a Adriana Fernández Rosa
Papá tenía la sonrisa plena e infinita. Si es que por infinito puedo contarles que lo habitaba una espantosa pesadilla infantil en la que una estrella lejana se acercaba progresivamente hasta aplastarlo. Se despertaba llorando en el suelo, caído de la cama. Me pregunto qué habría suscitado en esa época de su niñez tamaño desconsuelo. Sin embargo, el contrapunto y el floreo, el amor y el deseo de vivir vital muy propio de mi familia paterna, solo se domó en él y se extinguió lentamente después de muchos años.
Si les hablo de papá es porque además de homenajearlo comenzando el año en el mar, ya que él cumple o cumpliría años el 2 de enero, es porque quiero contarles sobre el asombro y de cómo un día en el Circuito de Balcarce, que en esa época de comienzos de los setenta podía ser visitado por los veraneantes y quedaba disponible para el que se animara a rodar allí, aconteció algo que impregnó mi vida y la transformó.
A papá le gustaba la velocidad y decidió correr el circuito ese día. Era una tarde algo nublada y por eso habíamos ido en dos autos familiares desde Mar del Plata a Balcarce, aunque no llovía. Hizo una primera vuelta de aproximación en la que fui de copiloto, Balcarce era zigzagueante y mareaba un poco, o así lo recuerdo. La segunda vuelta iba a hacerla a fondo con el Fairline ocho cilindros modelo 69, era arriesgado sin dudas, así es que me pidió que me bajara y entonces me acomodé con los tíos, mis abuelos, mi madre y mi hermanito en una de las gradas naturales que proponían las sierras.
Su madre decía, Héctor se va a matar, siempre haciendo locuras, mi abuelo Eduardo, el padre de Héctor, sacudía lentamente la cabeza negando lo inevitable. Había una curva que solamente estaba diseñada para los autos de carrera, y de hecho ahí nos parapetamos un poco en vilo, para verlo pasar o fenecer. Papá llegó bien pisado a esa curva, manejaba sensacional, venía a fondo y empecé a escuchar los rebajes que hacía con la caja, como él me había enseñado a escuchar, entró y compensó un poco abriéndose hacia la izquierda, el asfalto tenía un cierto peralte que quiso aprovechar, derrapó brutalmente y chirriaron los neumáticos, se deslizó de cola y acompañó el giro natural de esa curva mortal, el sonido retumbó sobre las laderas desde las que mirábamos la escena y brincó sobre una recta corta sin desperdicio. A salvo, atravesando el ojo de la tormenta, rugió y completó la vuelta.
Desde ese día esa fue la curva de mi asombro, me desorbitó. Se mantiene viva como un arco voltaico en el que no he perdido la capacidad de sorprenderme de los lances humanos que tienen cierta estética parecida al torero y su destino, al toro y su destino, ambos en su destino contrapuesto. Hoy también hay una mujer que habita mis días y mis pensamientos, y veraneaba cuando era pequeña en Mar del Plata, como nosotros, con su padre que se arrojaba desde la punta del espigón sur o del espigón norte de Playa Grande, para nadar desde allí, a partir de allí. Padres arrojados o irresponsables, pero que al fin y al cabo nos hicieron intensos y vitales. Aún hoy respeto ese tipo de osadía en la vida. No creo que esto sea solo nostalgia, sino vitalidad que llevamos a cada día de nuestras vidas y hemos decidido poner en nosotros y en los proyectos importantes del país.
Una curva, un arco voltaico que nos dé la posibilidad de renacer este año de las cenizas, de ese ejército de cenizas, como nombra a su novela José Pablo Feinmann, donde siempre hay un proyecto de país pensando en la conquista del desierto. Pensando, al fin y al cabo, en transformar en desierto la vida de otros. Es curiosa la expresión desierto para referirse a aquello que no ha sido todavía conquistado, parcelado, gobernado, administrado. Es casi la lógica de un taxidermista, idea que está en el corazón de los grandes genocidios humanos.
Por estos días comparto con mi analista la referencia de un breve cuento de Alphonse Allais, Un rajá que se aburre. En él, el rajá repleto de opíparo tedio, no logra salir de su profunda desdicha y aburrimiento a pesar de las bailarinas y sus danzas, los elefantes, los animales exóticos, las fiestas y los manjares, los agasajos y la presencia de los embajadores. Solo se contenta con la más preciosa, última y tierna bailarina adolescente, a la que le pide un ¡más! resonante cada vez que ella se quita una de sus prendas de baile, un ¡más! exacerbado cada vez hasta que queda completamente desnuda. Con un gesto aciago y cómplice pide ¡más!, y ante el desconcierto de la joven bailarina, son los guardias los que entienden perfectamente y sacan sus cuchillos, y la bailarina queda en pie, como una pieza anatómica viviente y despellejada.
Vinieron a robarnos el pellejo y no se detendrán con ese ¡más!, un poco más, ante la desnudez o la carencia más extrema. Por eso esas infancias, las de Mar del Plata populosa, que como señaló Sebreli desde su prejuicio eran también el ocio represivo, sin embargo, guardan para quienes asistimos a ese estado benefactor un guiño social y transversal de la vida compartida y la felicidad que nos era dada junto al mar. Algunos tenían más y otros un poco menos. Siempre había para todos los gustos y sobre todo, y esto era lo mejor, estábamos entreverados, mezclados como las cartas que se barajaban en las tardes desde carpas, mantas y sombrillas, sin atender a otra cosa que a armar grupos, encontrándonos en las miradas de los primeros amores, juegos y estocadas a la vida siniestra, normativa y marcial que nos esperaría el resto del año en la escuela, o incluso en nuestros hogares.
Y era así nomás, ese era nuestro inmenso mar del Río de la Plata. Sobre todo, en esa época para nosotros los porteños, los que vivíamos en Buenos Aires y en los alrededores. Era nuestro brillo de plata en los atardeceres que el mar regalaba con crestas de olas interminables. Pienso que ese asombro tan originario y necesario aún nos mece, tantísimas veces en la vida para mantenernos lucidos frente a las desventuras, amables y dispuestos. No termina aquí la curva de mi asombro, porque sé que vendrán cosas nuevas.