Llegaste cansada por el largo viaje pero contenta de volver a tus pagos, a tu tierra, a tus viejos.
No es verdad que Rosario siempre está cerca. Vivís en una ciudad intensa, desigual, con un río generoso, con bulevares coquetos y barriadas que duelen. Sos feliz en Rosario, con tu hermosa familia. Pero tu Tartagal te queda demasiado lejos.
Vas cuando podés, en invierno y en verano. Algún carnaval. El último cumpleaños de la ciudad, el número 100, nada más ni nada menos. La mayoría de las veces, vas en avión hasta Jujuy y ahí te van a buscar. Aún así, desde el aeropuerto son 4 horas todavía.
Cuando vas en auto, lo hacés en dos tramos. 8 horas hasta Santiago. Dormís. 8 horas y media más hasta tus orígenes y tu memoria. Siempre vas con tu familia rosarina para que mamen tus calores, coman tus humitas, bailen tus pimpines, sientan el abrazo de tu gente querida.
Esta vez, cuando llegaste fundida y feliz percibiste algo distinto. En el rostro de tu viejo. En un gesto tenue al costado de la boca.
Le preguntaste. Viejo, qué es esa cara. Recuperamos Libertad, te dijo y ya no ocultó su sonrisa infantil.
Te contó que la nieta del fundador se puso a la cabeza de la pelea de décadas por desalojar al puntero que se había adueñado de las instalaciones del club Libertad, clausurando su vida social y deportiva por demasiados años.
Se movió con Personería Jurídica de Salta, con un abogado con buena gimnasia en los medios de comunicación y con reclamos ante diversas terminales políticas.
Hacía dos días, los vecinos habían ido con tenazas, machetes y las cámaras de la televisión local a recuperar el club. Era la sorpresa que te estaba guardando para tu arribo.
Quisiste ir, en ese mismo momento, a pesar del cansancio. Tenías que dar la vuelta a la manzana nomás y necesitabas comprobarlo con tus propios ojos.
Fuiste con tu viejo, tu esposo y tus dos hijos. Era un acontecimiento.
Cuando entraste, el primer sentimiento que experimentaste fue de tristeza. Puro yuyo. Estructuras de metal peladas. Faroles rotos. Avanzaste. Aún así querías seguir viendo. De a poco empezaste a reconocer tus recuerdos. La colonia. La canchita de básquet. El buffet.
Habían vecinos que conocías. Amigos de tu viejo. Otros que no.
Le preguntaste a la señora rolluda que se asomó tras el portón liberado por el escenario y el recuerdo de los bailes memorables del club Libertad.
-Sí, venía todo el mundo acá. Toda la ciudad. Y todos los grupos. Me acuerdo cuando vino la finadita. Qué lío se armó cuando le tocaron el culo. Se lo llevaron preso al degenerado.
La finadita era Lía Crucet. También recordó a Los iracundos, Caricia, Ternura, Walter Olmos.
Seguiste caminando entre los despojos de la usurpación. Tres autos abandonados. Estanterías caídas. Rastros de trofeos que alguna vez representaron la gloria.
Las jirafas con los tableros y aros de básquet arrancados, perdidos entre los tártagos. El tinglado sin las chapas. El playón de la canchita partido por la naturaleza que siempre se cobra la cuenta, ante la menor distracción.
Iba a costar muchísimo la recuperación. Pero había voluntad y una deuda con la propia sangre.
Seguiste caminando y divisaste un cartel de chapa enlozada: "Club Atlético Libertad. Con personería jurídica. Sede social". Hermoso. Intacto.
En ese momento recordaste la duda que nunca tuviste pero que en ese preciso momento se presentó súbitamente. A qué debía su nombre la institución oriunda de Villa Saavedra, nacida en los labores de la década del 50 del siglo pasado.
Buscaste a la joven referenta de la comisión normalizadora, nieta de uno de los fundadores, para preguntarle.
No la viste. En cambio viste a tu hijo jugando con dos changuitos, desconocidos, al piedra, papel o tijera. Sonreiste. Cerraste los ojos.
Cuando los volviste a abrir divisaste la reja abierta del club, de par en par. En ese preciso instante, entendiste todo y ya no necesitaste preguntar.