"No me interesa ponérsela dura a hombres que no me hacen soñar", escribe Virginie Despentes en Teoría King Kong. El famoso ensayo, publicado hace casi 20 años, reúne las reflexiones de la escritora y cineasta francesa a partir de una violación que sufrió a los 17 años. También aborda las fantasías violatorias que tuvo desde chica, mucho antes de ser violada, dentro de un entorno que intenta moldear las fantasías femeninas bajo estereotipos de pasividad y pureza. Para Despentes, la fantasía de una violación no tiene que ver con el acto en sí, sino con el deseo de ser deseada más allá de cualquier control.

En Nosferatu (2024), la protagonista Ellen (Lily-Rose Depp) es una joven recién casada, de rostro pálido y consumido por una melancolía que la separa del resto del mundo, que se obsesiona con un vampiro de Transilvania. Desde la noche en que percibe su presencia, parece unirlos algo sobrenatural: una conexión psíquica marcada por una fuerte pulsión sexual. Pero el despertar de Ellen no está exento de castigos. Cuando su padre la encuentra masturbándose en secreto en el jardín, sufre un rechazo violento que la hunde aún más en su melancolía.

Para aliviar la angustia y encontrar consuelo, la joven invoca "fuerzas celestiales", pero lo que responde no es divino: es una criatura infernal. En Nosferatu deposita entonces sus fantasías y deseos reprimidos, un despertar sexual interrumpido, una masturbación prohibida, un apetito reprobado, una vida de restricciones. El vampiro, obsesionado con ese deseo inconcluso, la perseguirá hasta las últimas consecuencias.

Las fuentes estéticas de Nosferatu son abundantes. Como en toda la filmografía de Robert Eggers –desde La bruja (2015) hasta The Northman (2022)0150, aparece un folclore particular. En este caso, el de las lenguas eslavas y Europa del Este. Se cree que el término "Nosferatu" podría ser una deformación del rumano nesuferit, que significa "insufrible" o "indeseable", y habría sido usado tradicionalmente para describir a vampiros y criaturas demoníacas de la región.

En las culturas eslavas, el mito del vampiro incluye varios atributos que posteriormente entrarían en la cultura pop occidental, primero gracias a Emily Gerard, una escritora escocesa, en su ensayo Transylvanian Superstitions (1885), y luego gracias a Bram Stoker, que creó al vampiro aristócrata que todos conocemos en Drácula (1897).

La versión cinematográfica de Eggers establece un diálogo directo con la novela de Stoker, pero también con la película original, Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (1922). Por un lado, Eggers reinterpreta el clásico mudo y expresionista alemán con precisión, sobre todo en escenas como la llegada del marido de Ellen (Nicholas Hoult) al castillo de Orlok o la reticencia histérica de la protagonista ante un ramo de flores muertas. Por otro, retoma el deseo reprimido que late en el centro de la novela de Bram Stoker. El autor, que vivió como un gay enclosetado, representó su otredad asfixiada a través de la figura del vampiro: un monstruo hipersexual que clavaba los dientes en sus víctimas –una violación por sustitución– y, además, expandía una enfermedad contagiosa.

El vampiro de Eggers, interpretado por Bill Skarsgård, es una criatura eternamente marchita, con la piel lacerada, llena de agujeros y heridas, permanentemente húmeda, más cercano a las descripciones originales del folclore europeo. Nosferatu es un reflejo invertido del vampiro seductor que adaptó Francis Ford Coppola en 1992. Si el Drácula de Gary Oldman irradia sensualidad y romanticismo, la sustancia que destila la versión de Skarsgård es de una textura más espesa: la del sexo primitivo, el deseo corrupto, la pulsión de muerte.

Eggers, americano de 41 años, entiende cómo respetar y combinar tantos clásicos a la vez, pero también suma sus propios sellos formales. Filmada en 35mm y a color, con un proceso de desaturación que simula un blanco y negro cianótico en las escenas nocturnas, da la impresión de que todo sucede bajo la luz gélida de la luna. Hay escenas únicamente iluminadas con velas, el diseño de producción es preciosista y recuerda a las pinturas románticas del siglo XIX. Pero las imágenes no funcionan por su perfección técnica. Las imágenes funcionan porque, como dice Pizarnik –que abordó el gótico en La condesa sangrienta–, van referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia.

Pero, ¿ella está enamorada de él o no? ¿Puede enamorarse la chica pálida y hermosa de la bestia que está dispuesta a matar para que ella se entregue? ¿Es capaz de desear a un monstruo violador que quiere tomarla por la fuerza? ¿Es correspondida la voracidad del vampiro? El debate se instaló en las redes sociales y generó discursos de todos los calibres intelectuales, desde el horror ante la posibilidad de que Ellen fantasee con la criatura hasta la defensa de los románticos sin remedio que ven la película como la historia de un amor trágico y maldito. En el fondo, todos buscan una brújula moral, una respuesta definitiva –inexistente en el cine de Eggers– a la única pregunta subyacente: ¿es posible amar a aquello que me persigue, que me viola, que me mata?

Y, sin embargo, es una pregunta que se hizo ya muchas veces. "¿El mal viene de nuestro interior o del más allá?", le pregunta Ellen, entre lágrimas, al profesor von Franz (Willem Dafoe), cuando la llegada del vampiro al pueblo alemán es inminente. Ella se siente atraída y asqueada, imantada y expulsada a la vez por la única bestia que puede satisfacerla. Su deseo no es lineal ni precisamente romántico: hay una ambivalencia evidente entre el rechazo visceral y la atracción erótica y destructiva. Ella desea aquello que la destruirá al final, que la repugna y la sosiega, de ahí su sueño de boda con la Muerte. El deseo, incluso en sus formas más oscuras, es contradictorio y no puede ser reducido a simples categorías de sumisión o aborrecimiento.

Irónicamente, es un diálogo de otra película de la temporada, que todo y nada tiene que ver con Nosferatu, el que explica el vínculo entre el vampiro gótico y la chica de las flores lilas. "Es el riesgo", dice Nicole Kidman en Babygirl (2024), para justificar sus tendencias autodestructivas y su predilección por las relaciones no convencionales. Lo que calienta es el riesgo: la posibilidad de perder, de salir herido, de que se rompa todo en mil pedazos. Llegar por el placer, quedarse por el dolor.

En Nosferatu, el vampiro encarna la misma fantasía. No seduce. Aniquila, devora con la urgencia de un depredador herido. Pero también libera de los deseos reprimidos y las expectativas sociales. Ellen, lejos de negar esta atracción conflictiva, la confronta en carne y hueso. Es el riesgo: el único componente que convierte a un amor cualquiera en uno pasional y peligroso, que nos pone al borde de la muerte y, por ende, el único que vale la pena.


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