten recursos y conocimientos, logrando un desarrollo diversificado y sostenible, que a su vez dio lugar a cooperativas y pymes industriales alimenticias.
Por ejemplo, hoy en día el país cuenta con Fonterra, que es una cooperativa de agricultores propiedad de más de 10.000 granjeros lácteos, produciendo aproximadamente el 30% del comercio mundial de lácteos, exportando a más de 140 países.
En Argentina, por el contrario, la acumulación inicial concentrada perpetuó desigualdades estructurales. Mientras que los grandes latifundios apostaron por el uso extensivo y evitaron innovar, una gran parte de la población quedó excluida de los beneficios del crecimiento económico.
Condiciones
Cuando se ignoran las condiciones históricas y estructurales, como hacen ciertos discursos, se tiende a presentar la economía como un terreno neutral que arranca cada día de cero. A más baja escala, aplica el discurso meritocrático.
La distribución inicial de la tierra no solo afecta la productividad y el desarrollo económico, sino también la posibilidad de construir sociedades más inclusivas. En este sentido, el modelo de Nueva Zelanda, basado en pequeños productores y cooperación fue más eficaz y resiliente que el modelo concentrado de Argentina.
Reino Unido entendió dos siglos atrás lo que muchos en Argentina aún se niegan a aceptar. Si seguimos pensando la economía sin reconocer las condiciones preexistentes, no solo estamos simplificando la realidad, sino que perpetuamos un modelo con los ganadores de siempre.
*Economista, autor de Experimento Libertario.