Brasil siempre me sorprende. Desde hace años. La primera vez fue en 1987, cuando se resquebrajaba bajo en Plan Cruzado, la versión brasilera del Plan Austral. Yo les decía a mis amigos de allá que Brasil iba a hundirse sin remedio, y la respuesta era absoluta: “vos estás idiota ¿Cómo que nos vamos a hundir? ¡nosotros somos Brasil! “. La segunda vez fue en abril de 2018, cuando la casualidad me llevó a Rio de Janeiro la semana en que, con mentiras mediante, Lula iba preso. Recuerdo que le dije a mi buen amigo Aurelio Rocha, petista desde siempre, que si apresaban a Lula, Brasil se prendería fuego, a lo que me respondió que dejara de pensar pendejadas, que él sabía que infelizmente Lula iría preso y que ahí no pasaría absolutamente nada. Le puso una enorme y ansiosa cuota real de desesperación. La razón la comprobé al día siguiente caminando por La Gávea, donde la vida transcurría sin sobresaltos. Lula estaba ya encarcelado hacía un día.

Quizá sea momento de mirar al norte cercano. Un poco mas allá de Florianópolis pero sin salirse del mapa. Donde Brasil vuelve a sorprenderme. Ahí donde anida un proyecto de gran evolución llamado Brasil Paralelo. Porque sabemos de las noticias falsas del bolsonarismo, las defensas tardías del gobierno brasilero que inventa para defenderse, unos julepes fantásticos aunque siempre postreros. Pero mientras el día a día capilar nos lleva entretenidos, la ultra derecha brasilera viene hace años trabajando un plan estratégico que llevan hasta los pueblitos más recónditos en un cuerpo a cuerpo que genera emoción y adhesiones a una porción importante de la población, con la formula fácil de ideas y trabajo. Y plata, claro, que hay que entender que no es definitoria: no la tenían cuando comenzaron. Nacieron como una organización sin fines de lucro, tras un acuerdo con Bolsonaro. Así, sin bombos ni platillos operaron debajo del radar. Quizá entendieron mejor que nadie la frase de José Martí: “hay empresas que para triunfar deben permanecer ocultas”. Y trabajaron tanto que ahora sí, tiempo después, son públicos, con cursos y charlas y todo el cuento. Y no hay como pararlos.

La guerra en estos casos no es desigual porque cada contendiente pactó ir, creyendo que ganaría. El tema es qué hizo cada uno con lo suyo. Argentina por ejemplo, se fue por las palabras. Somos hábiles con la palabra. Expertos de la lengua hasta el hartazgo, que es bastante más allá del cansancio. Nos fuimos por los conceptos como “marco teórico”, o “batalla cultural” o “acuerdo programático” mientras acabamos en este “Tom y Jerry” de una esterilidad social y política que nos tiene asombrados a casi todos, donde paramos de sorprendernos sólo para ridiculizar al gobierno, donde el hecho de que gobiernan pasándonos por encima con eficiencia, parece un detalle sin importancia. A los “nuestros” les alcanza con el gesto de sorna ante su único tópico: “viva la libertad carajo”, matizado a veces con algún “Fin”. Los nuestros, esos que nosotros pusimos ahí, hacen muecas mientras los tipos trabajan.

Aquí, por otra parte, los nuestros tienen decenas de cantitos, cientos de consignas, miles de esos hashtags de mierda que, años después, aun no acaban de espabilarse que no sirven para nada. A las pruebas me remito, porque el final de esto y hasta hoy, solo dio como resultado amaneceres eternos de nuevos mendigos avergonzados de pedir y dormir en la calle. Algunos solos, otros y otras con la familia donde los más chiquitos juegan a vivir, peligrosamente cerca del cordón de la vereda bajo la mirada de una madre que ya no da más.

Este invento, Brasil Paralelo, tiene unas características: no visibilizan enemigos, no se pelean con nadie. Andan por todo el enorme país con la cara de boludos sonrientes que los profesionales ponen dos minutos después de haber cometido una masacre. Son mas buenos que Lassie antes de su primer desengaño. Y la gente les abre la puerta con una emoción genuina. Créanme, los vi. Y como eficaces evangelistas, arrebañan por donde pasan. Todos dicen tener constancia que detrás hay cosas oscuras. Y no quieran saber lo que les importa lo que se diga de ellos. Están ocupados trabajando en el territorio su estrategia. Sin distracciones. Piedra por piedra.

Quizá, insisto, habría que mirar a nuestro querido hermano nordestino para saber cuántas líneas tiene la derecha, trabajando en paralelo sin discutir entre ellos. Saben que se complementan. Y ya.

En Brasil la batalla, aún contra lo que digan mis amigos de allá, va pareja: palo y palo. La derecha trabaja por arriba y por abajo, mientras el equipo de Lula, sin mucha habilidad, intenta comunicar que la realidad efectiva de los brasileros mejora al mismo ritmo de vértigo que el país crece.

Acá nos quedan algunas postales. La chica que va en el tren y a la altura de Ramos Mejía decide que va a tener que desistir de seguir estudiando porque el cuerpo ya no le da. El abuelo que cuando padre (y no fue hace tanto) llevaba a sus hijas de vacaciones, y hoy no puede comprarle ni un trompo de madera al nieto. El que tuvo que mudarse de un departamento a un cuarto chiquito en un barrio lejano, más barato, y una mañana descubrió que la palabra desarraigo es salir a la calle y no tener a quién saludar porque en esta nueva cuadra no conoce a nadie. Todavía no descubrió que significa “destruir el entramado social” pero lo vivirá pronto, aunque no pueda explicarlo.

Cualquiera de ellos, un día estaba sentado en una plaza, aburrido de tantos dioses paganos y héroes pretendidamente bíblicos, y cansancios de traiciones calculadas. Vio que el heroísmo se pudrió y suelta un olor que lo hace incomible, pensando que no era tan difícil sostenerlo a él y a sus vecinos. En ese mismo momento en que se quitó con la mano el sudor de la frente, mirando las palomas, alguien le adivinó sin mucho esfuerzo el cansancio, la pena, el odio y la rabia mansa del derrotado por todo, y se le acercó con la cara de boludo sonriente que los profesionales ponen dos minutos después de cometer una masacre, le dijo: “yo te entiendo. Vení, es por acá. Vas a ser feliz”.