Año ‘92. Argentina ingresa en la ficción del 1 a 1 de la mano de Menem y Cavallo. Yo curso la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UBA y me encuentro con todo un mundo nuevo: la militancia política, el incentivo, para mí inédito y sorprendente, al desarrollo de un pensamiento crítico, las discusiones abiertas en clases donde muchos docentes -no todos- establecen un contacto más horizontal que aquel al que yo estaba habituado desde la época de mi educación primaria y secundaria, en un colegio de curas y exclusivamente de varones. 

Es una época de nuevas amistades. Alguien me pasa revista universitaria hecha con fotoduplicación. En la tapa hay una banana gigante y el anuncio de una entrevista a The Velvet Underground. La leo de un tirón en una noche calurosa, con la dulce música de fondo de un 20 grandes éxitos de los Beatles en cassette que heredé de mi viejo en una caja de cuerina negra en la que casi siempre quedan guardados algunos otros que escucho menos: De aquí a la eternidad de Giorgio Moroder, El amor de Julio Iglesias y un compilado de un cantante negro de soul muy canchero, Teddy Pendergrass, que papá ponía rigurosamente a todo volumen cuando lavaba su Chevy Serie 2 naranja en la puerta de casa, los sábados a la mañana. 

En la revista hay comentarios de varios discos completamente desconocidos para mí. Uno de ellos me llama la atención por el nombre de la banda, Suicide, y por lo que cuenta de sus integrantes, que tienen unos nombres geniales: Alan Vega y Martin Rev. La nota habla de “minimalismo electrónico” y “art punk”, dos conceptos que me son completamente ajenos pero me intrigan. Dice que esos dos freaks con lentes oscuros y vestidos de negro de pies a cabeza son una versión desarrapada de los New York Dolls, una banda de la que sé algo gracias a Morrissey, de quien sé algo gracias a una novia que tiene una banda. También cuentan que es un disco en el que la sencillez, la velocidad (sobre todo la velocidad de pensamiento, que por lo general suele ser más importante que la de manos y pies, aclaran) y el angst adolescente se manifiestan a pleno, a costa del instrumento menos pensado, el sintetizador. 

Hago todo lo posible por conseguir ese disco, pero me cuesta bastante. El grupo de gente que hace la revista me resulta esquivo por unos cuantos días hasta que pruebo suerte con una chica de piel muy blanca, ropa bien negra y pelo teñido de un rojo llamativo. Nadie me había dicho que ella era parte del staff,  pero yo imaginé al primer contacto visual que algo tenía que ver y acerté. Me dice que ella tiene el disco y que un día me lo presta. 

Pasan unos días, tengo el asunto muy presente y también la fortuna de cruzármela en el bar de la facultad justo cuando lo están cerrando. Yo llego a las corridas para comprar un pebete de salame y queso que será mi cena de ese viernes y ella se está preparando para irse después de tomar una cerveza de litro. La saludo, me dice que podemos ir a escuchar el disco a su casa, en Flores. Le digo que sí, le pido un minuto y corro a un teléfono público para avisarle a mi vieja que no vuelvo a cenar. 

Ahora estamos sentados en la cama de mi nueva amiga. Llegamos hace un ratito a una casa vieja, llena de perros y gatos. Una señora flaca, demacrada y que tiene todo el tiempo un cigarrillo pegado a los labios nos recibió con una amabilidad fría y nos dijo que ya era tarde para cocinar. Nos encerramos en una habitación desordenada y cargada de pósters mal pegados en paredes llenas de humedad y grafitis. Compartimos el pebete y lo que quedaba de una cerveza que encontramos destapada en la heladera de la casa. 

Suena Suicide y no entiendo nada. Todo es extraño y fascinante. El cénit es un tema que, me entero cuando termino de descifrar una escritura peliaguda hecha en marcador negro, se llama Frankie Teardrop: diez minutos de espasmos y alaridos salpicados por un sonido abrumador que se parece al del torno de un dentista. Nunca había escuchado algo así. 

La chica me cuenta algo que no estaba en la nota: esos dos trastornados no son unos improvisados, tienen una cultura muy amplia amasada en bibliotecas, museos y librerías de segunda mano. Son parte de la misma tradición que la Velvet, la banda que tiene un disco con esa banana gigante la tapa, me revela ella. Después me explica quién es Andy Warhol, damos vuelta el cassette varias veces, fumamos un atado entero de Jockey Club suaves y me dice que el editor de la revista es su novio, pero que esa noche me puedo quedar a dormir con ella. Suicide se transforma entonces, y para siempre, en un disco inolvidable.

 

Alejandro Lingenti

Nació en Buenos Aires en 1967. Ejerce el periodismo desde 1990. Actualmente es redactor de los diarios Perfil y La Nación, y la revista Los Inrockuptibles. En radio, condujo con Ernestina Pais Salgan al sol, programa de la FM Rock & Pop durante 8 años, y hoy conduce Viaje liviano en Nacional Rock (sábados de 11 a 13). En 2010 adaptó para el cine la novela Ocio, de Fabián Casas. La película participó en la competencia argentina del Bafici y en los festivales de Berlín y La Habana, donde fue premiada. Estrenó, en 2012, las obras Debés haber perdido la cabeza, codirigida con Laura López Moyano, y Japón, codirigida con Jimena Anganuzzi, y en 2016 Kid, con dramaturgia del escritor Alejandro Caravario. Actualmente dirige Luis Ernesto llega vivo, de Fabián Casas, que se puede ver los lunes a las 21 en El Extranjero, Valentín Gómez 3378.