Perder lleva varias vidas.

Encontrar también.

No siempre el que busca encuentra pero el que busca se encuentra buscando y nos hace un poco buscadores a todos los demás. Quien busca no cesa de encontrarse mientras a tientas o a sabias insiste en no claudicar los pasos.

Encontrar exige arqueologizar tinieblas, ahondar en el despiadismo del despojo. Seguir sus huellas, sus silenciosísimos abismos, ecos que resisten en el borde de lo extinguido.

Encontrar es interminable. No culmina en el hallazgo de cada una de las vidas apropiadas. Estamos todxs queriendo salir a buscarnos entre tanto de lo nuestro masacrado, entre tanto de lo nuestro apropiadándose. Estamos todos buscando nuestros restos y nuestros futuros, ambas cosas se encuentran siempre juntas, próximas.

Perder no es dejar olvidado ni un descuido en algún cruce del tiempo y el espacio. Perder tiene un diseño de artilugios y una médula viva de la que se nutre lo roto, lo rompiente.

Perder lleva tiempo.

La arquitectura de la pérdida trabaja sin descanso. Programa más y mejor la urdidumbre de lo oculto. Lo oculto inventa novedosas desapariciones, invenciones de la extinción a cielo abierto. Abracadabra hace su pase sin magia y el dañomacabro expande un poco más sus brazos, su corroísmo apasionado.

Ahora bien, parece que incluso lo perdido se hereda.

Es una herencia extraña, una repatriación que no te abandona mientras existas y aún después, aún en la extranjería de quién resiste habitando limbos y paradojas y ruinas y rabias alegres de memorias porvenir y porvolver y porcrearse.

Esa herencia también nos forja incansables.

Amantes de los números que se suceden, amantes de la cuenta que sella números y nombres, que nos devuelve la identidad a personas y multitudes. El árbol genealógico del que busca tiene pasadizos y pasados subterráneos, cuando esas raíces emergen iluminan como un fueguito encandilado y reviviente.

En cada hallazgo celebramos desde lo más hondo de la esperanzada búsqueda, lo encontrado y lo por encontrar.