El juego preferido de este núcleo familiar es el siguiente: ella imparte las órdenes y él las acata. Ella dice lo que él tiene que hacer y él responde siempre que sí. Si ella quiere un vaso de leche, él tiene que alcanzarlo. Si ella quiere tirarle de los bigotes engominados, él no tiene otra opción que apretar los párpados y aguantar el dolor. Los juegos entre padres e hijos siempre tienen algo de perverso. Sobre todo si tu papá se llama Iósif Stalin. La vida de Svetlana Allilúieva, su hija, parece arrancada del libro de Marcel Schwob: una de esas tantas vidas anónimas que atraviesan el siglo XX como la contracara de aquellos personajes que cambiaron el rumbo de la Historia. Hizo lo imposible para sacarle el peso al apellido que como un hierro caliente la marcaría de por vida. Lo imposible es enfrentarse literalmente con su padre, cuando, a los 14 años, empezó a tomar conciencia de las cosas que Stalin estaba haciendo en su Rusia natal. Como muchas otras vidas parecidas, la de Svetlana se convirtió en una causa política por el mero hecho de existir.
Rosemary Sullivan, profesora de la Universidad de Toronto, biógrafa y poeta (dos formas de concebir el mundo que parecen no guardar mucha relación), se tomó el trabajo de desmembrar o bien de atar los mil cabos en la vida de Svetlana Allilúieva, en una de esas biografías-ladrillo que reconstruyen con paciencia de entomólogo los vaivenes de una vida que llevó impresa en la piel los movimientos convulsos de la Historia. Se metió en archivos personales y privados, recorrió lo mismos caminos que Svetlana, se apegó como una mosca a la hija de la hija de Stalin, Chrese Evans (cuya hija, a su vez, es una punk activista y trending topic en Twitter), revolvió con tenacidad manuscritos, cartas, diarios, y viajó a Inglaterra, Canadá, Estados Unidos, Rusia y México tras los pasos de su personaje. En fin: La hija de Stalin es una de esas biografías que se compran en la estación de colectivos cuando se retrasa alguna partida y de golpe nos sumergen en una historia que conlleva en sí misma todos los mecanismos narrativos de los viejos y queridos best seller.
Svetlana no llegó a la vivir la conmemoración de los 100 años de la revolución rusa que se celebró en las calles de esta Moscú actual, ambivalente; la Rusia de Putin, del gas con sobreprecio que calienta a Europa y las relaciones tirantes con Trump. Tampoco se la recordó por estas fechas probablemente porque la revolución está cristalizada en el imaginario de la Historia como un día paradigmático (y porque veía a Putin como un regreso al comunismo de los 80, según ella un peligro para la democracia). El 22 de noviembre de 2011, Svetlana Allilúieva se disponía para dejar este mundo, pocos años antes de cumplir noventa años, dolorida por un cáncer terminal que había hecho metástasis en todo su cuerpo. Y con ella se iba un pedazo de la historia que hoy nos parece lejana y por momentos surrealista. Solo por momentos.
Me casé con un comunista
No es la primera vez que la vida de Svetlana Allilúieva sirve como materia para un relato. Hace unos años, Mónika Zgustova revolvía libros usados y encontró dos tomos de un libro que le resonaba de sus cenas familiares: Yo, Stalin y Rusia. Por aquel entonces, Svetlana estaba en Estados Unidos, y su nombre era conocido en la prensa y su imagen difundida en televisión. Monika frecuentó a una Svetlana cansada y un poco derrotada, y utilizó sus memorias para escribir una novela titulada Las rosas de Stalin.
En cambio, la biografía de Sullivan, si bien se toma algunas licencias poéticas (no siempre afortunadas, y no tantas como la novela de Zgustova), intenta ver cómo Svetlana se interesó por la literatura y la filosofía: la respuesta es por diferenciación. Narra una infancia de privilegios, aislada en el Kremlin; los juegos con sus dos hermanos (Stalin tuvo varios hijos, muchos no reconocidos) y con sus padres, y la constante amenaza que sentía no por el posible ataque enemigo, sino por el propio Stalin. Nacida en 1926, su madre, Nadia Allilúieva, tuvo un matrimonio complicado. Cuando Svetlana tenía apenas once años, su madre se llevó una pistola al corazón y disparó. Durante muchos años, Svetlana creyó la historia de su padre y de la familia: una apendicitis mal curada la había matado de la noche a la mañana. Al descubrir la verdad, Svetlana empezó a dudar acerca de la naturaleza de su padre.
Como si viera las cosas a través de un lente borroso, Svetlana entendió los mecanismos de cómo era vivir en el Kremlin. Por qué cada vez que salía, un hombre la acompañaba manteniendo una distancia relativa a un costado. Cada cosa dicha era reportada a su padre con un tinte de importancia superlativa. Las personas que conocía la trataban con sumo cuidado, como si le tuvieran miedo, como si hablar con ella fuera un caso de vida o muerte (su tía, por ejemplo, publicó unas memorias en clave humorística sobre su familia y terminó confinada a un campo de concentración por veinte años). Svetlana, con esa impunidad de hija –mitad miedo, mitad reproche– impuso en varias ocasiones su propio punto de vista, sus propias demandas.
No siempre se salía con la suya: se enamoró muy joven de un compañero de la escuela, un chico que la pretendía cuando ella tenía apenas quince años y su padre, celoso y posesivo cuando su hija era aún una pre adolescente, hizo desaparecer al pretendiente en una caso que nunca quedó resuelto. Svetlana, quizás por bronca o injusticia (Sullivan hace una lectura un poco reduccionista acerca de la necesidad de amor y el miedo a la soledad que sufría la hija de Stalin al tener semejante referencia masculina, señala con una frase un poco pomposa “era una huérfana emotiva con una fragilidad trágica que siempre amenazaba con hundirla”) se casó cuando tenía apenas 19 años de edad, poco tiempo después de iniciar sus estudios en Historia Moderna, con un compañero de estudios de apellido Morozov. Su padre nunca aprobó el matrimonio; como su enemigo del lado occidental, Stalin también perseguiría a los judíos y los arrinconaría en gulags.
Sin embargo, no prohibió el matrimonio, sencillamente no apareció en la boda de su hija. Y cuando ganó la guerra –una guerra que le costó 84% en bajas, pérdidas económicas, y deudas militares– su única hija lo llamó para felicitarlo (suena bizarro, pero así era la vida de los dictadores) y él como al pasar le preguntó: ¿Qué estás haciendo? Ella dijo: Estoy dando a luz. Stalin dijo, bueno, que te vaya bien, y cortó. Conoció a su nieto, que tenía el mismo nombre que él, el día en que Estados Unidos bombardeaba Hiroshima. No tuvo mucho tiempo para jugar a la pelota que ya estaba de nuevo en la oficina. Morozov en verdad usó a Svetlana: estar casada con la hija de Stalin le proporcionaba un estatus social que antes no tenía. Incluso la familia de su marido se aprovechó de la situación, pedía mejores lugares en hospitales, cambios de casa, era un ascenso de clase. Hasta que Stalin dijo basta e indujo –con técnicas frías de persuasión– a que su hija se divorciara después de tener un segundo hijo y tres abortos.
Stalin tenía mejores ideas para el futuro de su hija, ya que su hijo había muerto en un fallido intercambio de rehenes con los Estados Unidos, cuando la Guerra Fría finalmente dividió al mundo en dos. Svetlana cumplió con el mandato de su padre; se licenció en Historia Moderna (hablamos de la Historia revisada desde el punto de vista de Stalin) y accedió a los pedidos de su padre hasta que fue diagnosticado con una enfermedad coronaria. Stalin por supuesto no lo creyó, y comenzó a indagar a la red de médicos que lo atendían hasta acusarlos de complot en contra del sistema. No debió ser nada fácil dar esa noticia a un dictador que por cada palabra enunciada podía mandarte a Siberia a picar hielo. Pero la noticia no fue del todo falsa: Stalin estaba enfermo y en una reunión de comité, una noche, después de preparar el arresto de sus médicos, murió de una hemorragia cerebral en su oficina.
La vuelta al mundo
Y de pronto, Svetlana estaba en la India. Ya su apellido no era más Stalina sino Allilúieva, como el de su madre. Lo cambió en 1957 porque “el sonido metálico de Stalin me lacera el corazón”. Atrás quedaba su trabajo como asistente de investigación en el instituto Gorki de Literatura Universal que desde principios de 1956 le había abierto las puertas a toda la bohemia rusa que tanto admiraba y al mismo tiempo rechazaba (era amiga de Pasternak y de Nina Borovina). Atrás sus dos divorcios, que arrastra por toda Asia. Atrás su conversión al cristianismo ortodoxo, que operó en ella, no como una búsqueda espiritual o un contacto con Dios, sino como un modo de enfrentar a su padre, ateo y anti cristiano. Atrás la muerte de su segundo hermano Vasili, quien fuera enviado a un gulag por su propio padre, y al regresar, borracho y depresivo, vagaba desnudo por las calles de Kazan para ser encontrado muerto en su casa con su mujer y sus cuatro hijos.
Svetlana viajó hasta la India tras los pasos de un nuevo amante que conoció en el Hospital de Kuntsevo en 1963, después de que le diagnosticaran tonsilectomía. Se llamaba Brajesh Singh. Era hijo de un rajá y ex funcionario comunista, y por supuesto, entre los círculos rusos, estaba mal visto que la hija del fenecido dictador de la URSS se viera con un hombre de origen indio, y sobre todo pobre. Svetlana llevó a su nuevo amante a Moscú después de un tiempo de yirar por la India con la intención de que Singh trabajara como traductor, pero no tuvo mucho éxito. Su amante exótico padecía de una bronquitis crónica y de problemas pulmonares que le demandaban estar en climas más cálidos. Su caso crónico se volvió terminal y Svetlana, pese a los consejos y acosos de las cúpulas soviéticas, que aún veían en Stalin como al gran líder que los guiaba desde el paraíso del proletariado, y en ella el retrato vivo de su padre, decidió llevarlo nuevamente al hospital de Kunstsevo, en donde Singh murió después de ver, en sueños, a un buey blanco arrastrando una carreta.
Al morir Singh, Svetlana tuvo un arrebato. Sullivan la pinta como una mujer impulsiva y arriesgada, lo cierto es que, por cómo se sucedían los hechos en su vida, y las ansias de escape y las presiones que padecía por parte de la cúpula, la hija de Stalin vio una oportunidad de oro. Pidió permiso para llevar las cenizas de su marido al Ganges. Le permitieron la salida con la condición de dejar a sus dos hijos en Moscú. En Nueva Delhi pidió asilo político pero se le fue negado; era muy peligroso para un país como la India tener a un refugiado político como ella. Pensó entonces en irse al peor lugar a donde podría ir: Estados Unidos. El pedido le fue denegado automáticamente. Los yankees tampoco eran tontos, ¿la hija de Stalin quiere vivir en Nueva York? Había algo raro en eso. Svetlana entonces ofreció algo que no podía negar: un libro de memorias sobre la vida en Kremlin.
Después de un breve lapso en Suiza, obtuvo el visado, y al desembarcar en el aeropuerto de Nueva York en 1967, la recibió una multitud de periodistas. Las relaciones entre las dos potencias se enfriaron. Svetlana se convirtió en una celebridad para la prensa norteamericana y la CIA la protegió durante los primeros años, aunque secretamente la investigaba para saber si sus conexiones con el Kremlin continuaban. Finalmente, publicó el libro tan esperado, Cartas a un amigo (Yo, Stalin y Rusia), se convirtió en una escritora famosa y millonaria, y obtuvo un puesto en la Universidad de Princeton para dar clases de Historia Moderna. Se insertó en la vida de bohemia de los setentas y vivió en una comuna de hippies y artistas en Arizona. Se casó (por cuarta vez y no sería la última, tendría un matrimonio más pocos años después) con un arquitecto, Weslet Peters, discípulo de Lloyd Wright, que estaba cargado de deudas y ella se convirtió una especie de mecenas para sus proyectos truncos. Se escapó de la comuna con una nueva hija, Olga, y volvió a Princeton, pero la vida académica la asfixiaba e intentó vivir en California, México y finalmente en Cambridge, Inglaterra. Svetlana secretamente quería volver a reunirse con los hijos de su primer matrimonio que había abandonado al viajar a la India. Habían aparecido en la televisión Alemana (del Este) pidiendo por la vuelta de su madre, hostigados por las cúpulas del poder, y ella había desoído el reclamo, hasta que a los 60 años cruzó nuevamente la barrera de hierro e intentó retomar su vida como ciudadana rusa. Estuvo pocos años: la Rusia de Gorbachov era para un país plagado de agentes de la KGB, según ella.
Desilusionada, aunque con algo de energía, Svetlana volvió a Inglaterra, se cambió el nombre otra vez a Lana Peters, y pidió asilo en una convento católico. Pero tampoco pudo confiar en los cristianos (que resultaron peores que la KGB y la CIA juntos): el padre que recibía su confesión, la fue escribiendo en forma de cartas y las vendió a una revista. Terminó sus días en un geriátrico de Wisconsin, como uno de esos tantos viejos anónimos que esperan visitas de sus hijos. Svetlana, lúcida hasta el final, le pidió a su hija Olga la última vez que la vio que no la visitara por un tiempo que se volvió demasiado prolongado. Por fin había encontrado tiempo para descansar y dejar que la sombra que la había perseguido durante tanto años se borrara con ella.