El cuento por su autor
Hay algo muy poderoso en los dramas del boxeo que me atrajo desde chico. Justo Suárez, el Mono Gatica, Benny Kid Paret: parábolas de ascenso y caída que yo escuchaba, como un espía, en las conversaciones de los hombres grandes de la casa, quienes parecían entender que en la virtud del coraje habitaba, también, como una maldición, el destino de tragedia. El caso del italiano Primo Carnera era particularmente interesante. Un gigante torpe que llega a campeón del mundo de los pesados gracias a las argucias de la mafia norteamericana y que termina quedando en la historia como el epítome del impostor, uno de los inmorales que señala Discépolo en “Cambalache”. Carnera era un hombre bueno, probablemente ingenuo, cuyo tamaño lo volvió visible, lo sacó de la insignificancia rural y lo puso en un lugar que no era para él. Fue alguien arrastrado por fuerzas que lo superaban. Ese es el dilema que abordo en “Tan alto todavía”: qué pueden hacer los demás de nosotros, hasta qué punto somos actores de un rol que nos asignaron más allá de nuestra voluntad y del cual sólo podemos evadirnos mediante un sacrificio extremo.
Tan alto todavía
Las manos extendidas de Angelito siguen midiendo treinta centímetros de meñique a pulgar. El largo de un tomo de enciclopedia. Más flacas, sí, puro hueso, despellejadas de empujar la silla de ruedas y de trabajar con la madera, pero aún enormes. Lo que le cambió bastante fue el cuerpo. Los años se lo fueron encogiendo, como hace el agua caliente con el algodón. Ya no parece el mismo. Él, que ha arrastrado desde siempre el peso de la desmesura, cuando se mira al espejo se santigua y agradece.
Su madre murió en el parto; dicen que por el esfuerzo descomunal que hizo para parirlo. “Una criatura tan grande es un error de Dios --sentenció la comadrona--. Yo tengo ojo para estas cosas: difícil que dure”. Sin embargo, el chico duró y a los doce años era más sano, más alto y más robusto que cualquier adulto del pueblo. Por entonces, Angelito ya notaba un sesgo extraño en la mirada de los otros, algo oscuro que parecía poner él en los demás y que le daba miedo.
La maldición que llevaba impresa recién se le empezó a revelar dos días después de cumplir los veinte, durante una tormenta de Santa Rosa que estalló en ese confín de la Pampa con su rabia puntual de lluvia, granizo y remolinos de viento. El carro del patrón de Angelito había quedado varado en una huella hecha lodazal. Los cascos del tobiano patinaban en el barro en un esfuerzo inútil por responder a los insultos y los rebencazos de su dueño. Las ruedas giraban en falso, hundiéndose cada vez más en el suelo viscoso. Angelito se metió debajo del eje del carro para usar su espalda como palanca y desencajarlo. En eso estaba cuando escuchó un estruendo metálico a pocos metros. Un Ford T con el techo clavado en un zanjón. Angelito corrió hacia él y lo puso sobre sus ruedas de un tirón enérgico y seco, como se arranca la fruta de un árbol. A bordo viajaba Gianni D’Averza, el dueño de un circo menesteroso, que vio en ese boyerito de talla prodigiosa no a su salvador sino a un milagro. Durante años había andado en la búsqueda de algún fenómeno humano. Alguien que atrajera el morbo de la gente simple. El niño rata, el hombre manos de cangrejo, cosas así. Y ahí estaba, por fin, frente a él, mirándolo desde arriba con una sonrisa ingenua. D´Averza recogió su monóculo del barro, sucio y todo se lo colocó en el ojo derecho, se atusó las puntas del mostacho negro y así, bajo la lluvia, le mintió descaradamente porque de eso se trataba su oficio. Le habló de grandes capitales, marquesinas radiantes, fama mundial, mujeres hermosas, fortuna fácil; un paraíso sofisticado a su alcance si aceptaba la oferta de unirse a su troupe. Y Angelito se dejó llevar, ilusionado con descubrir otras miradas que no se oscurecieran frente él.
A veces abre una caja de cartón, en donde guarda recortes de diarios viejos que se desmigan al ser desplegados por sus manos rústicas. No sabe lo que dicen. Están escritos en un idioma que no recuerda o que tal vez nunca aprendió. Cree reconocerse en las fotos. En una, sobre todo. Muestra a un hombre joven con los músculos tensos como cables de acero a punto de rasgar la carne. El gesto amenazante. El puño izquierdo bajo. El derecho a la altura del mentón. No es él. No puede ser él. Su nombre no está en ningún lado.
***
D’Averza le inventó una identidad -Leónidas Ianacopoulos, el Coloso de Rodas, la fuerza más bestial que la humanidad hubiera concebido jamás- y lo transformó en el número central de su show. Lo hacía cinchar contra diez hombres al mismo tiempo, o doblar barras de metal, o levantar carros cargados de troncos y mujeres del público. Angelito lo lograba sin esfuerzo y con esa sonrisa de monaguillo que tanto irritaba a D’Averza porque le caía fatal al personaje. Pero luego de contar la plata mugrienta que el paisanaje dejaba en la boletería, el dueño del circo le perdonaba todo. Incluso los enamorados amaneceres en el carromato de Matilde, la écuyère, una joven pelirroja a la que D’Averza también visitaba secretamente y a la que le había ofrecido matrimonio varias veces, sin suerte.
La fama del Coloso de Rodas -y con ella, la del circo- se esparció de pueblo de pueblo y llegó a oídos del Gringo Hausch, un usurero que tenía a D’Averza agarrado de varios pagarés amarillentos. Un día, Hausch apareció para llevarse lo que buscaba: el contrato del joven titán a cambio de la deuda. Los remilgos de D’Averza se esfumaron apenas sintió el frío agudo de un puñal en la garganta.
***
Hausch tenía proyectos ambiciosos para su flamante pupilo. Nada de hazañas de varieté para esquilmar a campesinos brutos. Boxeo, plata grande, apuestas, Nueva York. Poco le importaba que Angelito no supiera coordinar el movimiento de los pies con el de los brazos. Para enseñarle y ponerlo a punto contrató a José Bendoiro, un ex campeón español que había sido proscripto en su país por dejar medio muerto a un guardia civil en una pelea de taberna.
“Vea, jefe, que este chaval no puede tirar un golpe sin regalar el mentón. La izquierda, ni para escribir. La derecha, pesada, sí, pero las he visto peores. Y las piernas, como dos estacas”, dijo el entrenador después de la primera práctica. Pero Hausch no era hombre de andar con sutilezas. “Para eso está usted; enséñele”, ordenó. Y corrió a comprar tres pasajes a Nueva York en un buque de bandera italiana.
Angelito se resistía a viajar. No porque le tuviera miedo a la aventura sino porque extrañaba a Matilde. La noche previa, lloroso en su cuarto de pensión, resuelto a hacer un ato con sus cosas y fugarse, recibió la visita de la joven pelirroja, quien le habló con palabras que se mordían unas a otras, mal dichas, como aprendidas de memoria a las apuradas. Le pidió que viajara y triunfara, que fuera campeón del mundo, que volviera envuelto en gloria para llevarla al altar. Al diablo el tiempo y la distancia, ella sabría esperar. Angelito le comió las manos a besos y le prometió solemnemente que sí, que triunfaría. Que nada ni nadie habría de detenerlo. Y que lo haría en su santo nombre, amén.
A veces, de noche, en la habitación del convento, se para. Le cuesta mantenerse mucho tiempo en pie. Se marea. La falta de costumbre. Camina hasta el ropero y baja de lo alto una caja pequeña, otra, en la que guarda cartas. Las cartas de Matilde. Todas en igual papel y con la misma caligrafía repujada. Todas con frases floridas y dulzonas, frases que nunca oyó de su boca porque ella hablaba poco y mal, como él. Pero que sin embargo están atrapadas allí como cicatrices de tinta.
***
En las tres semanas del viaje, pese a los esfuerzos didácticos de Bendoiro, Angelito progresó poco. Pasó la mayor parte del tiempo descompuesto por los vaivenes del barco. Pero una vez en tierra firme, acaso impresionado por los rascacielos de Nueva York que lo hacían sentir una hormiga por primera vez en su vida, recuperó energías. Y hasta insinuó una leve mejoría en su estilo: al menos él golpeaba a la pera y no al revés.
Dispuesto a asaltar los cielos, Hausch contactó a Joe Zorzoli, el mafioso que manejaba la carrera de los principales campeones del mundo. Fue y se le plantó como si se tratara de D’Averza: “Tengo al sucesor de Dempsey. Es dos veces más grande y más fuerte que Firpo. Leónidas Ianacopoulos, el Coloso de Rodas, mire qué nombre”.
Zorzoli no se cocía al primer hervor. Dueño de un prontuario grueso como una guía telefónica, desconfiaba de los pelagatos que pretendían ofrecerle la piedra filosofal al precio de un frasco de fijador. Peo igual quiso ver al fenómeno y lo citó para el día siguiente en un gimnasio del Bronx. Cuando Zorzoli llegó, el muchacho ya estaba en el ring haciendo guantes con un peso medio que a su lado parecía una mosca. Movía los brazos lateralmente, como si fueran las aspas de un molinete de subterráneo, y desconocía las más elementales maniobras defensivas. Pero Hausch no le había mentido: era como Firpo a hombros de otro. Entonces decidió aplicar el criterio aprendido de su padre, un verdulero siciliano: “Los tomates se venden por el tamaño”. Y eso, tamaño, era lo que le sobraba al Coloso de Rodas. Tomó nota de cada uno de sus defectos técnicos y los utilizó para definir los términos del contrato; manejaría la carrera del aspirante a campeón durante los próximos diez años a cambio del ochenta por ciento de los beneficios. Hausch hizo lo que cualquier hombre sensato en su lugar: se conformó con poco y firmó.
Así fue que Angelito emprendió una larga gira de iniciación, zigzagueando por pueblos del interior norteamericano, Omaha, Little Rock, Topeka, que lo recibían con ojos de estupor -miradas oscuras, al fin- y lo despedían con gestos de fastidio. Peleaba todas las semanas en combates arreglados que jamás duraban más de dos o tres rounds. Sus rivales --camioneros, borrachines y padres de familia sin empleo por la Gran Crisis-- se derrumbaban como fulminados apenas un guantazo del Coloso de Rodas les soplaba cerca. Eso era lo mejor: victorias rápidas y fáciles que lo acercaban al sueño prometido a la écuyère. Y las cartas de ella, que le llegaban mes a mes, estuviera donde estuviese, milagrosamente oportunas, siempre de las manos manchadas de tinta de Hausch. Lo peor: las noches interminables recordándola, acostado en el piso porque no había camas suficientemente grandes para él en los hoteluchos donde paraba, fumando los pedos de Bendoiro, a su lado de sol a sol, como una sombra o un carcelero.
Angelito volvió a Nueva York dos años más tarde. Tenía cinco trajes de buen corte, un récord único de triunfos por nocaut y un contrato para pelear en el Madison contra Chaz McCoy, el Expreso de Tucson. El ganador iría por el título del mundo. Los grandes diarios hablaban de él -es decir, de Leónidas Ianacopoulos, el Coloso de Rodas- como la nueva sensación de los pesados. El hombre que borraría de la memoria al mítico Jack Dempsey, pero que antes despacharía sin esfuerzo a ese ferroviario irlandés, McCoy, que en puntas de pie no le llegaba ni al pecho.
El primero en enterarse del arreglo fue Hausch. Se lo dijo Zorzoli dos días antes del combate, cuando las apuestas estaban 15 a 1 a favor de Angelito: “El muchacho tiene que perder. Cuanto antes mejor, no es cuestión de que se haga el héroe y termine lastimado. Su carrera recién comienza y tenemos grandes planes para él, pero no en este momento. Hemos apostado en su contra. Nada personal. Sólo negocios, usted me entiende”:
Bendoiro fue de la idea de ocultarle la verdad: “Ni falta que hace decirle nada, jefe; este pobre Cristo se caerá solo apenas le peguen una murra como Dios manda. Después le diremos que fue una mala noche, como la puede tener cualquiera”.
***
El padre Agustín arremete, cada tanto, con el reproche de siempre, sobre todo durante esos atardeceres fríos en los que se entona con vino de misa. “Angelito, no creés lo suficiente. Tu cuerpo está sano, ya lo dijeron los médicos. El tuyo es un problema del alma y los problemas del alma sólo los resuelve Dios. Tal vez, si tuvieras más fe...” Pero su prédica se queda colgando de ese albur, que se disuelve en el aire como el humo de los cirios. Mira las piernas del gigante que siguen quietas y las ve cada vez más delgadas, más insignificantes, cada vez más muertas, si eso fuera posible. Entonces el padre Agustín se llena otro vaso e insiste. “Tenés que sacar lo que te enferma por adentro. Hablar, hablar de lo que pasó esa noche.”
Y Angelito, que recuerda poco, no le dice nada.
No le dice que volvió tambaleante a su rincón. Que se derrumbó en el banquito como si de pronto también le hubieran quebrado las rodillas. Tenía las cejas abiertas, la nariz rota, la mandíbula fuera de quicio. La lona del ring estaba pringosa de sangre. Suya, no de McCoy. Bendoiro le exprimió una esponja húmeda en el cuello y le gritó al oído más o menos lo mismo que en los descansos anteriores. “Ya es suficiente, Angelito. Quédate en la lona y no te levantes más. Que eres bravo como un toro ya no lo duda nadie. Basta. Basta. No tienes que demostrar nada. ¿Puedes oírme, Angelito?”
Pero Angelito sólo se oía a sí mismo. Sus labios inflamados y descosidos por los golpes, rojos y chorreantes como carne cruda, apenas se movían para musitar una palabra, siempre la misma, la plegaria mínima e infalible que lo conduciría victorioso a través de ese infierno.
Una palabra. Un nombre de mujer. Matilde.
Bendoiro recién se dio cuenta cuando la campana llamó al sexto round. Lo retuvo de los hombros el tiempo suficiente para decirle que se la sacara de la cabeza, que ella no merecía semejante sacrificio, que si había ido a verlo antes del viaje había sido por plata y no por amor, que las cartas que recibía todos los meses las escribía Hausch de puño y letra, que ni estampillas tenían, que cada gota de su sangre valía más que toda la farsa armada para sostenerle el deseo de ser campeón del mundo.
Angelito -Leónidas Ianacopoulos, el Coloso de Rodas- se levantó igual. Los ojos ciegos por un velo rojo y la boca por fin muda, embistió torpemente al ferroviario irlandés y lo arrastró contra las sogas. Forcejearon un rato trenzados como perros cimarrones hasta que el árbitro pudo separarlos. Angelito se recostó contra las cuerdas. Su mente ya no estaba ahí. Se había diluido en un limbo blanco que filtraba el griterío de la muchedumbre y lo reducía a un eco grave, un susurro que se apagaba poco a poco. Fue camino a ese silencio que creyó reconocer la matriz de su desgracia. La causa de todo, esa oscuridad en la mirada de los otros. Él. Desde el primer día, él. La aberrante enormidad de su cuerpo.
Sintió frío y tristeza. Bajó los brazos en cámara lenta y se permitió temblar. El golpe final de McCoy le llegó limpio, sin sortear resistencia alguna. Primero se ablandó, como si se estuviera derritiendo, y luego se fue deslizando lentamente entre las sogas. La cabeza dio contra la máquina de escribir del cronista del New York Times. Las piernas quedaron enganchadas del encordado, ridículas.
Estuvo internado veinte días. Los médicos le dijeron a Zorzoli que había sobrevivido sólo por su juventud y resistencia sobrehumana. Y que el azar o Dios habían hecho su parte, porque poco faltó para que se desnucara al caer como un peso muerto sobre el pupitre de la prensa. El gran misterio eran sus piernas. Estaban paralizadas sin razón alguna. Insensibles. “No tiene nada roto, pero no las mueve.” Zorzoli asintió, como si intuyera algo que a los médicos se les escapaba, y pidió estar a solas con el paciente. Una vez en privado, comenzó a hablarle. Primero en inglés, luego en italiano, el punto era entretenerlo y desviarle la atención mientras se sacaba el gemelo del puño izquierdo, metía la mano debajo de las mantas y se lo clavaba en el muslo. Angelito -la cara desfigurada por los moretones y las cicatrices, la nariz vendada, la mandíbula atada con alambres- sonrió como pudo. Zorzoli presionó más y se quedó un rato largo mirando fijo esa mueca, interpretándola, y sólo se detuvo cuando creyó estar seguro del significado. Un hilo de sangre manchaba las sábanas. A la mañana siguiente, mandó a su contador para que rescindiera el contrato con Hausch. “Deducido el dinero invertido en la gira y en los gastos de representación, usted nos debe unos quinientos dólares. Pero el señor Zorzoli quiere que sepa que no piensa reclamárselos. Tómelo como un gesto de solidaridad hacia la situación de su pupilo”, dijo el amanuense.
El costo de la internación lo pagó la acongojada colectividad griega de Nueva York, convencida de que Angelito era, efectivamente, un compatriota en desgracia. Hausch compró los pasajes de vuelta con un préstamo que le gestionó un pastor bautista de Brooklyn. Bendoiro robó la silla de ruedas del hospital.
***
Nadie trabaja la madera como él. Repara los muebles rotos del convento y fabrica los que no se pueden comprar. Hasta talló la imagen de la Virgen que preside una de las naves menores de la iglesia. Hubiera querido darle las facciones de Matilde, pero apenas la recuerda. Cuando cree tener los ojos, se le escapa la boca o el cuello, y el retrato incompleto lo desanima. Ayer, una mujer vino al convento y preguntó por él al padre Agustín. Una mata de pelo colorado le asomaba debajo de la mantilla. Angelito la vio desde el despacho del sacristán. Tuvo miedo y se hizo negar. Empujó la silla de ruedas hasta una ventana que da al jardín y se paró para verla alejarse. Afuera la esperaba un hombre mayor, de mostachos y monóculo. Ella se encogió bajo su abrazo. Tenía un pañuelo blanco hecho un bollo en la mano. Lloraba. Angelito hubiera querido seguir espiando para descubrir la razón de la tristeza que licuaba la cara de la mujer, pero sintió un ruido y se desplomó sobre la silla de ruedas. No fuera a ser que alguien lo sorprendiera así, de pie, tan alto todavía.