“Soy una especie de oráculo, pero lo sabe muy poca gente”, dice una joven a la directora de la escuela, que antes le había preguntado qué sabía hacer. De inmediato, la estudia minuciosamente y realiza un par de llamadas telefónicas rápidas en voz baja. “Era el diario, la verdad es que le vendría bien un consultorio dirigido a todas las edades”, responde, mientras la joven levanta a su hijo del corral de juego. El diálogo transcurre en una escuela de Velling, un pequeño pueblo del oeste de Dinamarca arraigado en una península, en los confines del mundo, allí donde “los molinos de viento ascienden hacia el cielo como si fueran una visita del mañana, recuerdos futuristas de otros planetas”.

La joven-oráculo entonces acepta el desafío y empiezan a llegar las cartas. Como la de una señora que se hace llamar “La bruja planificadora”, la cual confiesa que le cuesta vivir el presente porque su cabeza “suele ir varias semanas por delante”. “¿Soy una friki del control?”, pregunta a la consultora, que ensaya una larga respuesta, como si hubiera tomado responsablemente su rol. “Estoy harta del presente, siempre se está en medio de él, todo es ahora, ahora y también el ahora de las narices. No es ningún delito pensar en el día de mañana. Si se quiere juntar a la familia o a un grupo de amigos, hay que entender que no es algo que suceda por casualidad. Uno no entra en un café y de repente ve a todos charlando sobre los viejos tiempos. Tengo un amigo, Mathias, al que le encanta organizar y se pone eufórico cuando lo hace”, y patenta su firma en el periódico local: “Saludos, El consultorio”.

Metros por segundo es la última novela de Stine Pilgaard (Aarhus, 1984) traducida al español por Nórdica, alguien muy conocida en su país, Dinamarca, donde después de graduarse en la Academia de Escritores Daneses y en la Universidad de Copenhague con su primera novela, Mi madre dice, alcanzó un éxito comercial y de crítica que le valió el Premio Bodil y Jorgen Munch-Christensen. La divertida y ocurrente Metros por segundo no se quedó atrás y ganó el Premio de Literatura Weekendavisen y el Premio Laureles de Oro de la Asociación Danesa de Libreros. Allí, una joven de la que nunca se sabe su nombre y su bebé recién nacido se mudan a una comunidad educativa, donde su pareja ha sido contratado para enseñar en una materia de escritura.

La comunidad educativa, protagonista central de la novela, está lejos de ser algo ordinario. No por nada en la introducción hay una extensa nota del traductor, quién explica qué son las “Hojskoler” -así llamada en danés- para poder entender el contexto. Se trata de escuelas para adultos creadas en el siglo XIX, que permitían el acceso a la educación popular a los campesinos y a las mujeres. La idea original -pensada por el filósofo y pastor Nikolai Frederick Severin Grundtvig- era proporcionar una educación a todos los ciudadanos para que, en el inicio de la democracia danesa, tuvieran conocimientos suficientes a la hora de votar. De hecho, su creador las definió como “escuelas para la vida”, donde los alumnos decidían qué asignaturas iban a cursar, sin dar exámenes ni obtener título oficial, sino únicamente un certificado de asistencia.

En esas “escuelas para la vida”, que unen personas de distintas ciudades y de diversas clases sociales, profesores y alumnos conviven, comen y hacen vida social durante todo el curso y el único requisito es que sean mayores de diecisiete años. El método de enseñanza, en efecto, consiste en potenciar las capacidades de cada alumno, por fuera de la evaluación académica estatal. En ese magma colectivo, la joven y su marido, nuevos en el campo, forman parte de la rutina de la escuela, situada en un entorno rodeado de naturaleza y habitan una casita roja a pocos metros. Aprenden ritos como entonar canciones populares: es habitual tomar la melodía de alguna de ellas y cambiar la letra con motivo de un cumpleaños, una boda o un acontecimiento importante, costumbre a la que la escritora Stine Pilgaard recurre a lo largo de la novela.

“Tú piensas en prosa, aquí la gente es más concisa”, le dice el novio a la joven protagonista, quien es la voz que lleva el hilo del relato y transcurre por diferentes ánimos: de un abismo de soledad a las conversaciones cotidianas con los pobladores, entre el viento arrasador, caballos, bicicletas, pequeñas letanías, y su ocupación diaria en el consultorio gráfico, donde se topa con peticiones de las más inesperadas, suerte de consejera sentimental, metafísica y hasta laboral. Una adaptación que nunca es tal en ese pueblo de personajes tan encantadores y sencillos como misteriosos y opacos: van desfilando una niñera, otra madre joven con la que se acompañan mutuamente en sus crianzas, bibliotecarias, alcohólicos, insomnes y un personaje extraño llamado Anders Agger, que le dice cosas como que mientras haya palabras, hay esperanza.

Bajo un estilo llano y a la vez sutil, plagado de observaciones breves, directas y asombrosas, la joven se pregunta sobre la maternidad, sobre las escenas que vive en la comarca y sobre su pareja, absorbida por “el perfecto y atemperado modo de vida de la escuela”. Lo escruta en sus movimientos. “Los alumnos quieren de algo de él. Unos quieren su cuerpo, otros, su atención. La seriedad de mi novio es pura y cristalina y lo que le suele poner la zancadilla en el mundo social se ha convertido en un triunfo. Los ojos de los alumnos son proyectores y mi novio sonríe asombrado y yo lo miro llena de un solitario orgullo”.

Y después, en las respuestas a sus consultores, es capaz de desplegar consejos a quienes están en problemas amorosos. Como por ejemplo, estas palabras tan memorables: “La tarea más importante en una relación de pareja es reprimir el odio a uno mismo. Lo bueno del amor de las parejas es que reciben nuestras penas como si fueran pequeños regalos. Dan las gracias y se las llevan consigo como si fueran su propia oscuridad. Así de maravillosa puede ser la vida”. O en otro caso: “Por desgracia, las almas gemelas rara vez funciona en una relación de pareja, aunque puedo entender la atracción. Personalmente, a mí también me suele atraer la gente que tampoco sabe cuidar de sí misma. Pero, querido rompemoldes, la suma de oscuridades entre dos personas no debe ser mayor que el amor. Cuando me enamoro de la tristeza de otra gente y me mezclo con su locura, sé que tengo que huir lo más rápido posible”.

Difícil no empatizar con su inteligente sentido del humor, a la vez que pasa sus días en una nueva vida, con un lenguaje que pocas veces logra entender aunque no le desagrada entre el murmullo de la gente y las canciones populares que se continúan, mientras su hijo crece a pasos agigantados en la tierra de las frases cortas.