La Mara Salvatrucha 13 ya no es lo que fue. Al menos no en El Salvador.
La pandilla más grande del mundo, que llegó desde California a Centroamérica a finales de los años ochenta, cuando las guerras civiles languidecían, la pandilla a la que Donald Trump describía como “animales” sin entenderla ni un poco, está en extinción. Al menos en El Salvador, el país que fue su bastión más fuerte durante todo este siglo.
Tras sostener un pacto de tres años con el actual gobierno salvadoreño, la MS-13 se sintió traicionada cuando las autoridades arrestaron a algunos de sus miembros, que se dirigían en un carro del Estado hacia la frontera de Guatemala. La pandilla reaccionó como ya había reaccionado en otras múltiples ocasiones en las que había percibido una deslealtad de los políticos: masacró. Ochenta y siete salvadoreños fueron asesinados en un solo fin de semana de marzo de 2022. El sábado 26 de ese mes, la pandilla mató a sesenta y dos personas. Fue el día más violento desde que en 1992 firmamos el fin de la guerra en esta sociedad que después tuvo una muy violenta paz.
El presidente salvadoreño Nayib Bukele instauró desde entonces un régimen de excepción que resta derechos civiles a todos los salvadoreños. Cualquier soldado o policía puede arrestar a alguien en este pequeño país de Centroamérica si considera que ese alguien mostró nerviosismo, como consta en decenas de expedientes judiciales. Cientos de salvadoreños han muerto en las cárceles del régimen sin haber llegado nunca a juicio. En varios de esos cuerpos había signos de tortura, un procedimiento que ya se ha institucionalizado en las prisiones. El Salvador, con casi el dos por ciento de su población encarcelada es el país del mundo con la mayor tasa carcelaria. La narrativa de buenos y malos ha regresado. El debido proceso no significa ya nada en las cortes. Por otro lado, la pandilla ha perdido su estructura jerárquica. Cada quien vela por sí mismo. Muchos han sido arrestados. Algunos han huido del país y se han instalado en México, Guatemala, Honduras, Estados Unidos. Su red de extorsión está casi desmantelada.
Lo dicho: la Mara Salvatrucha 13 ya no es lo que fue. Al menos no en El Salvador.
Este es un libro sobre lo que fue la Mara Salvatrucha 13 en El Salvador, sobre cómo se inició en Estados Unidos, cómo se nutrió de muchachos que huyeron hasta California buscando dejar una guerra y encontrando otra muy distinta.
El niño de Hollywood es un libro que cuenta cómo la MS-13 llegó a ser lo que fue en El Salvador. ¿Qué tuvo que ver la Guerra Fría con la creación de esta pandilla de más de cien mil miembros en el mundo? ¿Qué tuvo que ver un expresidente estadounidense como Ronald Reagan y la política de deportaciones con la internacionalización de la pandilla? ¿Por qué es importante entender los guetos de California de los años setenta y ochenta para explicar miles de asesinatos en Centroamérica en este siglo?
Para contar todo esto investigamos durante seis años. Escogimos ver desde dos distancias. Dicho de forma sencilla: escogimos el telescopio y la lupa.
El telescopio: un capítulo del libro, por ejemplo, describe cómo los experimentos en Londres de un joven químico en 1850 terminarían por desmantelar todo el modelo de agroexportación salvadoreño y conminarían a miles de indígenas a volver a condiciones de esclavitud para cultivar el café. Y cómo aquello, con las décadas, sería un eslabón de una historia que terminaría entre otras cosas con jóvenes asesinos con los rostros tatuados con letras y números: MS-13. Otros capítulos describen la larga marcha de los exiliados de las últimas guerras de la Guerra Fría que se pelearon en Centroamérica o el ecosistema criminal de la California de los años cincuenta.
La lupa: la historia está contada a partir de la vida de un hombre, Miguel Ángel Tobar, el Niño de la clica Hollywood Locos Salvatrucha de la Mara Salvatrucha 13. Un hombre al que conocimos en 2012, cuando era testigo protegido del Estado salvadoreño, y cuyo cadáver vimos apenas horas después de que fuera asesinado en 2014 por esa misma pandilla. El Niño fue un asesino. Él mismo aseguraba haber matado a cincuenta y seis personas en nombre de su organización. Fue el victimario de tantos. El Niño fue una víctima también. Lo fue, por ejemplo, cuando a los diez años veía por los tablones de la cuadra del cafetal donde su padre trabajaba cómo el capataz violaba a su hermana de catorce años cada vez que se emborrachaba con guaro de caña. Lo fue cuando el Estado salvadoreño lo dejó solo enfrentando la ira de la pandilla a la que traicionó con su testimonio.
El Niño nunca estuvo en Estados Unidos ni supo quién era Reagan ni podía pronunciar correctamente la palabra “Hollywood” –“Jaliwó”, decía–. Y sin embargo el Niño era producto de todos esos nombres y lugares lejanos que confluyeron en la parte más angosta del continente. Y de otros muchos más cercanos. El Niño también era producto de las decisiones corruptas o incompetentes de cientos de políticos salvadoreños. Cuando fue asesinado en noviembre de 2014, la primera tregua documentada entre gobernantes y mareros se estaba desmoronando y la guerra sin cuartel volvía a las calles. El Niño terminó siendo un traidor en el peor momento: cuando al gobierno no le importaba un comino, cuando la pandilla volvía a su estado más salvaje.
Creemos que el momento de mayor poderío de la Mara Salvatrucha 13 en El Salvador ya es pasado. Creemos que la pandilla venía mutando desde hacía muchos años, convirtiéndose en una mafia con intereses políticos y económicos que sustituían paulatinamente a todos los rituales pandilleros que antes eran su ADN. Pactar con gobernantes terminó siendo la estrategia central de una pandilla que en sus inicios se conformó de jovencitos indocumentados en las calles de Los Ángeles que se juntaban en las esquinas a escuchar Iron Maiden sin entender las letras de sus canciones.
Creemos con total convicción que la historia de cómo pasó todo este estropicio debe ser contada. Creemos que al ver la fotografía general de cómo ocurrió esta barbarie pueden encontrarse claves útiles para leer la historia y para prevenir. Con claves queremos decir procesos, actores, ausencias, políticas, instituciones. Creemos que al ver la vida del Niño todo encaja mejor, todo es más evidente, porque la entera humanidad de aquel sicario menudo y moreno rezumaba la esencia de una historia que nunca tuvo que haber ocurrido. Que nunca tendría que volver a ocurrir. Ni esa. Ni ninguna parecida.
> Un extracto del primer capítulo
EL FINAL
Por Óscar y Juan José Martínez
Miguel Ángel Tobar no tendrá paz ni siquiera muerto.
Siete hombres intentan meterlo bajo tierra este domingo 23 de noviembre de 2014. Son las doce del mediodía en el cementerio de Atiquizaya, en el occidente de El Salvador, el pequeño país centroamericano. El sol pega directo en la coronilla y no hace falta moverse para sudar.
La madre de Miguel Ángel Tobar, una viejita minúscula y canosa, estuvo tranquila mientras el suegro y los hermanos del muerto cavaron la tumba. Ahora que su hijo desciende dentro del ataúd de teca, la viejita se hinca en el suelo, grita, pregunta por qué, por qué tan joven. Por qué otra vez. Por qué otro hijo. Por qué otro asesinato.
El ataúd, donado por la alcaldía, no tiene ninguna mirilla. En muchos casos eso ocurre por respeto a los familiares, que no quieren quedarse con el recuerdo de un cuerpo desfigurado. En el caso de Miguel Ángel Tobar, no es esa la razón. Sus asesinos no eran tan hábiles como él con las pistolas y tuvieron que vaciar sus cargadores para asestarle seis disparos mientras corría. Los tres que le perforaron la cabeza lo hicieron en lugares discretos, como atrás de la oreja. Las balas fueron amables con él.
Podría decirse que el entierro de Miguel Ángel Tobar son estos cinco minutos.
El resto de horas fueron para cavar, para analizar el agujero y seguir cavando. El resto de horas no fueron horas solemnes. Parecía como si un grupo de familiares se hubiera reunido para abrir un pozo. Los hombres, goteando sudor, discutían sobre su profundidad y anchura, como obreros que levantan una casa ajena.
Las mujeres, con susurros, callaban el llanto de los niños y miraban a sus hombres cavar.
Pero una vez que lazaron el ataúd y empezaron a bajarlo entre siete hombres, la escena desechable se convirtió abruptamente en esto: el entierro de alguien a quien quisieron.
La madre grita durante los cinco minutos. Amaga desmayo. La mujer de Miguel Ángel Tobar, una muchacha de dieciocho años curtida por la mala vida, se permite una lágrima. Las mujeres sobreponen sus voces al llanto de sus hijos y cantan coros evangélicos a todo pulmón. Gritan letras que hablan de un recinto celestial y también de un lago infernal. Los hombres, empapados, no lloran porque no son de llorar, pero bajan sus miradas a la tierra.
Cinco tumbas más allá, cuatro pandilleros chivean con dados.
El cementerio está controlado por la Mara Salvatrucha 13 y eso no es un secreto. Lo sabe el enterrador, que ahora solo ve como otros entierran a Miguel Ángel Tobar. Lo sabe el vigilante municipal del cementerio que, ante la pregunta "¿Quiénes son ellos?", responde con naturalidad: "Los que controlan aquí".
El entierro de un pandillero, sin importar de qué pandilla es, suele ser un espacio de tregua no escrita en ningún manual. A quien querían matar le permiten estar muerto en paz. Pero hoy esa trémula regla fue olvidada.
Dos pandilleros más salen de los pasajes de casitas minúsculas que flanquean un lado del cementerio y se unen a los cuatro que lanzaban dados sobre la tumba. Dejan de jugar y se paran a observar. Uno más aparece y se pasea a pocos metros del grupo de deudos. Es un muchacho flaco y pálido que parece haberse puesto su atuendo pandillero de gala: un sombrero a lo Chaplin, redondo y negro; una camiseta blanca y holgada que le marca cintura por dentro de unos pantalones de tela negros y flojos, ajustados con un lazo; unos tenis blancos, de alguna marca apócrifa, que pretenden ser unos Domba. El flaco escupe a los pies del círculo de gente y busca retador los ojos de alguien. No encuentra los de nadie.
Un pandillero flanquea el otro lado del entierro de Miguel Ángel Tobar. Aparece desde un barranco y se queda ahí, al borde. El entierro está rodeado. De un lado las casitas; de otro, los de la tumba; allá, el flaco; allá, el barranco.
Los familiares de Miguel Ángel Tobar se saben rodeados. El suegro, con la mirada perdida, murmura: "Esto está feo". Caen las últimas paladas. No da tiempo para apelmazar el montículo. La tumba de Miguel Ángel Tobar es una panza de la tierra. Sin mausoleo ni cruz ni epitafio.
Un hombre corta con un machete una rama de izote, la flor nacional de El Salvador, y la clava sobre el montículo.
Una pequeña procesión de pobres abandona con prisa el cementerio. A su paso, otros pandilleros salen de las casitas y exigen a la gente que se detenga. La gente se apura. Todos salen. Se dispersan.
Miguel Ángel Tobar, el sicario de la clica Hollywood Locos Salvatrucha de la Mara Salvatrucha, el pandillero que traicionó a su pandilla, fue despedido en consonancia con su vida.
En un país como este no hay paz para un hombre como Miguel Ángel Tobar, el Niño de Hollywood.