El cuento por su autor
Escribí este cuento hace varios años, cuando me enteré por pura casualidad que la empresa estatal de ferrocarriles españoles RENFA llamaba a un concurso literario de cuentos que tuviera como temática el ferrocarril. Escribí y envié mi relato sin mucha esperanza de nada, ya que era consciente de lo ajeno que debía verse un cuento, con mucho de crónica, que relata un conflicto sindical que transcurre en tiempos de la última dictadura militar argentina.
Escrito cuando la historia que se cuenta era más reciente y vívida, leída hoy parece tener una no tan secreta conexión con este presente, que pese a las notorias diferencias de contexto, en algún lugar de nuestras conciencias evoca el clima opresivo de aquellos años.
Nunca supe más nada del concurso español, pero siempre pensé que los personajes que inspiraron la narración y que, de un modo u otro, están en ella, merecen este modesto homenaje.
Tercer riel
Juan dejó el servicio en la cabecera de línea y retomó el próximo tren para volver a su casa, apenas un cuarto en un conventillo miserable del barrio Parque Patricios. Con frecuencia compartía la pieza con Sebastián, un antiguo compañero de militancia que había quedado prófugo en Córdoba cuando intervinieron su sindicato.
Cuando salió de la estación llovía como en el trópico.
Sebastián lo esperaba tomando mate y leyendo. Lo saludó apenas con un gesto. Ambos se burlaban de la inquietud de cada uno cuando el otro demoraba el regreso. Pero así debía ser, si uno no volvía el otro tenía que volar.
Antes de que ambos coincidieran en Buenos Aires se habían encontrado de vez en cuando en Rosario, donde Sebastián vivió por un tiempo. El ferrocarril tenía una casa en la que pernoctaban los conductores de trenes de larga distancia. Juan dormía allí cuando había recambio de maquinistas y le tocaba el descanso en Rosario. Entonces se encontraban para tocar la guitarra, cocinar y hablar de las mujeres que habían amado, de las que no habían podido amar y de las que quizás amarían alguna vez. A Sebastián le parecía que bastaba evocarlas para hacer menos desolador el presente.
Los conductores que estaban de paso por Rosario frecuentaban los peringundines de una ciudad famosa por sus cabarets ya desde principios del siglo XX. Tenés que ir a ver a Rita la de fuego, una bailarina legendaria que es la alegría de la clase trabajadora.
***
Juan tomó la guitarra que guardaba envuelta en una frazada para preservarla de la humedad. Tenía una voz de barítono algo temblorosa que recordaba vagamente a Edmundo Rivero. De hecho, una de sus canciones favoritas era Jacinto Chiclana, una milonga que Rivero fraseaba capturando con sobriedad el dramatismo del poema de Borges y la densa melodía de Piazzolla.
¿Sabés que a Borges no le gustó la gravedad fúnebre de la música compuesta por Piazzolla para la milonga “A don Nicanor Paredes”? Piazzolla se había jactado de ser el primero en llevar los cantos gregorianos a una milonga.
Ya me lo contaste como cien veces.
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Dos años después de las tertulias en Rosario, se reencontraron en Buenos Aires, donde Juan hizo el curso de conductor de trenes eléctricos y abandonó los largos y sacrificados viajes por todo el país. Pero, en el fondo, los trenes suburbanos le parecían de juguete comparados con los convoyes de carga tirados por grandes motores diesel.
No hay comparación entre las Toshibas de ahora y las Alco de 12 cilindros en V, las heroicas máquinas canadienses que recorrían centenares de miles de kilómetros sin una falla.
Te estás poniendo reaccionario, ahora me vas a decir que las de vapor eran mejores.
No, las máquinas no, pero los maquinistas… Los compañeros de mi viejo conducían las de vapor a través de la Cordillera de los Andes hacia Chile y Bolivia, dando la cara a los vientos helados y a la inmensidad de las estepas de la Patagonia.
Mierda, ahora estás épico.
Es que lo tengo escrito, y cuando escribo me da por ahí.
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Cuando Juan hizo el primer curso para ingresar al ferrocarril estudió las máquinas diésel y las de vapor. Su primer trabajo fue en el puerto de Rosario, de foguista en una máquina que empujaba los vagones repletos de cereales que después se cargaban en los barcos.
Siempre quise saber cuántos vagones de granos entraban en esos barcos enormes, altísimos. Era divertido maniobrar con esa máquina que rugía como una fiera maniatada. Me gustaba atorarla de carbón, el agua subía a mil grados y el vapor llegaba a 13 kilos de presión por pulgada.
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Oiga, esto va cada vez peor. Retírese y vuelva mañana con su tutor. Por esas locomotoras quemaron la mitad de los bosques de quebracho para alimentar las calderas, más lo que usaron para hacer los durmientes y, ya que estamos, lo que los ingleses hacharon para llevarse el tanino.
La patria desarbolada.
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Lo único bueno de los trenes urbanos es que ves mujeres todo el tiempo. Con los de carga lo único que veía eran vacas en medio del campo.
¿Qué fue de la colorada que esperaba el tren en la punta del andén de la estación San Isidro? Ni sabés cómo se llama, nunca te dio cinco de bola.
Algo sí. Ya no tengo que llegar a la estación frenando la formación antes de tiempo para que podamos mirarnos, ahora ella se adelanta unos metros y se para casi frente a la cabina.
¿Y eso es todo?
Ya va, ya va.
Después del curso y de reincorporarse al servicio, Juan estuvo tres meses sin cobrar su salario. Hasta que le pagaron todo junto y volvió con tres calzoncillos nuevos, dos kilos de carne para milanesas, una novela de Chandler, una historieta del Corto Maltés y un librito de poemas de Gelman, los tres usados.
Sos todo un inversionista, pero reiterativo. El largo adiós y La balada del mar salado ya los leíste. Por lo menos tres veces.
Se perdieron. Los debe tener la policía.
Tenían una sola cama y dos colchones. Por la noche ponían uno en el piso, donde dormía Sebastián, que decía sentirse cómodo cuanto más duro el lecho. Esa noche la lluvia era tan intensa que el techo goteaba en varios lugares y el piso comenzó a inundarse. Tuvieron que apagar la luz porque corría un hilo de agua por el foco. Sentados de través sobre la cama, se burlaban amargamente de su suerte.
Ya va a pasar.
¿La lluvia o la dictadura?
Las dos cosas. Todo pasa. Un día la dictadura va a caer, los presos van a salir, volverán los compañeros que están afuera, podrás volver a tu pueblo, ver a tus viejos y ponerte en pedo con tus amigos.
Lo más seguro es que quién sabe.
Se quedaron callados, un silencio que nombraba sin nombrar a los que no volverían a ver.
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Sin ninguna advertencia, Juan soltó la novedad.
Hoy llegó Ángela, mañana nos encontramos. ¿Querés verla?
Mejor no, no conviene, es un riesgo para mí y para ella.
No estaba sorprendido. Gringa porfiada. Un mes atrás, Juan le había dicho que ella quería venir. ¿A qué? Está loca, decile que se quede donde está, aunque sea de Médicos del Mundo la van a reventar si la agarran.
Ángela era nieta de un inglés que vino cuando los británicos hicieron el ferrocarril.
Un cockney hijo de puta. En mi familia se decía que los ingleses lo tenían para delatar activistas. Un día a mi madre le dio nostalgia y cocinó el plato favorito de la antigua familia, carne con papas que se hierven dentro de una bolsa de lienzo. Una porquería insípida.
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¿El viejo vino cuando trajeron la estructura de la estación Retiro? Nooo… mi abuelo llegó bastante después. No soy tan vieja, che, acabo de cumplir 26.
A mí me gusta la estación, siempre miro para arriba cuando llego a los andenes, un monumento a la Revolución Industrial.
¿Y vos te metiste con este ferroviario subversivo para redimir a la familia?
Yo creo que no sé.
A la mañana siguiente, los niños del conventillo jugaban en el pasillo mojado. La mayoría eran hijos de bolivianos y paraguayos. Desde que condujo por primera vez un tren a La Quiaca, a Juan lo enternecían los ojos de los niños andinos.
Juan fue a tomar servicio y Sebastián marchó a una cita con el padre de un compañero detenido que lo esperaba en un andén de la estación Pasco del subterráneo. Con él estaba un grandote barbudo y de aspecto desaliñado, que resultó ser un periodista austríaco. Al tipo se lo veía temeroso y cargado de recelo. Después se supo que en una conferencia de prensa, el mismísimo almirante Massera le advirtió que tenga cuidado con lo que iba a escribir. Subieron al subte y entablaron una conversación fragmentada porque Sebastián cambiaba de tren en todas las estaciones que tenían combinación con otras líneas.
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El tipo quería información sobre la resistencia gremial a la dictadura, pero Sebastián le daba datos tan vagos, adrede inservibles para cualquier organismo de inteligencia, que el grandote se desilusionó. Entonces decidió darle un ejemplar del periódico gremial “El tercer riel”, cuyo nombre aludía, precisamente, al riel que lleva la electricidad. El austríaco lo guardó rápidamente y se despidió dejándole una tarjeta con su nombre y el de un diario que a Sebastián le resultó impronunciable.
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Ángela llegó al bar más bella de como Juan la recordaba en la despedida, dos años antes, cuando partió para España. Al verla entrar lo abandonó el sentimiento de irrealidad que lo había invadido en los días previos, pero no pudo darle al abrazo la intensidad que ardía en su pecho.
Así que te quedás. No va a servir para nada, ¿qué pueden hacer vos y unos pocos más?
Las palabras de Ángela, que yacía su lado en el cuarto de hotel, le llegaron desesperanzadas. La escuchó en silencio y estuvo a punto de decirle que el gremio de los conductores de trenes se llamaba La Fraternidad, un nombre de origen anarquista, al que la rutina no le había quitado su significado. De algún modo esa tradición de rebeldía fortalecía su determinación. Unos pocos, Ángela tenía razón en eso, empeñados en defender lo que quedaba. Pero le pareció que hablar de eso sonaría grandilocuente, tanto como la cita con que terminó una carta que le había escrito tiempo atrás: Ya no sirvo a mi causa con esperanza sino con desesperación.
Ahora, más allá de las palabras, ya se habían dicho todo. Se preguntó si habría venido sólo para convencerlo de que se vaya. Pero de algún modo supo que en España alguien la esperaba, entonces lo conmovió aún más su generosidad. Quizás era esa generosidad el motivo principal por el que la había amado tanto.
¿Y Sebastián?
No lo veo desde hace tiempo, pero sé que está bien.
Ángela ignoró la mentira y sacó un paquete de su bolso.
Seguirá cocinando, me imagino. Le traje azafrán, el mejor azafrán español. Decile que le mando un beso enorme, decile que lo espero, que los espero. A los dos, siempre.
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Juan tomó el tren en Retiro y se apeó en Victoria. Caminó hasta el local de la comisión interna de delegados donde lo esperaban sus compañeros. A duras penas logró desasirse de la memoria inmediata de Ángela y concentrarse en la discusión.
Los sabotajes se hacían cada vez más difíciles y peligrosos, y la intervención militar a la empresa extremaba los controles para evitarlos. Pero no lo lograban. Los aros de acero que ponían en los rieles enloquecían las barreras automáticas y el desorden del tránsito era infernal. Ahora obligaban a los conductores a explicar las demoras por escrito, pero como se atenían estrictamente al reglamento interno detenían los trenes suburbanos ante cualquier signo de inseguridad. La redacción de los informes les llevaba horas, por eso Juan había escrito un modelo que utilizaban todos, cambiando apenas las circunstancias de los atrasos.
Muchos supervisores simpatizaban con la resistencia y colaboraban tácitamente en la credibilidad de los informes. Por eso los militares se desesperaban tratando de entender el funcionamiento interno y de imponerle un orden burocrático, más entorpecedor aún que el reglamento de la empresa.
Juan repasó los rostros de sus compañeros, uno a uno, como si se estuviera despidiendo. Pensó en las ausencias irreparables y buscó en su memoria un nombre que las representara a todas. Siempre era el Cabezón Suffi, arrancado de su máquina en Salta, a 1.500 kilómetros de Buenos Aires. Había escuchado que cuando los militares iban a buscarlos a sus puestos de trabajo, muchos obreros de fábrica se aferraban a la máquina que operaban, como una reafirmación última de su condición de trabajadores. El Cabezón habrá pensado que lo protegería su máquina, de la que se enorgullecía como si fuera su dueño.
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Alguien informaba de las gestiones, hasta entonces infructuosas, para que les dieran dos días de descanso después de que atropellaban a alguien.
Cuando veo a alguien demasiado al borde de la vía en los pasos a nivel se me frunce el orto, nunca sabés si se va a tirar. Y peor cerca de las fiestas de fin de año, cuando aumentan los suicidios.
No se puede seguir trabajando como si nada después de que te llevaste por delante un cristiano.
De pronto, la postergada discusión sobre la huelga fue planteada sin ambages por uno de los delegados, que quería estropearle el campeonato mundial de fútbol a la dictadura.
Si paramos, todo el mundo va a saber lo que está pasando en la Argentina.
Parar ahora es una locura, nos van a masacrar. Los otros sindicatos, la Unión Ferroviaria y Señaleros, no van a adherir porque no están tan organizados como nosotros y son mucho más vulnerables a la represión.
Pero si nosotros paramos, otros compañeros se organizarán para sumarse a la resistencia. Además, la dictadura ya ha comenzado a debilitarse, lo dicen los compañeros que están afuera.
La eterna opción entre el arrojo y la prudencia.
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Atrapado por la memoria última de Ángela, por un momento evadió el debate. ¿Cómo sería la vida con ella, tan lejos de este país ocupado por el dolor y la desesperación? Caminar despreocupadamente por las calles con ella, volver a una casa donde podamos tener nuestros libros y discos, la guitarra, un patio con plantas para regar en las mañanas de domingo.
Pero, seguramente, Ángela ya no estaría con él, por mucho que se amaran no podrían volver atrás. ¿O sí?
***
El debate no pudo cerrarse esa noche y se despidieron en la estación.
Al día siguiente, Juan fue a tomar el servicio muy temprano. Ni bien pisó el andén, supo que estaba perdido, pero le sorprendió la discreción con que varios hombres lo rodearon. Ni siquiera lo golpearon cuando lo cargaron en el auto y le vendaron los ojos.
***
Ángela, no sufras, olvidate de mí, así son las cosas, tenía que llegar, pensó absurdamente en medio de la desesperada conciencia del fin. Rogó que algún compañero lo hubiera visto cuando lo detuvieron. El auto corrió a toda velocidad durante un tiempo que no pudo calcular porque la mente disparaba advertencias inútiles en todas direcciones. Sebastián no volvería hasta la noche, Ángela lo esperaría en vano para despedirse y en la línea estarían puteando porque no llegaba. Por la tarde, los compañeros de la comisión interna ya estarían alertados.
Para nada, pensó.
***
Era casi de noche cuando Sebastián tomó el tren que va de París a Madrid. En el largo trayecto apenas pudo dormir.
Había vivido el exilio como algo transitorio, y volver ahora a Europa le permitía un deambular moroso y sin inquietudes.
Te ofrezco las vigilias en los trenes insomnes que atraviesan la noche boreal entre ciudades invisibles.
Te ofrezco la enorme soledad de mis derrotas, la frágil alegría con que vivo y la memoria de los compañeros que amé hasta la muerte.
***
.Descendió en Madrid tratando de imaginar una mujer que seguramente no coincidiría con su nítido recuerdo. Pero Ángela era la misma, los grandes ojos grises buscándolo, el mismo desafío inocente de sus caderas.
Toda prevención se borró de un plumazo con el primer, interminable abrazo.
Ángela había tenido dos hijos, Sebastián uno y Juan iba por el tercero.
***
Todavía no entiendo cómo pudo salvarse.
Alguien alcanzó a ver que se lo llevaban. La comisión directiva de La Fraternidad se movió rápido, al otro día había decenas de telegramas de sindicatos ferroviarios de todo el mundo y de las federaciones de trabajadores del transporte pidiendo su libertad. Además, los militares temían una huelga de trenes en pleno mundial de fútbol. Mandaron a los suboficiales de la escuela técnica General Lemos para que los maquinistas les enseñaran a conducir, pero ellos subían por una puerta y los otros se descolgaban por la otra. Al final desistieron.
***
¿Cómo está ahora?
Renunció cuando privatizaron el ferrocarril. Está contento en su pueblo, estudió en la universidad local una carrera de desarrollo comunitario que no sé muy bien. Pero vos sabés eso, si lo volviste a ver.
Una sola vez, cuando lo llevé a Sebastián para que conozca a su padre. Desde entonces, el Seba va todos los años a verlo, pero él no vino nunca.
¿Por qué le pusiste Sebastián? ¿Pensaste que yo no iba a sobrevivir?
No es ningún homenaje, no creas. Pese al miedo insoportable de todos esos años, siempre sentí, vaya a saber por qué, que a ustedes no les iba a pasar nada.
Sebastián pensó que sí, que era una especie de homenaje. Se sintió incómodo y cambió de tema.
***
Cuando lo liberaron, Juan no podía creer el barullo que le hicieron a la dictadura los compañeros de lugares tan distantes.
Mirá vos, por debajo de todas esas siglas hay conductores de trenes como nosotros, cómo serán los paisajes que recorren, cómo serán sus máquinas. Un día voy a ir.
A Juan le había gustado el nombre de la empresa de ferrocarriles de Francia, Chemins de Fer. Nos pareció muy poético. Caminos de hierro, o de fierro, que es más potente.
Pero si la palabra ferrocarril es casi lo mismo, salvo que como la trajeron los ingleses quedó compuesta al revés. Para nosotros tendría que ser carril-ferro, ¿no?