Anora
EE.UU., 2024
Dirección y guion: Sean Baker.
Fotografía: Drew Daniels.
Música: Joseph Capalbo.
Montaje: Sean Baker.
Intérpretes: Mikey Madison, Paul Weissman, Yura Borisov, Lindsey Normington, Emily Weider.
Distribuidora: UIP.
Duración: 139 minutos.
9 (nueve) puntos
A grandes rasgos, el cine de Sean Baker está habitado por personajes marginales, ubicados a los costados de la ciudad. Habitualmente, se trata de Los Angeles, y esta elección -más allá de cuán cercano se sienta el director a esta ciudad- no deja de ser una cita cinéfila. Estar al margen de Los Angeles, equivale a estar al margen de Hollywood. De esta manera, asoman desde una galería personal, personajes que son prostitutas, actores sin suerte, bailarinas, habitantes de un complejo de viviendas. Este complejo, en The Florida Project, oficia como el lado B del mundo de fantasías que es Disneyland: comparten lugar, nombre similar, pero cada uno en lo suyo (y con los suyos). La alusión a Disney, para el caso, es la misma que a Hollywood: un gran castillo de acceso restringido. O como en Tangerine, en donde el nombre del personaje que interpreta la actriz trans Kitana Kiki Rodríguez es Sin-Dee Rella: una Cenicienta “otra”, que persigue el paradero de su novio, sin nadie que la espere con un beso mágico.
La cámara de Baker, además, habita los lugares por donde sus personajes deambulan. Camina con ellos y les acompaña por las mismas calles, habla el mismo idioma, no utiliza trípode: es ágil y atenta con las reacciones, supeditada a lo que dicte el entorno. A veces, éste se vuelve muy caótico, denso; y otras, conoce una calma que equilibra, como la que obtiene, por momentos, el casero que interpreta Willem Dafoe en The Florida Project, o los diálogos íntimos entre la anciana y la joven actriz porno que componen, respectivamente, Besedka Johnson y Dree Hemingway en Starlet.
Son momentos preciosos, que permiten respirar. Pero que no niegan el ruido en el que están insertas las vidas de sus protagonistas. Para sobrellevarlo, Baker apela habitualmente a las notas humorísticas, y las sostiene como antídotos. Así, por ejemplo, en Red Rocket, en donde su protagonista (Simon Rex), actor ya sin futuro en el cine XXX, cree encontrarlo en una joven vendedora de donuts (Suzanna Son), a la que enamora con promesas falsas. Y sin embargo, una nota luminosa se escribe entre los dos: él tan maduro, ella tan joven. Pero es solo una luminiscencia, lo que los rodea es demasiado cenagoso.
Varias de estas consideraciones pueden pensarse al momento de ver Anora, la película por la que Sean Baker obtuvo la Palma de Oro en Cannes. Protagonizada por una extraordinaria Mikey Madison, Anora es una bailarina nocturna, que encuentra una suerte de príncipe azul en un joven ruso y millonario. Conforme a la agilidad del cine de Baker, más el vértigo suscitado por el alcohol y las drogas de los personajes, la película se vuelve una sucesión trepidante de hechos. Así y todo, encuentra un momento bisagra, que espeja lo visto y estructura al film en dos grandes momentos.
El primero de ellos tiene que ver con el romance veloz y el casamiento de Anora. De vivir en un caserón al lado de la vía, Anora pasa a habitar un palacio con sábanas de seda. El dinero ya no es un problema. Todo, absolutamente todo, ahora es posible. Y ella se lo cree. El segundo tramo es el que deshace lo hecho; y para ello, intervienen los matones del padre de este niño malcriado. Se trata, en última instancia, de un niño que lo tiene todo y que no conoce límites: un perfecto inútil, de esos que la clase alta procrea. Casarse con Anora no ha sido más que una travesura, que los empleados de sus padres deberán resolver si lo que quieren es mantener su trabajo.
Al revés de lo que se supondría, Baker caracteriza al trío guardaespalda como si se tratara de Los 3 Chiflados, y vuelve a su película una comedia de situaciones: el joven rico escapa, y Anora queda al cuidado de estos tres. La búsqueda se vuelve frenética, errante, con el tic tac del regreso de los padres multimillonarios. La reprimenda, de no resolverse el entuerto, será para todos. Y en medio del desbarajuste está Anora, quien pretende preservar, de alguna manera, lo que le tocó en suerte, con un anillo de bodas que lo corrobora.
En su construcción dramática, Anora es una película de ritmo perfecto, con situaciones cómicas que se sostienen más allá de lo casi ridículo; antes bien, lo logra con las caracterizaciones del trío -el líder irascible y sus matones “buenos”-, el histrionismo y la desesperación de Mikey Madison, y el montaje acelerado. De este modo, cada acción encuentra una reacción, rápidamente anudada por la elipsis hacia la escena próxima. No hay respiro. Si los diálogos no cortan -y no cortan-, las transiciones entre las escenas ofician en un mismo sentido.
Baker esgrime maestría, con una narrativa depurada, y convierte a Anora en una de sus mejores películas. Guiada como una screwball comedy, con situaciones hilarantes, de diálogos filosos, Anora replica las lecciones estéticas de Howard Hawks. Lo que lleva a una especie de punto álgido narrativo que, naturalmente, requerirá de una caída. Y de tranquilidad. Una vez alcanzada, la tranquilidad será relativa, porque quien saldrá malherida es Anora.
Mientras el film arriba a su tramo final, Baker esgrime un vínculo nodal entre ella y uno de los matones, Igor (Yuri Borísov): grandote pero atento, quien mira a Anora de manera especial, y con quien tiene gestos atentos. Entre los dos, se perfila una historia pequeña y mayor -vale la pena atender a cómo el color rojo puntúa el vínculo: la bufanda, la manta, los detalles en el decorado-, que compensa el acelere demente del principito ruso, y agrega una cuota de afecto verdadero.