En los noventa, Cecilia Antolini comenzó a ejercer como trabajadora social en el barrio “El Ceibo” de La Lucila. Allí enseñaba a leer y escribir a un grupo de adultos de distintas provincias que no habían tenido la posibilidad de ir a la escuela, en su mayoría por haber tenido que dedicarse a trabajar desde niños. Un día decidió mandar una carta a “Sorpresa y media”, el programa que conducía Julián Weich que estaba de moda en esa época, para pedir un viaje de egresados para el grupo. En el programa se estilaba que vinieran unos reporteros con la excusa de filmar un documental para “otra cosa” que entrevistarlos. Antolini se quedó prendida de la respuesta ante la pregunta de si habían ido al cine. Nunca lo había pensado. Pero la respuesta era no. La mayoría de sus alumnos nunca había visto una película en la pantalla grande. “Estábamos cerca de varios cines y me impactó. Eso sí podía hacerlo yo. Así que buscamos un día y fuimos al cine del shopping”, recuerda. El recuerdo de ese día continuó acompañando su trabajo con población vulnerada: mujeres, niños y niñas, víctimas de violencia. Fue hace ocho años que decidió volver a la carga con el viejo sueño, con aquel bicho que picaba y no sabía cómo rascarselo: acercar el cine a quienes no lo conocieran.
El derecho al ocio
Se compró una pantalla, un proyector y un parlante. Solo le faltaba el auto. Un tiempo después, se decidió por comprar el modelo de su cuñada, porque el baúl tenía el tamaño ideal para que entrara todo. “Empecé a viajar. Casi siempre sola. Aunque a veces acompañada por amigas o mi pareja. El primer lugar fue Cayastá en Santa Fé. Era un merendero donde daban apoyo escolar”, recuerda. Con los años, al proyecto lo bautizó “Cine y pururú”, que es la forma que tienen de decirle al pochoclo en Córdoba. Ella lo cocina y va invitando a la gente con pochoclo en mano a sumarse.
La propuesta es que siempre las proyecciones sean autogestivas y gratuitas. Idealmente, Antolini busca contactarse con municipios o espacios que puedan gestionar una merienda, para que las mujeres no tengan que ocuparse de eso y puedan disfrutar también de la experiencia.
“Cine y pururú” es para ella una forma de ejercer el derecho al esparcimiento y el uso del tiempo libre. “Estaba cansada de reflexionar sobre la importancia de esos derechos y que no sucedieran concretamente. Sobre todo para las mujeres es muy difícil darse ese tiempo. De hecho en el paraje en el que vivo ahora, una vez por mes nos juntamos con las mujeres, hacemos una comida y una ferneteada. La propuesta era ir sin hijos como forma de ejercer nuestro derecho al ocio”, dice.
Cada vez que llega a un lugar, se acerca a quien vea en la plaza del pueblo y pregunta si se podría proyectar una película, si les interesa, si hay chicos en el lugar, si hay algún merendero: “Siempre digo: lo único que necesito es un enchufe”. La gente a veces desconfía. Tiene miedo de que les quiera cobrar algo o de que les haga ver una película que les baje línea. Pero ella siempre les da la opción de que elijan entre los títulos que tiene disponible, claro. Trata de siempre tener “lo que está en el cine”, los estrenos. Por ejemplo, ahora está proyectando la nueva del Rey León y Sonic 3.
También proyecta películas a pedido. Hace poco en la Casa de la Cultura de San Javier le pidieron que pasara 1985. “Fue muy conmovedor porque vino gente de distintos lugares donde no hay cine: Nono, Mina Clavero, Los Hornillos. Una pareja, habían sido presos políticos los dos, se paró para agradecerme, muy conmovida”, cuenta.
Hace algunos años se fue a vivir a Traslasierra, Córdoba, a un paraje que se llama Achiras, donde vive muy poca gente, y ahí comenzó a proyectar películas en los parajes y pueblos de la zona. “Uno de esos lugares es Viña Seca, donde funciona un merendero. Ahí además surgió la idea, junto con la coordinadora, de organizar una matinée, ya que los chicos no pueden ir porque son discriminados. Lo mismo le sucedía a la gente de “El Ceibo”, en La Lucila. Es difícil salir del barrio sin que los miren mal. Así que empezamos a hacer cine y baile”, recuerda.
Para ella, cualquier espacio puede transformarse con un proyector. Garajes, aulas, plazas, casas, lo que esté a disposición, lo usa. Hace algunos años en Rodeo de Piedra, un paraje cercano a donde vive, inauguraron una plaza, pero no le pusieron conexión eléctrica. Armó un cableado largo con vecinos y logró proyectar. “Se me acercó un joven y me dijo: vos estás haciendo lo que nosotros hacíamos de chicos. De hecho, mi mamá ahora es la dueña del cine. Me presentó a la madre. En Villa Dolores, a 17 kilómetros de Rodeo de Piedra, hay un cine. Ellos también eran fanáticos de Cinema Paradiso”, relata.
En ese mismo lugar, al usar la plaza como cine cuenta que también funcionó como espacio para mezclar las distintas esferas sociales: “Estaban los hijos e hijas de lo que ellos llaman hippies compartiendo con los nacidos y criados. Una cosa bárbara”, dice.
Antolini cuenta que muchas veces los adultos espían, pero no se animan a quedarse o a entrar, como si no les correspondiera o perteneciera ese deseo o derecho. “Una vez hubo una tormenta y estaba el señor que cuidaba la plazoleta. Yo salí a llevarle pururu y le dije ¿No quiere entrar a ver la película?. Y él me dijo: ¿Los grandes también podemos ir? Entraron él y su mujer muy emocionados. Traslasierra es un lugar donde se fue a vivir mucha gente de afuera. Entonces me decían, los serranos no te van a hablar porque son muy duros. Y la verdad es que el cine me allanó el camino”, concluye.
Antolini recorrió y seguirá recorriendo el país con su cine a cuestas, abriendo pantallas como quien abre posibilidades, ventanas a la fantasía. “Las personas son muy generosas conmigo, siempre me llevan a pasear por sus territorios, me muestran los secretos del paisaje, me invitan a sus celebraciones”, concluye, agradeciendo los gestos de afecto de quienes reciben el suyo.