En el mismo momento que los dueños de Blockbuster cerraban sus persianas y encendían la computadora, llegó el siglo XXI y seguíamos lejos de imaginar los efectos que provocaría el pasaje de un capitalismo industrial a otro de plataformas.
En este nuevo escenario, la intensidad narrativa predomina sobre los grados de verisimilitud en que se desplazan los acontecimientos. No se trata de que la imagen esté por encima de los contenidos, sino que los contenidos son la imagen. Y esas imágenes se sostienen, como dice Giuliano da Empoli, de dos elementos principales: la ira y las redes sociales (digitales).
Desde hace algún tiempo, tanto desde la militancia como desde la academia, nos cuesta conceptualizar las mutaciones que sufrió lo comunicacional. Estos nuevos espíritus epocales, acompañados por el surgimiento de las redes, operan sobre las fragmentaciones de las audiencias, apelando tanto a mantener, por un lado, una prudente distancia con los anudamientos que producían los lazos sociales, pero, por el otro, tratando de sustituirlos desde las pantallas a través de la construcción de una relación de proximidad y de confianza con usuarias y usuarios. ¿Un like tiene la misma fortaleza que un abrazo?
Así, la comunicación profundizó su mirada instrumentalista y dejó paulatinamente de lado un enfoque estratégico por considerarlo fuera de tiempo.
Con la aparición de Milei, todo se complejiza y aparecen nuevos problemas. Por un lado, su núcleo duro comunicacional se ordena alrededor de las noticias falsas y las teorías conspirativas alimentadas por los algoritmos, pero, por el otro, el escenario global lo favorece. El alineamiento con Trump, exteriorizado tanto por Elon Musk (X, ex Twitter) como por Mark Zuckerberg (dueño de Meta, propietaria de plataformas como Facebook, Instagram y WhatsApp) en el tablero internacional supone una profundización de la radicalización (¿y la naturalización?) de las iras y las violencias simbólicas (y ¿físicas?) para el 2025.
Sabemos, además, que los teóricos principales de las elites descreen mayoritariamente de la democracia liberal como sistema que garantice efectivamente sus crecientes tasas de ganancias. No se trata de reparar, como en el siglo XX, las supuestas anomalías del régimen a través de golpes de estado más o menos cruentos. Porque esta percepción sobre los límites de la democracia es compartida con amplios sectores de la población que unen desilusión y frustración, entendiendo que la responsabilidad principal de sus males la tienen aquellos que están por debajo de ellos en la pirámide social. Los significantes que le darán legitimidad a esta narrativa serán: inmigrantes, planeros, kukas, etc.
Por otra parte, las múltiples audiencias y dispositivos que habitan en el uno a uno habilitan una serie de preguntas que ponen en cuestión la eficacia de nuestros marcos conceptuales para entender este momento histórico: ¿Dónde funciona la centralidad? ¿Cómo se desarma esta mirada antiestatal y meritocrática que prevalece en amplios grupos etarios? ¿Habría que apelar más a la física cuántica que a las ciencias sociales para comprender dónde estamos parados?
Por eso, como sugerencia, antes que seguir pensando instrumentalmente lo comunicacional, con malas copias de personajes que hacen sentido en otras narrativas o herramientas electorales averiadas que conjeturaron soluciones pensadas para el siglo XX, deberíamos ser capaces de dilucidar qué sueños de todos los soñados queremos colectivamente volver a remontar. Después, el ¿cómo? y ¿con quiénes? es parte de una segunda discusión.
* Psicólogo. Magister en Planificación de procesos comunicacional