Las pasiones laterales (mucho más que un hobby en la medida en que alimentan oficios asumidos con seriedad y constancia; lo que se dice, un berretín) llevan el nombre de Violín de Ingres debido a que el por entonces afamado y hoy olvidado pintor neoclásico Jean Auguste Dominique Ingres cultivaba con fruición aquel instrumento. ¿Ejemplos? Sábato pintaba; Hitler también. Perón dibujaba, San Martín coloreaba fotografías. Sábat tocaba el saxo, Cortázar la trompeta. Martínez Estrada, émulo literal de Ingres, el violín. También dibujaba y jugaba al ajedrez. Nunca fue desmentida la modestia de esos intentos. Salvo en el caso del propio Ingres, que llegó a ser segundo violín en la Orquesta del Capitolio de Toulouse.

Guayasamín, Larreta y Rusiñol coleccionaban imaginería religiosa española; los sendos Museos creados sobre esas colecciones son acaso más perdurables que sus obras.

De pibe descubrí la expresión Violín de Ingres en un número de la abominable Selecciones del Reader’s Digest. La usaba en uno de sus chistes Aldo Camarotta. Su humor bobalicón, que recuerdo haberle visto propalar por televisión desde Miami, me dejaba tieso. Iba indefectiblemente acompañado de risas fingidas que no acertaban a generar el efecto cómico buscado. Parecía una parodia involuntaria de un mal comediante. La versión escrita era aún peor, si cabe. “Esa es la cultura que dominó al mundo y avasalló tradiciones milenarias como la japonesa o la china”, recuerdo haber pensado con estupor.

El chiste en cuestión, que me persiguió como un enigma insoluble durante años, era: “Mi violín de Ingres es tener un violín de Ingres”. Algo macedoniano, no era del todo malo, pero tampoco muy comprensible. Por lo demás, Ingres nunca pintó un violín.

El violín de Ingres de Man Ray eran las mujeres.

Ser bajista es una vocación que supone el cultivo de la humildad. El bajista es el que va a menos, el que sólo funciona haciendo destacarse a los otros músicos brindándole sustento a sus brillos, a los que suele ver como indecentes alardes narcisistas.

Muchos creen que el bajo es el Violín de Ingres de la música, la vocación secundaria de quien carece de una primera y principal –la guitarra o el piano, por ejemplo. ¿Por qué razón, si no es por impericia o desdén, entregarse a un instrumento tan poco agraciado, que no permite mayor lucimiento? Nadie reconoce ese gesto de nobleza.

El lujo íntimo del bajista es cada tanto hacer una base simple e inolvidable. O un florilegio travieso que irrumpe intempestivo en la melodía, a menudo perdonado con resignación misericordiosa por todos los demás. Ello fue así hasta que Pastorius lo volvió cantabile.

En las orquestas sinfónicas lo contrario del bajo es el violín. Su hermanastra, la denostada viola, es solidaria del contrabajo. Junto con la tuba, los timbales y el triángulo son los peones de la música.

Dino Campana, el poeta loco y vagabundo que tocaba en la banda de la Marina en Punta Alta, detentó la tuba y el triángulo, instrumentos antagónicos si los hay.

Balzac hacía muñequitos de cada uno de sus personajes, con sus atributos específicos, a los que disponía sobre el escritorio mientras permanecían en la escena que estaba escribiendo. Luego los guardaba prolijamente hasta hacerlos reaparecer en otra novela. La Comedia Humana, nombre genérico que dio a su saga infinita, tuvo unos 2800 personajes. En su Casa-Museo se conservan algunos, con vestidos, sombreros, y otros detalles muy precisos.

A lo largo de seis décadas Corín Tellado escribió 5.000 novelas. Es decir, una cada cuatro días. Decía concebirlas mientras lavaba los platos, tarea fastidiosa que le inducía incontables crímenes imaginarios.

“Hay capitales de provincia con menos habitantes que personajes creados por Alejandro Dumas”, leo en una revista de chismes literarios. Según el cronista, Dumas inventó “4.056 protagonistas, 8.872 secundarios y 24.339 figurantes”. Sin embargo, observa, se valió de 67 ghost writers, a los que en Francia llaman, sin eufemismos, negros literarios. La paradoja es que Dumas lo era: su padre, un audaz general de Napoleón, era afrodescendiente, hijo de un marqués y una esclava haitiana de la que tomó el apellido.

Entre libros y folletos Daniel Defoe escribió alrededor de 560 títulos, de algunos de los cuales se ufanaba por las altas cumbres creativas que con meditado esfuerzo había alcanzado. Sin embargo, lo recordamos por su Robinson Crusoe, que fue apenas un divertimento medio plagiado para ganar dinero.

Lovecraft escribía los relatos autobiográficos de Harry Houdini.

Augusta “Mondolfo” (su apellido de soltera era Algranate), que era médica, tradujo en Tucumán el Heráclito de Spengler y la doxografía de Zeller, Diels y Kranz sobre el filósofo del fuego, textos con los que su marido, Rodolfo, compuso un collage y editó bajo su nombre -el de él. Lo mismo hizo con la traducción de la Ciencia de la Lógica de Hegel, donde al menos doña Augusta aparece en los créditos –con el apellido de su afamado esposo, naturalmente.

Nihil obstat: a ese tipo de plagios disimulados bajo la forma de pastiches se reduce las más de las veces la disciplina filosófica, que consiste básicamente en una larga cadena de apropiaciones naturalizadas, no siempre reconocidas como lo que son.

Nenette Pepin Fitzpatrick era pianista, compositora y letrista franco-canadiense de ascendencia irlandesa que firmaba Pablo del Cerro las canciones en co-autoría con su esposo, Atahualpa Yupanqui. Indiecito dormido, El arriero va, El alazán, El Payo Solá, Monte callado, entre otros, que todos atribuimos a su marido, son creaciones suyas.

En La Escuela de Venus (1680) de Michel Millot, un grabado muestra escenas de un mercado donde una carnicera, cuchilla en mano, ofrece penes cercenados que penden de un gancho a unas señoritas que los examinan con fruición.

Hacia 1330 el cartógrafo italiano Opicinus de Canistratis se dibujó a sí mismo en un mapa bajo la forma del pene de Cristo. Que, naturalmente, estaba ubicado en Avignon, sede del papado. La tonsura, según explica en un texto adjunto, alude a la circuncisión. Sobre la costa mediterránea colocó unos demonios que eyaculaban sobre Europa.

Las mujeres Teso de Uganda llevan unos peinados enormes compuestos con cabelleras de sus antepasados pegadas con estiércol y sangre de vaca. Se dice que, en secreto, rinden homenaje a los ombligos disecados de sus reyes muertos y los celebran con tambores forrados de pieles humanas.

La antigua Persia conoció un tipo de justicia sagaz e incuestionable: a un juez venal se lo condenó a ser despellejado vivo. Detallista en demasía, el pintor flamenco Gerard David plasmó en una tela la que parece una lección de anatomía; en ella se ve con pasmosa claridad cómo van cuereando al juez, dejando sus carnes al descubierto, mientras les habla con calma aterrorizada a sus verdugos. Según Herodoto, con la piel fue tapizado el estrado donde el hijo, hereditario sucesor al cargo, dictaría, advertido, las futuras sentencias.

Margarete Ilse Koch, “la perra de Buchenwald”, había creado junto al campo de concentración un palacio de espejos en el que organizaba orgías y escenificaba torturas medievales indescriptibles. En el comedor diario tenía una vitrina con tatuajes extraídos a los cautivos y varias cabezas jibarizadas que ornamentaban las comidas familiares. Pero su orgullo mayor eran unas lámparas forradas con piel humana que solía obsequiar a los jerarcas del Partido. En los años setenta, mucho después de su suicidio en prisión, inspiró una saga de películas pornográficas de ínfima categoría, hoy consideradas de culto.

El Museo de la Morgue Judicial de Buenos Aires alberga una colección de penes tatuados, cráneos agujereados a tiros y fetos en formol digna de una película de terror clase B que sería la envidia de la Koch. Fue concebido en nombre de la ciencia.

Continuador atávico del culto medieval a las reliquias, Nicolás Ceaucescu coleccionaba partes de cadáveres ilustres. Se rumorea que fue quien mandó a cortar las manos de Perón, por quien sentía profunda admiración.

Hirohito coleccionaba objetos ensamblados con conchillas como los que compramos durante unas vacaciones en Mar del Plata. Tenía miles. Ese solo dato basta para explicar la derrota del Japón imperial. Mil años de refinamiento tirados a la basura.

En ciertos pueblos de la costa oriental del África la circuncisión tiene un sentido de refuerzo iniciático de la masculinidad del varón, dado que el prepucio es considerado la vulva originaria que es preciso extirpar. Al igual que el clítoris, considerado el “pene femenino”, cuya ablación obedece al mismo principio. Pero con un aditamento: el hermano del circunciso debe comerse el prepucio, porque lo femenino debe permanecer en la familia en razón de una economía de equivalencias simbólicas imposible de ser rota sin consecuencias catastróficas.

Jeanne de Montbason era una ilustradora medieval que realizó una serie de sorprendentes iluminaciones en un manuscrito que yace en la Biblioteca Nacional de Francia. Por entonces el acto de escritura era homologado con el coito: “Aquellos hombres que no escriban en esas preciosas tablas que la Naturaleza ha hecho para ellos deberían sufrir la pérdida de sus penes y testículos”, rezaba un adagio considerado casi un mandamiento. Era, además, una advertencia contra el pecado de sodomía, uno de los más propagados entre el clero. Las narraciones gráficas de Montbason comprenden monjas que cosechan penes de un árbol, en una rara metáfora del mito de Eva y el Árbol del Conocimiento.

En el medioevo se solía representar a Judas siendo destripado por un demonio que extraía un bebé de su vientre.

En algunas versiones iluminadas del Roman de la Rose se figura a la Naturaleza, vestida de elegante dama, forjando un bebé en un yunque a martillazo limpio.

Durante la Primera Guerra Mundial se utilizaba semen como tinta invisible para mandar mensajes cifrados. Con ese método, Lugones le escribía cartas a su amante.

“Del champagne no sale poesía”. Hegel.